-
Eh, tú, muchacho,
vamos levántate, si no recoges tus cosas en menos de diez minutos se te cobrará
otro día más –se oía una voz de una mujer mayor.
-
Déjalo, le habrá
dado un patatús, apesta a humo… ¡estos adolescentes de hoy en día! Deberían
volver las costumbres de sacarse el cinto, así no habría tanta tontería… –negaba
otra, con una voz más grave.
Al principio, vi una especie
de trolls en un sueño, y creía que eran ellos los portadores de esos gritos. Me
suele pasar a menudo, sueño algo que me está pasando en real y esas cosas.
Finalmente, abrí los ojos a
ceño fruncido y di media vuelta sobre mí mismo, frotándome la cara. Me dolía
todo. Tenía un malestar importante en la cabeza, como de migraña, o algo así.
Además, apestaba a vómito, había dormido casi envuelto en él, y de hecho al
olerlo me vinieron de nuevo las ganas en forma de arcadas. Negué y me levanté
como pude, ayudándome del lavabo, seguía notablemente pálido con unas ojeras
terribles. Todo lo malo había desaparecido, no había pinchos, ni ruidos, ni
nada. Todo estaba bien. Y al mismo tiempo mal.
-
Pero bueno,
¿estás sordo, chico? Si no sales de aquí en cinco minutos te cobraran un día
más y por lo que hemos visto… –soltó una sonora carcajada cómplice con la otra-.
No es que te quede ya mucho dinero, ¿eh?
-
¿Qué? –dije. Maldita
sea, no entendía nada. Eché un rápido vistazo a la mesita y vi que pasaban de
las doce. Mierda, esa era la hora máxima para abandonar la habitación, sino
efectivamente te cobraban otro día, y yo no ni podría pagarlo-. ¿Puedo darme al
menos una ducha…? –murmuré mirándolas con cierta cara de pena, y esas cosas. De
verdad que olía mal.
-
¡Quita, quita!
–me apartó la primera, la que llevaba la voz cantante y aprovechó el hueco que
yo le había dejado libre para seguir limpiando-. Haz lo que veas, si no estás
abajo en cinco minutos para dejar la llave, tendrás que quedarte hasta mañana.
Tampoco me ayudaban mucho sus
respuestas. Odio ese tipo de gente, de veras. Te hablan un montón, pero cuando
se callan, te das cuenta de que en verdad no te han dicho una mierda.
Me lavé la cara y me aseé con
suma rapidez en el lavabo. Sequé con una toalla como pude mi costado y demás
partes llenas de vómito y me vestí la otra muda limpia que había traído.
Coloqué primero los pantalones pitillos negros, después una camiseta blanca con
un montón de dibujitos en el medio, y encima una sudadera gris de la
universidad de Oxford. Me calcé las
zapatillas del día anterior, el gorro gris, y metí como un loco todo en la
mochila de nuevo para salir corriendo de la habitación. Bajé por el ascensor,
más que nada porque soy un lento bajando escaleras y suelo tropezar y caer a
menudo. Imaginaba que era un hombre que había atracado un banco, y ahora toda
la policía me perseguía, necesitaba llegar a la mesa lo antes posible o mi
libertad confiscarían. Me gusta mucho montarme ese tipo de roles patéticos en
mi cabeza, me lo paso bien. Tan pronto como el susodicho abrió sus puertas yo
salí corriendo y dejé las llaves en la mesa de recepción con brío, dando un
salto enérgico como si jugara al baloncesto. Aquello parecía un juego olímpico
o cualquier cosa extraña, parecía todo excepto lo que realmente era. Las llaves
hicieron impacto sobre la mesa de cristal, y la secretaria se echó hacia atrás.
Ni que llevara una bomba o algo, macho. Miró el reloj de la pared, agarró las
llaves y siguió con sus quehaceres bastante molesta por mi interpretación. Que
fastidio de gente, no tienen humor. Creo que mucha gente lo pierde en cuánto se
pone una corbata o unos tacones de uniforme.
Necesitaba darme una maldita
ducha, y tomarme algo para la cabeza. En la calle seguía haciendo un frío de
mil demonios. Era día 21 de Diciembre y toda la santa ciudad estaba derrochando
dinero en las tiendas. Me entró nostalgia. Me senté en el banco que había en
frente de un gran centro comercial y prendí mi último cigarrillo, fumando lento
y sin ganas casi. La gente entraba con el bolsillo lleno y salía con un millón
de bolsas con regalos, muy alegre sin embargo, charlando con sus acompañantes y
todas esas cosas. Incluso había niños pequeños, lo que me desconcertó un
montón. Nunca entenderé a ese tipo de padres, se lo juro. ¿Qué narices hace un
niño de cinco años al lado de sus padres mientras ellos compran sus malditos
regalos de Navidad?, ¿qué pensará el crío?, ¿qué les dirán los padres? Creo que
hay gente que no debería poder tener hijos legalmente, de veras. Creo que
cuando una pareja quiere tener un hijo, deberían hacerle primero un millón de
test psicológicos y todo eso, para ver si son aptos o no. Les aseguro que así
no habría tantas desgracias, y al menos ese santo niño de cinco años, creería más
en papá Noel y esas cosas.
¿Saben ese tipo de madres que
visten a sus hijas como si tuvieran sesenta jodidos años? Es que estoy harto de
ver por la calle niñas de 8 años con chaquetas americanas llenas de algodón por
los hombros, con un recogido horrible, y pendientes de los que llevaba mi
difunta abuela. Al menos, mi madre le compra a Chris ropa de su edad, ambas
tienen un gusto exquisito para la ropa, de veras. A veces, en mi casa, voy al
sótano y veo fotos de cuando éramos pequeños. En verano, solíamos ir los fines
de semana al parque de atracciones, al fútbol, a la playa de Bristol, a la
feria, a cenar fuera, al zoo y todo ese tipo de cosas divertidas.
Frecuentemente, mi madre, nos vestía a juego, y las fotos en sí dan mucha
gracia, porque yo tengo en todas alguna anomalía, sean los calcetines, el color
del polo, la chaqueta, o algo así. Siempre me cambiaba algo pequeñito antes de
salir de casa, porque no me gustaba nada eso de que fuéramos los tres chicos
iguales, yo quería ser diferente. Y ahora que lo soy, me gustaría ser un poco
más como ellos. Soy un puto egoísta, ya. Pero como les decía, había un millón
de mujeres de sesenta años en cuerpos de niñas de ocho, y eso ya me torció el
día, de veras, me da mucha rabia. Miré el reloj de la muñeca. Había estado una
jodida hora pegando la hebra allí, observando a la gente sin más.
Es como los cigarros, que siempre me doy cuenta cuando
los estoy terminando. Estoy tan tranquilo, cuando al dar una de las últimas
caladas antes de matarlo por fin en el cenicero, me cercioro de que lo había
encendido y ni cuenta me había dado. Nunca me doy cuenta cuando va por el
principio o por la mitad, no. Solo cuando está a punto de terminarse. Y claro,
eso me da ganas de prender el siguiente de manera inconsciente nuevamente y es
un círculo vicioso fatal.
Sé que no tenía demasiado dinero, pero contaba que con
300 dólares podría volverme a Londres el día 24 para cenar con mi familia en
nochebuena como me merecía. Decidí volver el mismo día para que mi padre no me
pudiera mandar de vuelta ni nada de eso. Si llegaba a casa dos horas antes de
la cena de Navidad, no me podrían mandar de vuelta al internado. Así que mi
plan iba bien. Me sobraban treinta dólares, -tenía 330-, por lo que entré al
centro comercial. Supongo que eso de ver a todo el mundo gastar, te hace ser
más consumista y todo el rollo.
En media hora me lo recorrí todo. Más que nada, porque
me pasaba quince segundos por cada sección, ni más ni menos. No había ninguna
tienda que me llamara la atención, y las de videojuegos estaban repletas de
niñatos.
Fui por la zona de alimentos y compré un brick de
leche y un par de bollos de crema. Después de haber vomitado, tenía un hambre
voraz. Además, me paré en la zona de quesos y me comí todas las pruebas de
muestra. Que se jodan los dueños, que fijo que están forrados.
Seguí caminando por las plantas más altas cuando vi
una figura increíble. Era de esas que son de adorno, que no se usan para jugar
ni nada, solo de decoración. Tenía forma de guitarra, y colgadas del mástil de
ésta, unas zapatillas de ballet en miniatura. La agarré con cuidado de que no me
cayera al suelo, pues al ser de mármol, podía romper. Le di la vuelta y miré el
precio. Valía 25 dólares, pero no me importaba. No se piensen que el regalo era
para Chris ni nada de eso, era para mi hermano Lucas. Por si no lo saben, desde
que tenía como dos o tres años hasta la adolescencia, quería ser bailarín de
ballet y se pasaba todo el santo día bailando. Ahorró de su paga para comprarse
unas bailarinas e iba a clases en secreto, hasta que mi padre, con catorce, lo
pilló. Le echó una bronca terrible, nunca lo había visto tan enfadado con
Lucas. Yo creí que lo iba a matar o algo, de verdad, estaba furioso. Le tiró
las zapatillas, lo desapuntó de las clases y le quitó el móvil, el ordenador,
las salidas y todo ese tipo de cosas. También lo metió en un internado alemán,
que tenía un lema la mar de gracioso, pero ahora no lo recuerdo. Ya se lo
preguntaré a mi hermano más adelante. En el internado lo pasó bastante mal, más
que nada porque es muy sensible y todo le hace mucho daño. A las tres semanas
se volvió a casa, pero mi padre no le volvió a hablar hasta cinco o seis meses
después. Decía que estaba decepcionado, que esas eran cosas de chicas y todo
ese rollo.
Algo similar me pasó a mí con cinco años, que estaba
obsesionado con las muñecas, las cocinitas y todo ese tipo de cosas. Mi padre,
no me dejaba jugar con las Barbie de mi hermana, y cada vez que me veía se
enfadaba un montón. Al final, pedí por navidad una muñeca para mí, para que
nadie pudiera decir que era de Chris y quitármela. Mi madre, la compró en
secreto porque sabía que me hacía mucha ilusión, y mi padre la tiró a la basura
el mismo día de Navidad. No sé que tiene en contra de que la gente sea feliz,
de verdad que a veces me gustaría preguntárselo o algo, porque ser tan hijoputa
no puede ser normal. Ni siquiera me dejaba tener un jodido amigo imaginario. El
mío se llamaba Bob, y yo me pasaba el día jugando con él. Bueno, pues a mi
padre eso también le molestaba. De verdad que es un hombre muy taciturno, se
necesitan años para comprenderlo, y aun así hará algo exótico y les descuadrará
nuevamente. Yo ni estoy acostumbrado.
Pero como les iba diciendo, aquella figura
representaba las dos cosas que mi hermano más quería en el mundo: la guitarra y
el baile. Aunque al final dejó por completo de bailar y hace muchos años que ni
lo intenta, todos sabemos que le sigue gustando. De hecho, lo hacía muy bien,
creo que si hubieran explotado su don, ahora, con veinte años que tiene, ya
sería súper famoso. Pero nunca lo sabremos.
Pagué la figura y la metí en la mochila envuelta de un
millón de periódicos, no quería que rompiera. Ya no me quedaba más espacio
libre, pero era igual. No veía por ningún lado nada para Chris, hasta que al
salir por la puerta de atrás, pasé por delante de una tienda de animales y una
sonrisa enorme se dibujó en mi cara. Chris, llevaba desde los tres años
pidiendo un gatito, pero nunca se lo regalaban porque yo les tengo alergia, y
con animales peludos cerca no paro de estornudar y me pongo bastante malo, así
que creí que debía compensarle eso y comprárselo. Solo tendría que estar con él
un par de días, y mientras no estuviéramos en la misma habitación sin
ventilación, o no lo tocara demasiado, no me iba a pasar nada. En casa, le
diría que lo dejara siempre en el jardín, o en su habitación y listo. ¡Se iba a
poner tan contenta! Les juro que hasta me imaginaba su sonrisa.
Por suerte, aquella cría de gatita, no era de ninguna
raza especial ni nada, así que las regalaban. Quedaban tres en el cartón, pero
yo la cogí a ella, no sé por qué, la verdad. En casa de mis abuelos, antes,
había un macho que se llamaba Fermín, pero al poco de morir mi abuela, él
también murió, supongo que no lo soportó o algo de eso. Los animales son mucho
más listos y comprensivos que las personas, de verdad. A la gatita de mi
hermana, decidí llamarla Misifú, ya
que ella quería que se llamara así desde siempre. El nombre era sumamente
típico para un gato, a mi se me ocurrían nombres mejores, y más ingeniosos,
pero dudo que le hicieran gracia, y a fin de cuentas el felino aquel era suyo,
no mío. Era completamente blanca, con los ojos azules. Estaba bastante
espabilada en comparación con sus hermanitos, así que me pareció perfecta. Con
los cinco dólares que me sobraban, le compré un cascabel rojo para el cuello, y
se meneaba con gracia y elegancia al tenerlo puesto, de verdad. También compré una mantita en un bazar chino
para cubrirla del frío.
En la farmacia, adquirí un paquete de sobres para
diluir en agua, unos para la cabeza, y otros por si me entraba la alergia. Al
ser alérgico también al paracetamol, tengo que tener mucho cuidado con lo que
pido, aunque generalmente se lo comento y ya me dan algo similar sin esa
substancia.
Salí del centro comercial pronto. Me ponía enfermo ver
a tanta gente pegada y acompañada, y me agobiaba aquel calor, y aquel olor. Sé
que en ese momento tampoco era el más indicado para quejarme de que la gente no
se ducha mucho, pero ellos tenían sus casas para hacerlo, y yo no, jo.
Caminé varias manzanas sin rumbo fijo, no lograba
aprenderme aquellas malditas calles, así que supongo que hasta que tuviese que
coger algún tren, barco, avión, o algo, no debía importante dónde estaba o
dónde no.
Finalmente, me senté en las escaleras del portal de un
edificio. Me saqué la mochila y envolví a la gatita en su manta, dejándola a mi
lado, evitando tocarla demasiado. Cogí el brick de leche y le di un larguísimo
trago, estaba sediento. Ella me miraba y no paraba de maullar la muy capulla,
así que eché leche en la tapa de la botella y se la puse. ¡Cómo bebía la
condenada! Tuve que rellenarle el envase unas tres o cuatro veces más hasta que
se calló. Me comí con gusto los dos bollos de crema, y me di cuenta de que no
me quedaba tabaco. Bufé y me levanté camino al bar de al lado, hasta que
escuché la sirena de la policía. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, se me puso la
piel pálida y me dio un vuelco al corazón. Volví a meterme en el portal, muy
echado hacia dentro para que no me pudieran reconocer, con la mandíbula tensa y
la gata entre mis brazos. No sabía si los del internado ya habían denunciado mi
desaparición, se lo habían comunicado a mis padres, o ellos mismos habían
llamado a la pasma. Fuera lo que fuera, tenía miedo.
Me quedé inmóvil alrededor de quince minutos,
cualquiera que me viera pensaría que era esquizofrénico y estaba viendo ante
mi, horribles duendes amarillos, o algo de eso.
Cuando se me pasó el shock, cogí a la gata envuelta en
mis brazos y caminé a paso rápido hasta el primer hostal de mala muerte que vi.
No había nada menor de cincuenta dólares la noche, pero necesitaba ducharme y
esas cosas. Ni se inmutaron por el felino que llevaba en mis brazos, me dieron
la llave, y punto. Tampoco es que fueran desagradables, pero en comparación con
los del gran hotel aquel, sí.
Compré un par de paquetes de tabaco en la máquina de
abajo y una botella de agua. Ni me pidieron el DNI. Una vez en la habitación,
dejé a Misifú en el suelo y le di más leche. Me di una ducha, pues no tenían
bañera, y volví a ponerme la misma ropa. Fumé un peta para entrar en calor y me
pasé toda la santa tarde viendo la televisión, totalmente aburrido. No quise
fumar más por si me ponía igual de mal que ayer, así que me contuve. Tenía
miedo de estar por la calle de día, de verdad, no me haría gracia que me
pillaran. Me tomé los dos medicamentos, y por veces dormité sobre la almohada,
aunque el sonido de la televisión me despertaba a menudo.
A eso de las diez de la noche, me fui del hotel. Era
sábado y no lo iba a desaprovechar ahí encerrado ni de coña. Dejé a Misifú envuelta
en el edredón con bastante leche cerca para que se alimentara si quería, y me
fui tan campante.
Cené pollo con patatas en un Burger. Nunca como
hamburguesas desde hace como siete años. Antes me encantaban, pero en una
excursión, comí una con huevo, queso y bacon que me sentó terriblemente mal,
estuve días vomitando bastante enfermo, y de verdad que no puedo ni ver a
alguien comiendo una maldita hamburguesa sin que me entren las ganas de
vomitar.
En la calle hacía un frío terrible, no sabía a dónde
ir hasta que recordé la quedada con el tal Joachim ese, me agradó un montón la
idea. Quería ir a un pub, beber y desconectar de todo. Me subí a uno de los
taxis que estaban frente al hostal. Un hombre de mediana edad estaba en los
asientos traseros. Saqué el papel semi arrugado del bolsillo, intentado leer el
nombre del local. El taxista estaba parado, y me miraba a través del espejo
retrovisor a la espera de que le diera una dirección. Me veía confuso al leer
las palabras, pero el tío en ningún momento encendió la luz esa que hay en el
techo ni nada, solo me miraba con cara de enfado, deseando que me diera prisa.
-
No
puedo leer bien el lugar… ¿puede ser que haya cerca de aquí una discoteca o
algo que se llame Suc…be… har…, o algo así? –pronuncié el nombre en varias
sílabas, ya que no estaba seguro.
-
Así
es, muchacho, ¿te llevo ahí, no? –inquirió con una sonrisa degenerada y notable
que yo no comprendí.
-
Sí,
por favor. –me limité a decir. Solo esperaba que no fuera un psicópata, de
veras.
-
Te lo
pasarás bien, muy bien… hay mucho ambiente, aunque no me pareces de esos. –dijo
y soltó una sonora carcajada mientras conducía, guiñándole un ojo al hombre que
estaba a mi lado.
-
¿De
esos? –pregunté. Soy un estúpido, de verdad, desde que estaba en Detroit no
entendía una jodida palabra. La gente hablaba y yo no entendía.
Pero él no dijo nada, solo rio de nuevo negando con
vehemencia con aires joviales y divertidos, y yo no quise darle más vueltas al
tema. En aquel momento deseaba que toda la puñetera ciudad fuera muda, sorda y
ciega y así me dejarían en paz de una vez.
-
Eh,
¿cómo te llamas? –inquirió el hombre que estaba a mi lado, dándome un leve
toque en el muslo. Tenía un claro acento francés, posiblemente de Canadá.
-
John,
¿y usted? –mentí. Estaba harto de que todo el mundo me preguntara mi nombre
para después llamarme “muchacho”.
-
Puedes
llamarme señor. –dijo. Arqueé una
ceja mirándolo en silencio y volví mi vista al frente. No sé quién se creía que
era, la verdad. Aquello parecía una jodida película.- ¿entendido? –preguntó
alzando un poco más la voz.
-
Sí.
Sí, señor. –murmuré despistado, pues
no pensaba que fuera a hablar más. Quería que se callara de una vez, así que me
puse a mirar por la ventanilla haciéndole entender que no me apetecía continuar
aquella estúpida conversación.
-
No te
veo muy hablador, niño –dijo con gracia, con retintín y todo eso.
-
No lo
soy, lo siento.
-
No
está bien eso en un chico como tú. Yo si tuviera tu edad me comería el mundo,
¿sabes?
-
Hace
un día de perros, ¿no cree? –dije para sacarle una puñetera conversación, sino
no se callaría.
-
Dime,
¿qué te trae aquí? –dijo. Ignoró completamente mi pregunta, supongo que hablar
del tiempo también le parecía ridículo.
-
Voy a
ver a un amigo, ya sabe, esas cosas –encogí los hombros y le dediqué una
pequeña sonrisa. En aquel momento me sentí muy avergonzado por no tener mi
pelo, era como si no tuviera identidad o algo.
-
¿A un
amigo? Vaya… si quieres tomar una copa, estaré en los sillones del fondo,
pareces un buen chico.
-
Lo
tendré en cuenta, señor. –dije
intentando parecer cordial y esas pamplinas.
Los siguientes minutos transcurrieron en silencio, y
el taxi se paró en la puerta de una grandísima discoteca con miles de letras
brillantes y un montón de tíos fuera. Pagué mi viaje y salí de allí apurándome
hacia la entrada, sin fijar mucho la vista en nadie, no estaba de mucho humor,
no sé por qué. Prendí un cigarro y me acerqué a una cabina para llamar al tal
Joachim ese, pero antes de que terminara de marcar el número, él me dio varios
toquecitos en el hombro. Me giré, saludándolo con la cabeza, como si yo fuera
un chulo de barrio malote, o algo. Me salió así.
-
¡Kyle!
¡Cómo me alegra que hayas podido venir, de verdad, en serio, estoy muy contento!
–exclamó con una alegría impropia, teniendo en cuenta que a penas nos
conocíamos. Me dio dos besos, pasándome el brazo por el hombro y caminó hacia la
entrada. Yo no dije nada. El guardia iba a pedirme el DNI, como es normal, pero
Joa le dijo que era su amigo, que hiciera la vista gorda, y nos dejó entrar
después de sellarnos la mano-. Dime, ¿qué quieres beber?
-
Hm…
–lo tuve que pensar unos segundos, hacía mucho que no bebía alcohol y no estaba
seguro de qué me apetecía-. Vodka con lima –dije finalmente.
Él se acercó a la barra, tendió al camarero dos
tickets gratuitos y pidió las bebidas. Cogí la mía y bebí la mitad de un gran
trago, estaba sediento y era un alcohol exquisito. Joa meneaba la cadera con
cierta maestría por el centro del local sin soltar mi mano, y yo me movía con
más torpeza sin hacerle ni puñetero caso, solo centrado en beber y olvidar.
Llevaba ya tres copas cuando me dejé caer en uno de
los sofás laterales, relajado y cómodo. Observaba el ambiente en busca de
alguna fémina a la que seducir, pero no encontraba ninguna, solo tíos, y más
tíos. No le di importancia tampoco. En los lugares de ligar siempre suele haber
más chicos que chicas, así que suponía que estarían esparcidas por el final.
Joachim se tumbó a mi lado, como si le pesara hasta el alma y me agarró la
mano. Sonreía mucho. No paraba de sonreír. Me ponía nervioso.
-
Dime,
¿qué te parece el sitio, K? –preguntó con voz suave sobre mi oído.
-
No
está mal –encogí los hombros terminándome la cuarta copa de un trago, con la
vista clavada en el frente.
Cuando me quise dar cuenta, el moreno muchacho se
había abalanzado hacia mi, y me besaba con ganas, con pasión, con fiereza,
mientras desgarraba mis labios y entrelazaba mi lengua con la propia masajeando
mi paquete, gustoso. Lo primero que pensé era que era otro prostituto, después
me dije a mí mismo que sólo buscaba violarme. Estaba acojonado. Aun así, le
seguí un poco el beso, por miedo de que se fuera a enfadar o algo, ya que me
había invitado a cuatro copas y sentía que debía compensárselo de alguna manera.
Nunca me había besado con un tío, pero la verdad es que no era tan asqueroso
como mi padre lo pintaba, era igual que con una tía, no sentí repelús ni nada,
pero me faltaban unos buenos pechos que manosear con descaro, así que me aparté
levantándome al momento a ceño fruncido, negando varias veces.
-
Voy a
baño –me apresuré a decir sin ni mirarlo.
Apuesto a que tenía la cara roja por vergüenza.
Necesitaba despejarme, y pensar en la estupidez que acababa de hacer. Y también
mear. Busqué por la gran explanada los baños, hasta que di con un par de
puertas pegadas y supuse que eran ahí. Abrí una de ellas, prendí la luz y me
metí en uno de los cubículos. Meé tranquilo y me senté en el suelo unos
segundos, clavando la vista en la pared. No tenía ganas de salir de allí,
quería relajarme. El alcohol había hecho mella en mí, por lo que ya estaba un
poco tontito. Aburrido, recordé la bolsita de cocaína que Dangerous me había
dado, así que la saqué del bolsillo y eché todo en la tapa del WC. La troceé
con el DNI hasta hacer dos finas y desigualadas rayas. Doblé varias veces un
billete de cincuenta dólares y las esnifé con rapidez, sin pensar siquiera en
lo que estaba haciendo. Nunca había probado la coca, pero sí había visto como
se hacía. Guardé todo de nuevo, y pasados un par de minutos me levanté del
suelo. Un sabor amargo comenzó a bajar por mi garganta y sentía la necesidad de
escupirlo, pero no podía, era como si ese agrio sabor formara parte de mí, y no
había manera de extirparlo. Caía un moquillo incómodo de mi nariz. Con rapidez,
mi corazón emprendió un viaje mayor y empecé a sentirme acelerado, nervioso,
eufórico. Necesitaba correr, saltar y chillar, aquel cuarto se achicaba ante mí
y sentía que me quedaría atrapado si no ponía de mi parte.
Al salir, me confundí de puerta, y sin comerlo ni
beberlo estaba en el cuarto de contadores, o eso pensaba yo. Caminé a tientas
en busca de la salida hasta que choqué con una pierna y caí de rodillas al
suelo. Volví a asustarme. Creí que era un cadáver o algo. Sé que me asusto un
montón, pero eso es culpa de las pelis de terror que veo con Kurtis.
Palpé el suelo, intentando levantarme, pero unas manos
agarraron mi cadera empujándome hacia atrás, atrapándome.
-
¡Eh!
¡Déjame! –solo pude chillar eso. No sabía si trataba con un hombre, una mujer o
un muerto. Fuera lo que fuera, yo le hablaba.
-
Vamos,
disfruta, tienes una buena figura… jiji –susurró un tío en mi oído y comenzó a
mordisquearme el lóbulo, mientras seguía agarrándome del costado, sin dejar que
me levantara.
-
¡Déjame,
joder, maldito degenerado, déjame en paz ya! –grité como si me fuera la vida en
ello. No fue por mal ni nada, pero obviamente pensé que iba a violarme y la
cocaína alteraba mis sentidos.
-
Y
además el chico tiene carácter…. Cómo me gusta eso… –seguía hablando con
paciencia solo para mí. Agarró mi cabeza y la estampó contra su propia
entrepierna. Ahí sentí que su miembro estaba fuera, casi encima de mi boca.
-
¿Qué
coño…? –escupí al momento empujándolo hacia atrás, poniendo todo mi empeño en
levantarme, pero el hombre aquel tenía una fuerza sobrenatural-. ¡Suéltame ya,
hijo de puta, cabrón!
-
¡Oye!
¿Pero tú quién te has creído, mocoso? –bramó y él mismo se levantó agarrándome
del brazo con fuerza.
No sé en qué jodido momento se subió los pantalones,
pero en un par de zancadas, salimos de aquella sudorosa y cerrada sala, aunque
él no me soltaba. Me llevó a rastras hacia la salida y allí me dio un empujón
en el hombro mirándome fijamente. No había podido verlo antes, pero
efectivamente era un armario empotrado. No caí al suelo gracias a la pared que
había detrás, estaba acojonado, no debí de haber dicho eso.
-
¡Venga,
dímelo a la cara, puto niñato! –siguió berreando con su cara pegada a la mía-.
¿Qué pasa, te crees muy guapo para no chuparle la polla a un tío como yo, o
qué? Vamos, contesta.
-
No…
pero yo… no… –tartamudeé.
El señor del
taxi apareció al momento, apartó a aquel hombre de un manotazo y me atrajo
hacia él sin ni mirarme.
-
Déjalo
ya, Stefan, ¿no ves que es un crío? –dijo con firmeza el señor.
-
¿Y
para qué coño se mete en un cuarto oscuro?
¿Para que le contemos un cuento? ¡Anda ya! No me joda, señor, llevo muy mala noche –respondió histérico perdido, pateó una
lata de cola que había en el suelo y volvió a meterse en la gran discoteca
apartando a empujones a todo aquel que tenía la osadía que interponerse en su
camino.
Me sentía repleto de energía. Un sudor frío y desagradable
bajaba por mi espalada y frente, como si tuviera fiebre. Me apetecía comenzar
una batalla campal con todos aquellos tíos que había fuera. Pronto comprendí
que se trataba de una discoteca de ambiente, sí. De ambiente gay. ¿Por qué
cojones nadie me dice esas cosas? ¿Por qué el tal Joachim ese no me lo avisó
antes? ¿Por qué? Díganmelo.
Les juro que hay cosas que me molestan de verdad, y
una de ellas es cuando alguien hace algo a mis espaldas. Por ejemplo, si yo
estoy en un grupo de lengua y deciden modificar el trabajo, cambiar el día, o
privatizar algunos datos y no me lo dicen, me entra la rabia no sé por qué, si
yo estoy incluido en un grupo, lo normal sería que contaran conmigo para las
cosas, y me las consultaran de vez en cuando, pero no sé por qué todo el mundo
lo hace todo a mis espaldas, además les aseguraría que lo hacen con una sonrisa
en la cara pensando que no me enteraré. Y créanme que sería más feliz si no me enterara,
pero al final no sé cómo, pero termino enterándome de todo, y me como el coco
durante días, supongo que es así, soy un cabeza hueca, y no todo tiene que
girar a mí alrededor, pero me fastidia enormemente.
El señor
aquel no dijo nada. Ni siquiera me miró. Caminó hacia uno de los taxis que
había en la entrada, y subió sin soltarme, así que yo me subí también.
Pronunció el nombre de una calle que ahora mismo no recuerdo, con una voz
grave, ronca y sumamente elegante, manteniendo el silencio todo el camino. Si
les soy sincero, ya no desconfié. Es decir, podrían haberme matado, violado,
descuartizado y secuestrado ya en tantas ocasiones, que empezaba a
acostumbrarme a vivir al límite. Solo deseaba con fuerza irme a mi casa.
Pasó más de media hora antes de que nos bajáramos.
Continuaba sin mirarme, ni nada, pero sentía que debía seguirle, no sé, una
intuición o algo de eso. Abrió el portal del edificio que chirrió de mala
manera y se apartó para que yo también entrara. Subimos en ascensor hasta el
piso 11. Yo le miraba con atención queriendo que hablara, que me dijera algo,
su nombre al menos. Pero él hacía como si no me hubiera visto en la vida.
Estaba muy nervioso. Asustado no, nervioso.
-
Dime,
¿por qué te has metido en un cuarto
oscuro? –preguntó sin más, entrando en el apartamento.
-
No lo
sé. –dije.
-
Esa no
es una respuesta. Cuando pregunto debes responder correctamente. –me espetó sin
más, mientras dejaba su abrigo en la entrada y me señalaba el salón.
-
No
sabía que era un cuarto oscuro de esos…
de verdad. –murmuré dejando mi mochila a un lado, caminando tímidamente hacia
el salón, tomando asiento en uno de los sofás.
-
No te
he dado permiso para sentarte. –volvió a decir de manera adusta y me levantó en
un leve tirón, sentándose en el hueco que había dejado libre. Llevaba una copa
con hielo entre las manos. Y nada para mí.
-
Perdón,
señor. –me disculpé levantándome
al momento. Estaba en estado de shock.
En cualquier otro momento, me hubiera largado, pero sin embargo, no sabía si
por el efecto de las drogas, o por mi propio pie, ahí estaba.
Guardó silencio alrededor de diez minutos mientras
bebía con relajación con las piernas cruzadas con finura. Era un hombre mayor,
pero atractivo y esas cosas. Con pelo y sin arrugas. No creo que yo llegue así
a su edad, de veras. Moriré antes de los veinte, estoy seguro. Yo miraba toda
la habitación con curiosidad, estaba hiperactivo perdido, me movía en pequeños
círculos y pasaba mi peso de un pie a otro a la espera de que dijera algo.
-
Dime,
¿por qué te has metido en un cuarto
oscuro? –repitió clavando su vista en la mía.
-
Ya se
lo he dicho.
-
Pues
me lo dices otra vez. Vamos. –dijo.
-
No
sabía que era un maldito cuarto oscuro, joder. –respondí ciertamente enfadado.
Me imponía respeto. Me ponía nervioso.
-
Ese
“joder” sobra. Retíralo y siéntate. –se limitó a decir.
-
Lo
retiro. –musité con desgana, porque soy muy orgulloso, y me senté a su lado,
clavando la vista en la pared, frotándome las manos empapadas en sudor.
Volvió a callarse. Era una situación absurda. No sabía
cómo me sentía, ni nada. Estaba incómodo allí. Era como una partida de ajedrez
y yo solo esperaba que él moviera ficha.
-
¿Qué
te has tomado? –preguntó.
-
Alcohol
–aseguré.
-
No –declaró
antes de beberse la copa de un corto trago y se levantó mirándome fijamente-.
No me gustan las mentiras. Si piensas volver a decir una mentira, lárgate por
donde has venido.
-
También
coca, señor –seguí hablando en un
tono bastante bajo. En ninguna ocasión hubiera consentido que un tío me tratara
así sin conocerme. Pero sin embargo, no quería irme.
-
¿Qué
cojones hace un niño como tú solo en esta ciudad?
-
Me
escapé de un internado –dije. Soy un demente. No sé por qué ahora no me salía
mentir, solo decir verdades como puños.
-
¿Y no
te da vergüenza? –inquirió apoyándose en la pared, con las manos en los
bolsillos. Estaba tranquilo, ni siquiera pareció afectarle o preocuparle mi
respuesta de ninguna manera.
-
Sí, señor. –afirmé sincero. Era extraño. Es
decir, en ningún momento me había sentido avergonzado por haberme escapado, y
sin embargo, pensar que él creía que debía avergonzarme, me avergonzaba al
momento.
-
Muy
bien. –siseó.
Yo no dije nada, más que nada porque no sabía qué
decir. Tenía una tensión encima terrible, y estaba empapado en sudor, como si
fuera mi deber en el mundo causarle buena imagen. No sé en qué jodido momento
empecé a sentirme excitado, estaba repleto de erotismo, y solo por tener la
vista clavada en aquellas cortinas color beige. Mi mano se paseó con disimulo
por mi cadera hasta mi entrepierna y comencé a acariciarme con cuidado, como si
temiera ser visto. Mi sexo tampoco dudó en hacerse notar de manera abultada
entre aquellos ajustados pantalones pitillo que maldecía haberme puesto. Él
volvió al sofá y ocupó su asiento de nuevo.
-
¿La
tienes dura? –preguntó como si no fuera ya obvio y comenzó a acariciarme
también, pero quizás con más encono.
-
Un… un
poco… –titubeé sin apartarle, ni dejar mi tarea a un lado. Estaba cachondísimo.
-
¿Por
qué? –preguntó.
-
Porque…
–intenté pensar una respuesta. Ya sabía que no le valían los “no sé”. Pero es
que tampoco lo sabía yo.
No pareció molesto porque no supiera qué decirle.
Atrajo mi cuerpo al suyo y comenzó a besarme con anhelo. Sentía su lengua en mi
campanilla, de veras. Estaba muy caliente, me ponía aquel hombre, me ponía
muchísimo. Sí, sé que podría ser mi padre, pero como digo siempre: no lo es. Le
seguí el beso como pude, su ritmo era veloz y yo me quedaba atrás. Cuando creí
haberle cogido la marcha, se apartó y llevó mi cabeza a su entrepierna. Oh,
Dios. Les juro por mi vida que en cualquier otro momento hubiera vuelto a
escupir y me hubiera largado indignadísimo. Pero no lo hice. Ni quería hacerlo.
Agarré su sexo con mi boca y comencé a lamerlo como si se trata de un chupa-chups
o algo, en un principio me entraron arcadas, pero en verdad no estaba tan mal.
No sabía si era por la cocaína, pero me excitaba a horrores aquello.
Finalmente, el Señor, agarró mi cabeza y nuevamente llevó el ritmo, yo me dejé
hacer. A veces moría por apartarme, porque sentía que me asfixiaba, pero sin
embargo ya poseía una erección notable. Seguí masturbando su miembro con mi propia
boca un tiempo. No sé exactamente cuánto tiempo pasó, pero a mí se me hizo
eterno. A veces me restregaba con disimulo contra el sofá para saciar mi
erección, pero no era suficiente.
El tío era un dominante de
primeras. Y yo, pedante como soy, comenzaba a pensar si realmente sería un
sumiso sadomasoquista gay, o algo de eso.
Tampoco se crean que sucedió
nada del otro mundo.
Yo seguía masturbando su pene
con mi boca, casi asfixiado ya, pero sin querer irme. Él me sacó la ropa a
tirones, como si sobrara cualquier mínima prenda interponiéndose entre mi piel
y la suya. Me colgó en su hombro, en una postura muy extraña, porque estaba a
milímetros de parecer una novia en su luna de miel, o un mono ahí colgado. El
Señor caminó a tientas por el estrecho pasillo y me dejó caer en una cama
grande, de matrimonio, y muy cómoda. Mi excitación no hacía más que subir, por
una parte tenía miedo de que me fuera a secuestrar o algo, claro, pero no sé si
por el efecto de la coca o por el notable sex-appeal del Señor, ahí estaba yo,
mirándolo con una cara de embobado, más empalmado que nunca, perlado en sudor,
muriéndome porque moviera ficha de una maldita vez. No vi el momento, pero él
también se desnudó. Comenzó a besarme de nuevo con ganas, devorando mi boca,
arañando mi espalda, marcando mi cuello… Yo creía que me iba a morir de placer.
De verdad que en mi vida me había sentido tan terriblemente excitado y morboso como entonces. Me ponía a
mil aquella posesividad con la que actuaba, me imponía respeto mirarlo, me
excitaba con una mísera caricia. En aquel momento me planteé seriamente mi
sexualidad, y aunque actualmente me niego a volver a pensar en ello, tengo
dudas.
Masturbaba mi sexo con ganas,
con una practica terrible. Mucho mejor que yo a mí mismo, o que la prostituta
aquella, mucho mejor que Erica la de los lavabos y todas mis exs juntas. Era un
maestro del sexo. Era un Dios en potencia y yo me dejaba hacer encantado como
un buen aprendiz. Él no dejaba de mirarme fijamente y a mí su mirada me
estimulaba más si cabe. Me gustaba mirarle, pero disfrutaba tanto que mis ojos
se iban entrecerrando paulatinamente como en el sueño más profundo.
A punto de cerrar los ojos
del todo, y dejarme hacer, sentí como dos pinzas presionaban mis pezones y abrí
del todo los ojos. Él para acallarme volvió a besarme sin descuidar su tarea en
ningún momento. Me removí unos segundos, incómodo, sintiendo un ligero escozor.
Cuánto más placer sentía abajo, más se endurecían mis pezones, más apretaban
las pinzas, más seducido estaba. Era un círculo vicioso, y tan vicioso. Un
bucle infinito que esperaba que no tuviera fin. No hice hincapié en
quitármelas, era un placer doloroso, pero a fin de cuentas: placer. El Señor
alzó su cuerpo, dejando que nuestros sexos se rozaran y esposó una de mis manos
al cabecero de la cama. Yo no dije nada, todo lo que hacía me ponía más
cachondo. No cabe decir, que si en algún momento me hubiera sentido mínimamente
incómodo, me hubiera largado, pero no era el caso. En aquel momento no pensé
con certeza lo que estaba haciendo, sino seguramente se me hubiera bajado la
erección. Mi cara era todo un poema, tiendo a tener la piel bastante pálida, y
tenía la cara rojiza, sintiendo como gotas de sudor recaían por mi cabeza
rapada, mi boca estaba semi abierta, completamente entregado a todas las veces
que quisiera besarme. Era un juego provocativo y tentador del que yo hasta el
momento solo entendía de oídas. Volvió a besarme y siguió con la masturbación
rozando un par de dedos por mi trasero lo que me puso todos los pelos del
cuerpo de punta.
-
Eres un
mariconazo de mierda –me espetó sin más, con una voz sexy y morbosa, muy
diferente a molesta.
-
No, no lo soy… –susurré
ciertamente inquieto.
-
Sí, sí lo eres.
¿Qué eres? –inquirió.
-
Bueno… en todo
caso… podría ser bisexual –susurré avergonzado, evitando mirarlo, mientras él
continuaba su tarea.
-
¿Qué eres, niño?
-
O bueno… quizás
gay –dije, porque en ese momento tenía dudas.
-
No –susurró con
voz tajante y mordió mi pezón haciendo que se me escaparan suaves jadeos-. ¿Qué
eres?
-
Bueno, seré eso… –musité.
-
Dilo. Tres, dos… –comenzó
una marcha atrás mientras uno de sus dedos se introducían en mi trasero, y
después el siguiente. Yo no sabía a qué estar atento, eran muchas sensaciones a
la vez.
-
Un mariconazo de
mierda –dije muy bajito, como si temiera ser oído.
-
Muy bien –aseguró
orgulloso.
Mi brazo derecho estaba
estirado, colgando del cabecero, esposado. Él retomó una senda de suaves besos
por mis labios y yo poco a poco aprendía su manera de moverse y se los seguía
con mayor facilidad. Tampoco hacía nada, solo me dejaba hacer. Supongo que
pensarán que en esto del sexo soy un tipo bastante egoísta porque me dejo hacer
y no muevo un dedo. Pero tampoco es eso, jo.
Volví a entrecerrar los ojos,
centrándome en correrme y disfrutar al máximo, pensando que ya no le quedarían
más ideas morbosas que realizar, me parecía imposible que pudiera tener más,
aquello ya se desorbitaba de cualquier realidad pensada por mí. Pero me
equivocaba, y una vez más, el Señor tenía otro as en la manga. Continuó dilatando
mi trasero, y yo me removía. A veces por dolor y otras por placer. Pronto sentí
como el látex, seguramente proveniente de un condón rozaba mi ano y me eché
hacia atrás negando. Estaba ciertamente borracho, y la coca no se había ido,
pero no iba lo suficientemente colocado como para no sentir escozor. Había algo
húmedo, seguramente lubricante, pero no se lo puedo asegurar.
Sacó un pequeño bote de
cristal marrón a rosca y me incitó a que inhalara. Lo hice. Era Popper, había
escuchado hablar de esa droga muchas veces, un afrodisíaco tremendo, un
vasodilatador coronario líquido, con un fuerte olor característico. Como ven,
soy un tarado, y a pesar de todos los avisos de todo el mundo, yo nunca me
niego a probar cualquier tipo de droga. Él
hizo lo mismo.
-
Dime, ¿lo has
probado alguna vez, niño? –preguntó
Yo solo negué. No me salían
las palabras. De repente, mi corazón iba a 200 por hora, mi cuerpo se había
hinchado como un pez globo y sólo buscaba sus labios, sólo buscaba placer.
Estaba histérico. Dilató varios segundos más mi trasero y sin perder el tiempo,
me penetró con cierta delicadeza aunque sin perder para nada el ritmo. Solté un
grito que se debió de haber escuchado en todo el edificio y un par de lágrimas
recayeron por mis mejillas. Escuché algunas frases, pero no sé decirles qué
decían. Estaba absorto como en una realidad paralela, y aunque sentía un dolor
terrible no cesaba de moverme. Me ahogaba si no gritaba, necesitaba descargar
toda esa adrenalina. Sentía el pecho oprimido, estaba mareado, creí que iba a
perder la consciencia. Nuestros cuerpos se fundieron en uno solo. Pasé mis
piernas por encima de sus hombros y él continuó haciéndome el amor. No se crean
que follábamos, no. Puede sonarles estúpido, pero pese a la agresividad
impuesta en aquel polvo, me sentí sumamente querido, colmado de caricias y
besos, y por eso digo, que no follamos, hicimos el amor.
Pasaron unos minutos más
masturbándome, besándome, lamiéndome, mordiéndome, haciéndome literalmente suyo
hasta que me corrí. Y él tampoco tardó demasiado. Estaba abrumado, dolorido,
incómodo, activo, acalorado, eufórico, cachondo, desfallecido… solté una sonora
carcajada de loco, me provocaba risa aquello y él me correspondió con una
sonrisa divertida.
A diferencia de con la coca,
o demás drogas que había probado, el efecto no duró demasiado. Pronto comencé a
sentir fiebre, un dolor de cabeza terrible, sentía que me iba a explotar el
cerebro. Mi respiración era entrecortada. Me sacó las pinzas pasándome la
lengua por los pezones, como si su saliva fuera curativa, abrió las esposas y
se dejó caer a mi lado. No tardé en dormirme. Estaba agotado. Lo miré unos
segundos con sonrisa atontada, haciéndole creer que no me dolía tantísimo la
mente al pensar y caí entre los brazos de Morfeo.
A eso de las tres de la
tarde, el Sol impactó sobre mi rostro e hizo que obviamente me despertara. Me
removí unos segundos buscándolo, pero ya no estaba. Solté un bufido y me froté
con fuerza la cabeza, arañándome con suavidad las mejillas. Tardé al menos
media hora en prender la luz, me incorporé costosamente recordando poco a poco
lo que había sucedido anoche y miré de reojo las esposas que todavía yacían
sobre el colchón. Al incorporarme, solté un gemido adolorido y un par de
lágrimas casi recaen sobre mi cara de nuevo. Tenía un dolor importante en el trasero.
Me levanté con cuidado e
intenté ver mi trasero, pero no vi ninguna anomalía. El dolorcillo era
interior, y tampoco sangraba ni nada. No me molesté en vestirme, hacía calor en
aquella casa, o era yo el que lo tenía. Busqué por cada habitación al Señor,
pero no lo encontré, y debo reconocer que eso me inquietó de manera
sobrenatural. Por último, en la cocina, había un papel al lado de una taza de
leche, galletas, cereales, y todas esas cosas.
“Niño, he salido a comprar unas cosas. Tienes aquí el
desayuno, y en la mesita de noche te he dejado veinte dólares para el taxi.
Vuelve a tu casa y no hagas más tonterías, deben estar preocupados por ti. Sé
un hombre, échale cojones y haz las cosas correctamente. La vida no se trata de
huir, sino de afrontar los retos. Cuando vuelva no quiero verte aquí, date una
ducha si quieres y lárgate por donde has venido. Espero que te haya quedado un
buen sabor de boca de lo de anoche y disfrutaras al menos tanto como yo. Eres
un buen chico. Espero que me hagas caso, no me gustaría volver a verte en
Sucbehar nunca más, ese no es tu sitio. Si algún día vuelves por Detroit, no
dudes en avisarme y te invitaré a tomar algo. Ahora vete, mariconazo de mierda
y que no se te ocurra prender un solo cigarro en mi casa. Un besote.”
Una firma y su número de
teléfono acompañaban la nota. Tenía una letra estupenda, muy fina y legible, no
como la mía. Me entraron ganas de llorar, sentía pena. No sabía si era porque
no me apetecía irme, o si realmente creía que él llevaba razón y lo mejor sería
irme a mi casa. De todas maneras, le hice caso. Me bebí el vaso de leche y me
di una ducha rápida por si acaso volvía pronto, me vestí la ropa del día
anterior y cogí mis cosas. No quise el dinero, yo no era ningún prostituto, y
aunque sé que él no pensaba que lo era, me sentía sucio aceptándolo.
“Gracias por lo de anoche. No sé qué palabras lo
definen, pero tenga por seguro que me acordaré siempre. Me siento extraño y
diferente. Aun así, gracias por todo, espero que le vaya bien. Dudo que vuelva
por aquí, pero si eso ocurre, descuide que le avisaré.
Atentamente,
Mariconazo de mierda.”
Eso le respondí con la mejor
caligrafía que pude. Cogí mis cosas y me fui sin más.