Son las seis de la tarde y estoy realmente aburrido. Llevo en esta
estúpida habitación cuatro horas y comienzo a volverme loco –más aún si cabe-.
En efecto, estoy castigado, pero esta vez prometo que no ha sido culpa mía.
Verán, suelo tener la culpa de la mayoría de cosas, sea queriendo o no.
Recuerdo que una vez, cuando tenía nueve años, en un cumpleaños, le di mi taza
de chocolate caliente a uno de los niños, resultó ser alérgico y se lo llevaron
al hospital de inmediato. La madre empezó a gritar realmente enfadada, cuando
no había sido culpa mía, en absoluto. Yo no tenía la culpa de que un crío de
cuarto curso desconociera a qué alimentos era alérgico, solo quise compartir.
Sin maldad.
Pero no sé por qué, ese tipo de cosas me pasan a menudo. Con esto
quiero decirles, que no siempre soy malo, de hecho intento no serlo casi nunca,
pero todo se turba y me acabo comiendo yo solo el marrón.
Esta vez ha ocurrido algo similar al chocolate caliente…
Recuerdo bien aquellas navidades, fueron las primeras navidades
que pasé fuera de casa y quizás sean las culpables de que yo ahora me encuentre
aquí, o quizás no. Como ya les he dicho, desde luego que jamás he sido un buen
chico, o al menos eso es lo que me llevan tatuando en la frente desde que
tengo consciencia. Yo, estaba en Detroit, en uno de los varios internados a los
que mi padre me manda al año para “reafirmar
mi conducta, y volverme un hombre de bien”, en definitiva: para no verme la
cara ni en pintura. Era mi segundo internado en lo poco que iba de curso, había
superado mi propio récord personal, así que me di un pequeño parón e intenté
por una vez no causar problemas. No me gustaba en absoluto Detroit, los
muchachos eran unos necios, pero como sus padres tenían dinero, se creían los
reyes del mundo, y eso es algo que admiro de mí, porque no me ocurre. Solo me
creo el rey del mundo, en las ocasiones en las que de verdad lo soy, no
siempre. Soy un muchacho bastante nervioso e impulsivo, y en cuanto se me pasa
una idea por la cabeza, necesito realizarla ipso-facto, solo eso.
Estaba leyendo la novela que había escrito un antiguo periodista
de un estúpido programa de prensa rosa, Javier Jorge. Lo conocí el verano
pasado en una playa de Barcelona, cuando mi familia y yo fuimos de vacaciones a
España, es un buen tipo. Sin duda, de mayor me gustaría ser como Rubén, el
protagonista. ¡No folla ni nada el muy hijoputa!
Cuando alcé la cabeza, reconocí a mi compañero de habitación
haciendo un grafiti en la pared, sí, Arthur, el típico tío empollón y soberbio
que te mira a través de sus gafas de pasta para hablar y no para de quejarse
por minucias, estaba nada menos que haciendo una pintada en la pared, sumamente
concentrado. La curiosidad, como es normal me pudo, y sin mediar palabra me
levanté del cómodo sillón de cuero marrón, con aires vacilantes y sonrisa medio
tonta para acércame a él, sonrisa la cual se borró al comprobar que escribía mi
nombre. Arqueé una ceja, mirándolo fijamente unos segundos, a la espera de que
terminara su obra, él me miró, encogió los hombros y me tendió el bote de
pintura, así, sin más.
-
No
aguanto más contigo aquí, mi coeficiente intelectual no está capacitado para
tanto desorden, tanta demencia y vagancia junta, lo siento, Jenkins, otra vez
será –me espetó muy serio y se tumbó con rectitud en la silla a leer uno de
esos libros que con solo mirarlos te entra dolor de cabeza.
Bobby, que así se llamaba el chico de la habitación contigua,
entró de repente y al ver la pintada y el bote en mis manos estalló en una
sonora carcajada de loco, me frotó varias veces el pelo, para después darme un
breve abrazo sin dejar de reír mientras negaba.
-
Estás
loco, Kyle, estás loco… no conozco a nadie como tú… ¡qué grande eres, jodido!
–me dio dos palmaditas en la mejilla y se fue tan campante, caminando con las
piernas semi abiertas como si llevara algo metido en el trasero.
Hay que decir que no es un mal tío, suele conseguirme marihuana a
buen precio y para echarse unas risas está bien, pero en el momento en el que
comienzas a hablarle de algún tema importante, se descojona y sigue a lo suyo.
No es muy popular por estos lares, porque no hace caso a nada, va a su rollo. Podría
tener a más de un par de chorbas a su disposición pero se niega en rotundo,
solo fuma, de cuando en vez bebe cerveza, y ya. Todos creen que es asexual,
aunque yo escucho como se la menea por las noches cuando Jerry, su compañero de
habitación, se va a casa.
Yo seguía atónito, como es normal, y es que todo eso estaba
sucediendo demasiado rápido para lo que mi mente me dejaba pensar. El señor
Butler no tardó en aparecer, de hecho sus fuertes pisadas se sentían a
kilómetros. Es un antiguo militar frustrado, que se metió a vigilante de los
pasillos del internado para saciar su hambre voraz y poder mandar sobre otros,
¡y vaya si lo hacía! Yo no moví un músculo. Su cara se tornó a un color rojizo
al ver la pared, y la vena de su cuello se hinchaba poco a poco, agarró con
auge mi brazo y me llevó casi a rastras por el pasillo, camino al despacho del
director. Ni abrí la boca. ¿De qué me iba a servir? Arthur, no había dado un
solo problema en dos años, y yo en un mes ya había incumplido todas las reglas
habidas y por haber, desde estupideces como no hacer los deberes o suspender
más asignaturas de las oficialmente permitidas, hasta fumar en los lavabos,
pelearme con vehemencia cuando llevo razón o blasfemar en clase. También me
habían pillado en un par de ocasiones medio desnudo en los lavabos femeninos
mientras Erica me hacía una mamada. Oh, sí, Erica… un fenómeno la tía.
¿Qué iba a decir a mi favor? ¿Que el marginado social de Arthur
había pintado la pared solo para que me echaran de allí y poder quedarse con la
habitación entera para él? No me hubieran creído. Soy una persona luchadora
generalmente, pero cuando sé que voy a perder la batalla, ya no lucho, es
tontería.
Y allí estaba yo, sin comerlo ni beberlo sentado en una fría y
antigua silla marrón cobre, ante un enorme escritorio repleto de documentos,
escuchando como el director, el señor Henderson me sermoneaba con vehemencia,
mientras Butler no hacía más que asentir a sus palabras con seriedad,
quieto como una estatua como si fuera un guardaespaldas, con las manos detrás
de la espalda, contento y orgulloso por haber sido él quien me pillara
cometiendo semejante crimen.
-
Te
hemos dado miles de oportunidades, Jenkins… he querido que entraras en razón,
he intentado ver en ti más allá, e intentar creer que no eres un mal chico…
–comentaba ahora en voz suave, nostálgico, como si fuéramos amigos de toda la
vida. Se levantó y tomó asiento a mi lado, pasándome la mano por la espalda,
atrayéndome a él mientras negaba con la mirada perdida-. He intentado desdeñar
tu historial y centrarme únicamente en pensar que eres un buen… tío –aquí dudó
varios segundos, como si intentara buscar la palabra adecuada en su vocabulario
para tratar con un chico de quince años-. Creía que éramos amigos… –dijo. Y mis
sospechas no fueron más que confirmadas, era el típico enrollado.
Yo me limitaba a mirarlo con una expresión aburrida en el rostro y
a asentir de cuando en vez, sin demasiado interés.
-
Pero
visto lo visto… –suspiró-. Tendremos que telefonear a tu padre. Otra vez.
Maldito estúpido. ¿No somos tan amigos? ¡Pues páselo por alto y
cállese de una vez, Henderson! Eso fue lo que le quise decir en aquel momento,
pero obviamente no lo hice. Tenía un día bastante educado, y además todavía
seguía en estado de shock, se lo prometo.
Ni esperó mi respuesta, ni siquiera me miró, descolgó su teléfono
fijo y marcó el número con elegancia. Juro que hasta se lo sabía de memoria, y
es normal, en el último mes había llamado más veces a mi casa que a la suya
propia. Por lo que pude escuchar, mi padre le dijo que tomaran ellos mismos las
medidas oportunas, que tenían total libertad para hacerlo. Qué novedad. Sin
ironías. Mi padre, es un hombre alto, de complexión fuerte, con el pelo
ligeramente rubio, en sus épocas de joven tiene cierto parecido con el actor
Cam Gigandet trajeado. Aun así, tiene un temperamento de perros. No sé bien si
su carácter es así, o si solo es conmigo de esa manera, la verdad. Posee un
carácter severo, serio y estricto la mayor parte del tiempo. Solo sonríe en
cuatro ocasiones: cuando ve a su único hermano, Martin, el cual es Sargento y
suele viajar lejos a menudo, cuando está con mi madre, la única persona en el
mundo que puede calmarlo, cuando está con mi hermana Christine, la niña de sus
ojos, o cuando las acciones de su empresa suben. Y, como pueden ver, yo no
entro en ninguno de los puntos, y por lo tanto a penas lo he visto sonreír de una
manera sincera, que no fuese irónica.
Mi padre, en cualquier otro internado, hubiera aceptado con
resignación la expulsión, me hubiera ido a buscar al aeropuerto de Heathrow, en
Londres, mi ciudad natal y mantendría el silencio durante todo el camino. Al
llegar a casa se sentaría en su despacho con un café bien caliente y cargado
entre las manos, tamborileando los dedos de manera odiosa contra la mesa, se
frotaría la cabeza mientras negaba y sonreía sarcásticamente para finalmente
meterme una buena bronca, de esas que hacen que se te corte el habla. Me
llamaría desgraciado, diría que no merezco su apellido y demás pamplina que yo
intento que no me afecten demasiado.
Aun así yo, cretino como de costumbre, me habría intentado excusar
con alguna estúpida evasiva, y al ver que no me creía, me habría puesto a
gritar como un tarado de impotencia, él me habría dado una buena bofetada y a
la semana siguiente estaría en un avión, camino a sabe Dios qué país. Pero esta
vez no, y eso debo reconocer que me inquietó.
El señor Butler, me llevó a una de las habitaciones que había en
el piso de arriba de todo en las que se daban clases voluntarias de refuerzo
por las noches. A ser sinceros, yo nunca las había pisado. Ya tenía bastante
con los múltiples castigos y reprimendas, como para tener que estar en mi
tiempo libre ahí encerrado. Ni de coña. Estaba enfadadísimo, no sabía qué tipo
de medidas iban a tomar contra mí, lo único que tenía claro es que tenían
completa libertad para hacer lo que quisieran, y quiero ser franco con ustedes,
y reconocer que estaba ciertamente angustiado. Butler, me mandó escribir una
redacción con el título “El comportamiento adecuado”, en un mínimo de
mil palabras. Estaba chalado el tío. Me puso un tocho de folios delante de mis
narices y un bolígrafo negro, asegurando que estaríamos allí el tiempo que
fuera necesario. Protesté. No me gustan los bolígrafos negros, me traen mala
suerte. El primer examen que suspendí en mi vida estaba escrito en negro, y sinceramente,
sin que les sirva de precedente, creo que es el culpable de que yo ahora mismo
sea un necio en los estudios. Butler, se mantuvo firme y se negó a cambiármelo,
decía que estaba harto de mis pamplinas. Menudo estúpido. Tras más de media
hora contando las baldosas del suelo, resignado, comencé a escribir. Todavía
estaba rabioso.
“El comportamiento adecuado”
Cuando una persona no para de recibir reprimendas, se vuelve un
inadaptado social. A menudo. Yo me salvo.
Cuando un ser machaca la autoestima ajena, se siente poderoso.
Puede. Usted.
Cuando alguien alza la voz, suele creerse superior. A veces. Sí.
Cuando un chico comete una falta, se le tacha de malo. Siempre.
Excepto a Arthur.
Cuando un profesor castiga, está en lo cierto. Dicen. Mentira.
No creo que exista ningún comportamiento más adecuado que otro. Ni
siquiera creo que la educación exista. Todos os basáis en rangos sociales y a
mi, me suda las pelotas. Algún día, volveremos a vernos las caras. Y les
aseguro que mi comportamiento será igual de adecuado que el de ustedes ahora.
Se lo prometo.
Fin.
No debí de haber escrito eso. Aun así, desde el momento en el que
le entregué el papel medio arrugado y semi roto, hasta ahora, no me arrepiento,
nunca me arrepiento de nada. Soy un trastornado. Butler se enfadó, dudo que
entendiera lo que pretendía decirle, él solo vio una clara amenaza de muerte y
aseguró al director que yo tenía en mente pincharle las ruedas de su deportivo.
¿Qué? ¿Perdone? ¿De qué jodido cuento mitológico se ha escapado usted, Butler?
El Señor Henderson hizo gala de su nula personalidad y sin dignarse ni a leer
mi redacción golpeó con fuerza la mesa.
-
Se
acabó. No pienso tolerar esta falta de civismo en mi centro. Es usted un
chalado, Jenkins. No me entra en la cabeza que persista en seguir comportándose
de esa manera, y por eso, y tras mucho deliberar… creo que ya tengo en mente el
castigo que se merece –y entonces se calló, mirando con fijeza el gran cuadro
que había en medio de su despacho, al lado de la bandera de Estados Unidos,
donde estaba bordado el lema del colegio, “Llegan
niños, salen hombres y mujeres hechos y derechos. Sin excepción”, Y yo era
la excepción que confirmaba la regla, y eso le jodía. Era un lema bastante
estúpido a mi punto de ver, pero él parecía orgulloso y no iba a ser yo quien
le quitara la ilusión.
En ese momento llegó un fax, y él sonrió de manera viciosa. Creo
que el tío es un poco pervertido, disfruta más con una autorización paterna
firmada que con un buen revolcón. Incluso me atrevería a afirmarles que los
colecciona y todo. Este era de mi padre. Ni corto ni perezoso, sin pensárselo
ni consultarlo de alguna manera con mamá, daba su plena autorización para que
me quedara allí las Navidades. Mi cara empalideció.
Las Navidades, siempre han sido mi época favorita del año. No se
crean que soy un tío moñas ni nada, pero el ambiente en casa suele ser
agradable, y aunque todo el mundo está con prisas derrochando todos sus
ahorros, yo me lo paso en grande. La casa está exageradamente adornada y suenan
absurdos villancicos, los cuales temía echar de menos. Elphie, nuestra
asistenta desde que mi hermano mayor nació, cocina comidas de estas que hacen
que no puedas ni levantarte de la mesa por lo que te pesa la tripa. Se pasa el
día haciendo dulces, y de hecho es la única temporada del año que mi padre
permite tal cosa, incluso disfruta. Mi abuelo, viene desde Liverpool para
quedarse un par de semanas en casa, y es el mejor hombre que conozco, sin duda.
Posee un porte y una valentía impropias de su edad y aun así me comprende. Hace
un par de años, estuve viviendo una temporada en su casa y estaba realmente
cómodo, incluso aprobaba todo e iba a clases de piano y violín sin rechistar.
Veíamos el fútbol los sábados con patatas fritas y chucherías e íbamos a menudo
al centro comercial. No se confundan, es un hombre bastante taciturno y un
Doctor muy respetado, pero sabe corresponder. Yo lo quiero mucho, y apuesto a
que él a mi también. Menudo desgraciado de hijo le tocó al pobre. Al final, me
tuve que ir de su casa, porque la prensa no paraba de publicar cosas del estilo
a: “Hugo Jenkins prefiere
desentenderse de su hijo por los múltiples problemas que ocasiona”,
después, también había mentiras, soeces y grandes mentiras, “Hugo Jenkins ha dado la custodia
de Kyle al abuelo de éste”, “Hugo
Jenkins ha fallecido. Cada hijo se ha ido a vivir con un familiar cercano” y mil tonterías más. Como a mi padre
le importa más lo que pueda decir la prensa que mi felicidad, y ya me habían
expulsado de la mayoría de colegios privados de Londres, comencé, a disgusto,
mis visitas por diferentes internados, principalmente por Estados Unidos. No sé
por qué en ese país, supongo que por su lejanía, ya que así tardo más en volver
y esas cosas.
¡Se me había olvidado comentárselo! Mi padre, posee un número
considerable de empresas por casi todo el país, está forrado el hombre y se
codea con gente bastante importante, debe de ser por eso que no para de salir
en las revistas del corazón. Mamá, es diseñadora de moda, tiene su propia
marca, aunque a ella no se le ha subido tanto la fama a la cabeza. Aunque un
poco sí. Sea como sea, los carroñeros periodistas siempre me tienen en algún
titular, supongo que no encajo del todo en la familia. Aunque yo, prefiero
tomármelo con filosofía y cuando lo veo, en vez de mosquearme, solo río y
aseguro, “mi nombre debe de
ser la polla, porque siempre está en boca de putas”. Ese refrán me lo enseñó mi hermano
Lucas, que es cinco años mayor que yo, es un tío enrollado y nos entendemos bastante
bien, es un casanova de primeras, se lo juro. Cuando nos vamos de vacaciones, y
estamos tomando algo en una taberna, cenando o tan solo paseando, él ya ha
conseguido el número de al menos tres chicas, es un don juan que enamora a las
féminas con sus alocados rizos color negro azabache. Todo lo contrario a
Damien, mi hermano mayor, nos llevamos siete años y si no fuera porque se ha
sacado la carrera de empresariales con matrícula, diría que soy yo más
inteligente que él. Es súper tímido. Creo que ser tan cohibido llega a ser
enfermizo. Se pasa el día en su cuarto leyendo o escuchando música antigua en
un tocadiscos que mi abuelo le regaló hace un par de Otoños. Todos creemos que
es gay porque se le nota a las leguas, pero él lo niega, supongo que para no
defraudar a mi padre y todas esas cosas. También le van mucho las apariencias y
blablablá. Y, por último, está Christine. Solo es dos años menor que yo, pero
es brillante. Yo no se lo digo mucho, es más, suelo meterme demasiado con ella,
porque cuando se enfada hincha los pómulos como una niña pequeña y tengo que
hacerle cosquillas para que se vuelva a reír. La quiero de verdad. Aunque eso
solo ocurre desde hace poco, ¡antes le tenía unos celos infinitos! Pasé de ser
el pequeño, gracioso y adorable Kyle a ser el hijo pesado que solo trae
disgustos a casa.
Pero, como les iba diciendo… mis Navidades tenían pinta de ser
desastrosas. En la mayoría de internados caros, por vacaciones solo se quedan
dos tipos de personas: los típicos empollones que seguramente tienen una
familia disfuncional y se sienten más resguardados encerrados entre cuatro
paredes y los gordos. No les miento. Hay programas para chavales con sobrepeso
en este tipo de colegios, y sus padres se avergüenzan tanto de ellos que
prefieren mantenerlos meses, incluso años encerrados fuera de casa hasta que su
tipo sea medianamente normal. Sin importarles sus sentimientos. Les parecerá
gracioso, pero a mi no me hace ni pizca de gracia. Generalmente, estos chicos
se pasan solos los recreos y cuando te acercas a ellos para charlar te meten
una fuerte patada en la espinilla que hace que no puedas caminar con normalidad
en tres días. Son los típicos matones con una fuerte rabia interna que solo la
comida consigue saciar. Y se preguntarán como sé yo todas estas cosas, y es que
lo he vivido en carne y hueso. Mi primo, Christopher, tiene mi misma edad, y
desde que soy consciente, cada vez que le sacaba su bolsa de patatas o le decía
algo que no le hacía demasiada gracia se me tiraba encima. Una vez, cuando
cumplí ocho años me rompió dos costillas y me pasé la tarde de mi octavo
cumpleaños en el hospital. Y quizás esto hizo que las pocas ganas que tenía yo
de pasar allí las Navidades fueran disminuyendo a una velocidad asombrosa.
No protesté, no grité, no contradije Es más, ni abrí la boca. Subí
a mi cuarto repleto de resignación y cerré la puerta de un sonoro portazo.
Arthur, mi compañero, estuvo a punto de quejarse, visiblemente molesto,
preguntándose seguramente por qué narices seguía ahí y no estaba ya de camino
al aeropuerto, pero al ver la cara que traía, guardó silencio. Es un tío
bastante cobarde a ser sinceros. Me tiré en cama boca abajo y cerré los ojos
con fuerza, no quería llorar, no me gusta hacerlo. Pero sí me sentía
desdichado. Quería creer que era una broma, que no iba a pasar las Navidades en
aquel antro de mala muerte alejado de mi familia y amigos, pero una parte de
mí, sabía que no estaba en lo cierto. Bobby, abrió la puerta de la habitación
con esa sonrisa radiante que le caracteriza, es un tío muy alegre, y eso,
cuando estás encerrado, siempre viene bien. Apuró el paso y se tiró en plancha
encima de mí, en la cama de abajo. Arthur continuaba leyendo, sin ni apartar la
vista del libro con aires de superioridad.
-
¡Mañana
es el gran día, jodido! –exclamó con un tono de felicidad casi pegadizo y se
acomodó a mi lado, apoyando el codo cómicamente en la almohada mientras me
mostraba un papel ciertamente arrugado, cosa propia al haber caído en sus
manos-. ¡Por fin me han dado el permiso! –prosiguió-. ¿Recuerdas cuando Butler
decía que con mi inmadurez no me iban a dejar en la vida bajar al centro? ¡Pues
se equivocaba! La señorita Trout lleva toda la semana encantada con mi
comportamiento, se lo ha comunicado a dirección y…. ¡tachan! –aquí, hizo una
imitación bastante ridícula con la boca, simulando ser un tambor. En este
internado, como en la mayoría que pisé, si tu comportamiento es adecuado, te
dejan salir los viernes después de comer al centro de la ciudad sin vigilancia.
Te largan a las tres de la tarde en el mismo punto fijo de siempre, y a las
siete tienes que estar ahí mismo, de vuelta. Puedes ir al centro comercial,
comer en un Burger, ver una película en el cine, o incluso comprar maría, que
era lo que hacían los de último curso cada vez que iban, y después nos la
vendían al resto casi el doble de cara. No son listos ni nada los cabrones.
No me lo podía creer. Yo llevaba pidiendo el maldito permiso un
mes entero sin éxito, tan pronto como me enteré de su existencia, y a él, a la
primera vez que se le pasa por la cabeza hacerlo después de un año aquí
aprisionado se lo conceden, así sin más. Primero me enfadé y ciertamente le
tuve envidia, y no de la sana precisamente. Pero después, una brillante idea
cruzó mi cabeza como un flash, como una estrella fugaz o sabe Dios qué. Era mi
salvador. Una sonrisa embobada llenó mi cara y Bobby debió percatarse de tal
cosa porque cuando me quise dar cuenta, yo estaba absorto en mis pensamientos y
él dándome toques en el hombro con pesadez.
-
¿Qué
quieres a cambio de ese papel, Bobby? –pregunté sin más rodeos. Suelo ir al
grano. A él se le borró parcialmente la sonrisa y negó.
-
No…
no lo vendo –tartamudeó
-
Claro
que lo vendes, -insistí, tenía un don de negocios bastante fuerte, seguramente
heredado. Me levanté y di un par de voltios por la habitación, creo que estaba
alegre.- ¿Para qué quieres tú ese pase, qué piensas hacer tú solo en Detroit
tantas horas? Vamos, dime, dime –dije. Él se quedó mirándome en silencio, sin
que ninguna respuesta productiva saliera de su boca.
-
Pero…
¡es mío! –un puchero se formó en su boca. A veces, Bobby, era sumamente
infantil. Arthur chistó mosqueado un par de veces, parecía ser que nuestro
ruido incordiaba su lectura, pero yo lo ignoré por completo, para variar.
Necesitaba ese papel-. Además, –prosiguió-. Aunque te lo diera… no podrías
subirte al autobús, te iban a reconocer, no nos parecemos demasiado. La melena
te delata –ahí llevaba razón. Yo en aquel entonces tenía el pelo ciertamente
largo, me recaía por las orejas y la frente, además al ser de color rubio,
llamaba fuertemente la atención. Él lo llevaba rapado, pues su color natural
era el pelirrojo y no parecía demasiado orgulloso de él, por lo tanto siempre
se rapaba casi al cero. Cuando lo ves por primera vez, te da una mala imagen,
al principio crees que es un skinhead de esos, pero cuando habla, tan
inocente, piensas que tiene algún tipo de cáncer y sientes lástima. Pero no es
ninguna de las dos, solo complejo.
-
De
eso me encargo yo, Bobby, amigo, de verdad… –volví a sentarme en la cama,
intentando hablar con voz suave-. Tú solo dime lo que quieres a cambio.
-
Tu
camiseta de la suerte –no era listo ni nada el tío. Esa camiseta roja me la
había traído mi hermano Damien de la universidad de Canadá, y estaba firmada
por un conocido jugador de fútbol. Suelo llevarla a menudo por debajo del
uniforme cuando tengo algo importante que hacer, y no la vendo por nada del
mundo, así que me negué en rotundo.
-
Sabes
perfectamente que eso no. Otra cosa.
-
Una
foto de tu hermana en bikini –dijo con una sonrisa de lo más degenerada. ¿Ven
lo que les decía? Este chico de asexual, tiene lo mismo que yo de moreno. Le di
un fuerte puñetazo en el pecho, con una cara de desagrado total. Era mi
hermana. Es mi única hermana. No me hace gracia ni que vaya al cine con tíos,
por si a éstos se les va la mano demasiado, como para dejarle una foto al loco
este. Ni en broma. Aunque tenga solo trece años, siempre la veré como a una
cría. Y no me daba la gana. Él pronto comprendió que eso sería imposible y bufó
sin decir más. Yo me levanté, caminé hacia el armario y saqué un neceser de
cuero marrón que mi padre me había regalado en mi cumpleaños, es ese tipo de
regalos que al principio te parecen estúpidos, pero que después, cuando llegas
a un internado en el que te mangan hasta el champú del baño, agradeces. Porque
no hay mejor lugar en el que esconder el dinero. ¿Quién se va a imaginar que lo
tienes ahí, en medio del cepillo de dientes? Nadie. O eso espero. Cogí treinta dólares
en billetes de cinco y volví a la cama. Bobby no tenía muchas luces, y estoy
seguro que si le llego a haber dado uno de veinte y otro de diez se hubiera
negado en rotundo, pensando que era menos dinero. Sin embargo, esta idea
pareció gustarle. Su madre, es la mujer más tacaña que he conocido nunca y a
penas le manda dinero, por eso todo el que venga, es bien recibido. A mi antes
solían darme más pasta, hasta que el año pasado, en Boston, me pillaron fumando
maría en los lavabos, desde entonces mi padre dice que soy un porreta y solo me manda lo justo y necesario
para vivir. Aun así, de cuando en vez, mi abuelo me envía algún dinerillo extra
que siempre viene bien. Está forrado el tío. Siempre escribe diciendo que lo
gaste con cabeza y sentido común, aunque nunca he hecho eso. Siempre lo gasto
en pegatinas, maría, o haciendo pedidos tontos a la tele tienda. Aun así,
siempre guardo sus cartas. Es la única persona con la que me escribo a carta
hecha a mano, y me alegra pensar que alguien se está tomando su tiempo en mi,
en escribir eso con todo tipo de cuidado, me hace sentir querido. Al final sí
que resultaré un moñas, verán.
Bobby cogió el dinero muy contento, me tendió su pase hacia la felicidad y se fue al poco tiempo. No es un
chico demasiado sociable y no suele estar más de media hora charlando con nadie
si no hay nada ilegal de por medio. O dinero. O fotos de Chris en bikini.
Mi plan cada vez iba tomando más forma y sentía una excitación
interior que solo padezco cuando voy a hacer algo malo, o bien algo que me hace
muy feliz pero sé que está prohibido. Me quedé un par de minutos sentado en
cama, tenía una decisión importante que tomar, quizás la más importante que he
tomado en lo que llevo de vida. Raparme o no el pelo. Y no crean que fue fácil,
de hecho intenté tomarla a la ligera, prefería eso y después arrepentirme
durante los dos próximos meses que comerme la cabeza toda la noche lleno de
remordimientos para quedarme sin hacer nada, aún después de haber perdido
treinta pavos, como le pasó a Allen West en la fuga de alcatraz. Y yo siempre
me he considerado un Frank Morris de la vida.
Salí de mi habitación, la 22, y me encaminé por el larguísimo
pasillo empedrado de oscuras puertas hacia la 70, donde se alojaba uno de los
muchachos de último curso, el cual sí era skinhead de verdad, y por eso se rapaba el pelo casi
semanalmente. Sabía que él tenía una maquinilla, que esperaba que me dejara sin
chantaje de ningún tipo. Bobby solía bajar una vez al mes a la peluquería del
internado, dudo que alguien dejara una maquinilla en sus manos, a los dos días
ya no tendría dedos.
Toqué la puerta con los nudillos un par de veces y me adentré en
la habitación. Un olor a calcetines sucios, mezclado con el humo proveniente de
las pipas cargadas de cannabis me golpeó en la cara, pero no tosí. Este tipo de
tíos te juzgan al más mínimo error y si me ponía a toser como un descosido
pensarían que era una nenaza y me echarían
a patadas. Por suerte solo estaba él, Dangerous, que así se hacía llamar. A
saber dónde estaría su compañero. Él yacía recostado en el suelo, demasiado
fumado como para verme entrar. He de reconocerles, que a mi su mote también me
parece completamente estúpido, y más cuando sabes que se lo ha puesto a sí
mismo, como si quisiera imponer respeto o algo, ¡y vaya si lo hacía!, pocos se
atrevían a mirarle fijamente a los ojos. Corre el rumor, de que una vez, uno se
chocó con él por los pasillos, y Dangerous le metió una soberana paliza en los
lavabos a la hora del patio. Aunque bueno, esos son simplemente cuchicheos que
no se sabe si son ciertos o no. Incluso me atrevería a decirles que se los ha
inventado él mismo para dar más miedo. Lleva aquí seis años, es de los más
veteranos. Su padre es policía y me han contado que de pequeño le arreaba pero
bien, quizás por eso ahora Dangerous paga su frustración y pega a los demás
muchachos. De hecho, seguramente se unió a esa banda de skinheads sin tener dichos pensamientos, ni
nada, solo para unirse a algún grupo y no sentirse solo. Es el típico matón que
pega por miedo a que le peguen. De eso estoy seguro.
-
¿Quién
te ha dado permiso para entrar aquí… Jenkins? –dudó unos segundos mi apellido.
Aquí casi todo el mundo me llama por mi apellido y pocas cosas me repatean más
las entrañas. Si mi nombre es Kyle, será por algo, digo yo. Me paré en seco, no
quise molestar. Él negó y me dio paso, supongo que estaba demasiado colocado
como para ponerse a discutir. Yo, bastante cómodo por mi parte, me senté a su
lado en el suelo, y cogí una gran bocanada de aire. Como no respirara pronto,
iba a palmarla, lo tenía claro. Poco a poco me acostumbré a aquella pestilencia
y logré respirar con cierta normalidad, aunque de cuando en vez aguantaba con
fuerza las ganas de toser.
-
Verás,
Dangerous… sé que tú tienes una maquinilla de afeitar y bueno, me preguntaba si
me la dejarías hasta mañana –le espeté sin tapujos. Él rio de manera hilarante
durante un buen rato, antes de negar. Se levantó, me agarró con fuerza de la
camisa del uniforme que todavía vestía, haciendo que mi corbata mal puesta se
descolocara aún más y me levantó como quien levanta un paquete de sal. He de
decirles que soy bastante delgado, incluso las costillas de denotan entre mi
pecho, ¡pero como un montón! Además soy un goloso empedernido, aunque supongo
que serán los genes. De todas maneras, a nadie le sienta bien que lo traten
como si fuera un saco de huesos, y a mí en aquel momento tampoco. Aunque no
dije nada. Fue al baño y volvió a los pocos segundos con su maquinilla roja
metalizada entre las manos, me agarró nuevamente por la parte de arriba y me
empotró ligeramente contra la pared, mirándome con una cara de obseso que daba
miedo. En aquel momento, les juro que creí que me iba a matar, mi corazón se
aceleró y no sabía qué decir. Medía y pesaba el triple que yo el muy animal.
-
Esto
que ves aquí… –dijo señalando con la mirada su preciada maquinilla para después
clavar su vista en la mía de manera agresiva-. Es mi maquinilla. –hizo hincapié en la palabra “mi”, parecía un
crío de cinco años sin querer compartir su juguete el tío. Debía actuar, debía
decir algo y decirlo ya.
-
Hm,
Dangerous… –me aclaré la garganta sonando apesadumbrado e inocente y lo aparté
con suma ligereza, haciendo así que me soltara, aunque no me quitaba la vista
de encima. Me resultaba gracioso llamarle de tal manera, sonaba patético.
Menudo armario era el tío. Intentaba pensar una buena excusa, cualquier cosa
era válida, hasta que vi un folio colgado del corcho en el que ponía la palabra “SKIN” en mayúscula, con una caligrafía
bastante pésima, a ser sinceros. Una sonrisa apareció en mis labios y
proseguí-. Últimamente por los pasillos te observo mucho, y la verdad es que me
pareces un claro ejemplo a seguir… he estado escuchando varias cosas y no me
importaría nada unirme a vuestro grupo, ya sabes… –suspiré esperanzado, como si
le debiera la vida. A estos muchachos les encanta sentirse superiores a ti, por
eso dejé mis dotes de grandeza a un lado. Y dicho esto, me senté en la silla negra
de ruedas que había ante el escritorio y me permití el lujo de dar una o dos
vueltas en círculo de manera jovial. Él se acercó a mí no muy seguro y paró el
movimiento con un seco manotazo. Se le notaba dudoso. Soy un tío bastante
conocido por este lugar, modestia aparte, él seguramente era consciente
de todas mis hazañas en tan poco tiempo, y algo le decía que no lo iba a dejar
mal. Me dedicó una leve sonrisa y dejó su
tesoro encima del escritorio.
Cogió su pipa, que ahora descansaba sobre la alfombra, la prendió y le dio una
honda calada, dejando que el cannabis penetrara en sus pulmones con vigor.
Agarró una pequeña banqueta gris metalizada que había bajo la mesa y se sentó.
No sé como no la rompió con su peso, la verdad. Sin más preámbulos me la tendió
junto con un mechero lleno de dibujos bastante horteras.
-
Si
eres capaz de fumar esto sin toser, puede que estés preparado para entrar en nuestro grupo –aseguró. Y eso era todo. Era una
prueba bastante sencilla en comparación con las que había oído por ahí sobre
entrar desnudo en el despacho de Henderson y ponerse a gemir como un cerdo,
llevar un cinturón de castidad durante un mes o dejar que te chinaran un cigarro
en el cuello como sello, aun así la mía no dejaba de ser una chorrada, ¿si un
poco de aire se te entromete al fumar y toses, es que ya no eres un buen skinhead? Era estúpido. Aun así
accedí. No se crean que quería entrar en su grupo de marginados sociales,
solamente necesitaba la maldita maquinilla para raparme el pelo y así parecerme
a Bobby. Cogí la pipa, la prendí y le di una larguísima calada, sintiendo como
mi garganta ardía por dentro. En un momento me asusté y pensé que en verdad me
iba a salir una llama del interior, pero tras expeler fuertemente el vaho vi
que no. Yo estaba acostumbrado a fumar maría de la barata, no a esa substancia
tan fuerte. Le expulsé el humo prácticamente en la cara e intenté que se
esparciera bien, que viera que había fumado un montón. Dangerous me frotó la
cabeza, despeinándome al completo, cosa que me dio igual. La mayoría de
muchachos con pelo largo detestan que le toquen el cabello, pero a mi eso
siempre me pareció una chorrada. Se levantó, sacó de un desordenado cajón lleno
de loterías fallidas un folio previamente escrito a ordenador, me dio un
bolígrafo e instó a que firmara. Para serles sinceros, firmé sin leer, ¿qué
podría ser?, ¿una permanencia en el club
como las de las telefonías móviles? Ya me daba igual. Mañana me iría y no
estaba en mis planes volver a pisar Detroit, al menos en una larga temporada.
Me prestó con nostalgia su maquinilla
y una copia del contrato aquel, y yo prometí devolvérsela a la
mañana siguiente como mucho, pareció satisfecho, ¿saben cuando un manager ve a
una futura promesa por la calle y se le tatúa automáticamente el símbolo del
dólar en los ojos? Pues fue algo similar. Incluso me dio una pequeña bolsita de
cocaína como “premio”, y yo la cogí sin rechistar. Nunca
había probado esa droga y tenía curiosidad. Me apuré a irme con un mal
pretexto, antes de que se arrepintiera y me fui a paso ligero por el pasillo,
sin mirar a nadie.
Esa era una de las ventajas de estar en último curso, más bien era
la virtud de que a partir de la puerta 70 ya no estaba Butler controlando, sino
una muchacha de mediana edad que se pasaba el día fumando cigarrillos y leyendo
revistas de moda en el cuarto de contadores, a la cual le daba igual si fumabas
maría, te inyectabas en vena, follabas con tu compañero, te escapabas a media noche
o te daba un chungo y la palmabas. Ella no creía que fuera su responsabilidad,
aseguraba que todos eran lo suficientemente mayores para saber qué hacer con su
vida. Y en cierto modo tenía razón, lo hubieran hecho de todas maneras, aunque
a escondidas, sin esa comodidad plena en la que sabes que hagas lo que hagas
nadie te piensa decir absolutamente nada, y tendrás una nulidad completa de
cargos, o en su defecto, castigos.
No se crean que me gusta mentir, es más, a diferencia de la mayoría
de cargantes de Detroit, yo no solía hacerlo. De pequeño sí, me pasaba todo el
jodido día mintiendo, incluso a veces me perjudicaba a mí mismo, pero me daba
igual, disfrutaba soltando alocados disparates por la boca más que con nada en
el mundo, pero al cumplir trece años me prometí a mí mismo que sería sincero, y
hasta hacía un par de horas, ninguna trola salía de mis labios, pero esto es
como la droga, y una vez que la dejas y retomas el contacto, es complicado
parar, por lo que después de sentirme tan bien, tan pleno, tan brillante posteriormente
a mi engaño, no paré de mentir como un bellaco durante meses. Fue divertido.