Estuve a punto de cometer la
gran errata de raparme tan pronto como llegué a la habitación, incluso tenía
ganas, supongo que porque era una experiencia nueva para mí, y todo eso, pero
no lo hice. A la mañana siguiente tenía clase y supongo que daría demasiado el
cante. Lo bueno que tenía Arthur es que nunca se chivaba de nada que no fuera
con él, así que estaba tranquilo, aún a sabiendas de que él lo había oído todo.
Es más, seguramente deseaba que mi plan fuera a la perfección y perderme por
fin de vista. Cosa que no te hace sentir precisamente querido, no les voy a
engañar. Cogí mi mochila de escalador, una en la que te cabe hasta un televisor
enorme dentro, que usé en Enero cuando fuimos a la nieve el año pasado de
excursión con el colegio. Es bastante fea a ser sinceros, y con ella parezco un
cretino, pero no me importaba, necesitaba llevarme la mayoría de mis
pertenencias y una maleta hubiera sido demasiado cantosa para pasar solo una
supuesta tarde en el centro. Arthur, continuaba ensimismado en su lectura,
¿cuántos malditos libros puede leerse una persona en un día? Pregúntenselo a él.
Yo ninguno.
Abrí mi macuto y lo vacié.
Estaba lleno de tickets de comida basura, restos de marihuana esparcida por el
fondo, un par de cigarros aplastados y algunas dedicatorias que me hicieron los
muchachos de Washington en aquella excursión. Eran así de refinados. Me entró
nostalgia y me di cuenta de que no me llevaba ningún recuerdo de Detroit. Ya
era tarde.
Al principio, pensé que sería
un bolso muy pequeño en el que llevar todos
mis bienes, pero después me di cuenta de que me sobraba demasiado espacio así
que cogí la mochila azul, de la marca Quicksilver, que era mucho más reducida y
estaba llena de pintadas a causa de mi aburrimiento. Ese es un problema que
tengo con las mochilas, cada año me compran una nueva, pero en Junio parece que
tiene al menos cinco años. Soy un desastre.
Cogí mis ahorros y los conté,
tenía trescientos pavos, no estaba nada mal para un capricho, pero para
sobrevivir indefinidamente en una
ciudad en la que no conoces a nadie era una vulgar mierda, así que sin que me
viera, abrí con disimulo el compartimento de Arthur y saqué su sobre de dinero, metiéndolo
estratégicamente en mi mochila sin ni mirar dentro.
No se confundan, no soy un
ladrón, pero él se lo tenía merecido, por su culpa yo me encontraba en aquella
situación y soy un tipo bastante rencoroso. O eso me dijeron hace seis años. Embutí
un par de mudas limpias encima del dinero y el cargador de Apple. También cogí
las cartas de mi abuelo, algunas fotografías que tenía por allí y un gorro de
lana color gris claro con un gran pompón arriba, que tenía a juego con mi mejor
amigo, Kurt Acker. Kurt, es el mejor tío que conozco, de veras, deberían
conocerlo. Tiene mi misma edad y nos conocemos desde el jardín de infancia. Es
bastante atractivo, aunque no suele sacarse demasiado partido, creo que en su
vida cogió un peine el muy guarro, y por eso su cabello marrón recae desordenado
en greñas por su cabeza. Una vez que te acostumbras, te da igual, pero al
principio crees que es un vagabundo. Tiene un estilo propio ciertamente ridículo,
yo me río mucho de él y él de mí. Físicamente, es bastante parecido al cantante
Chris Drew de joven, solo que sin tantos tatuajes y más bajito, aún no ha dado
el estirón el muchacho, pero yo sí. Hasta los trece años fui el más bajito de
mi promoción con diferencia, y se solían burlar bastante de mí por eso, aunque
después di el estirón, y ahora soy un tío bastante alto, aunque no tanto como
mi padre o mi abuelo, que casi rondan el metro noventa. Espero ser así de
mayor, cogí un trauma importante con la altura y no me quiero quedar pequeño.
Dejando atrás su físico,
Kurt, es bastante estúpido y alocado y debe de ser por eso que nos entendemos
tan sumamente bien. Recuerdo que el año pasado, nos pasábamos todo el día en
las vías del tren que pasa por Paddington, fumando porros y bebiendo cerveza,
como dos chicos grandes que no éramos. Habíamos aprendido un juego en la peli
“El bola” de Achero Mañas, y quince minutos después de ver la película,
estábamos de camino a las vías dispuestos a jugar. Ambos somos demasiado
competitivos y eso empeoró un poco nuestra amistad con el paso de los años.
El juego en sí, consistía en
colocar una botella de plástico vacía en medio de las vías, y cuando el tren se
estuviera acercando demasiado, salir corriendo a cogerla, atravesando la vía, dejando
que el principio del ferrocarril te rozara el cuerpo casi por milésimas, y es que si no eras lo
suficientemente rápido podías palmarla. Ahora, claramente, veo que ese era un
juego de cretinos, pero nos proporcionó horas y horas de diversión, tensión y
fríos sudores en la frente. Gracias a Dios nunca nos pasó nada grave, solo una
vez, al correr tanto, después de salir de la vía, Kurt cayó al suelo con fuerza
y se rompió el brazo. Es un torpe el tío, yo siempre le digo que tiene las manos
de mantequilla.
El gorro de lana en sí, lo
habíamos comprado en una tienda de bisutería en Bristol el verano pasado y a mí
me daba suerte. Sí, sé que estoy un poco obsesionado con los objetos de la
suerte, pero cuando tienes tantas horas al día para pensar, acabas creyendo en
ella ciegamente.
En Dios, no estoy seguro si
creo o no, la verdad. Mi familia es cristiana y solemos levantarnos bastante
temprano los domingos para ir a misa. De pequeño, me lo tragaba todo e
intentaba no hacer nada perjudicial para los demás por temor a ir al infierno,
pero ahora todas esas cosas me resultan gilipolleces. Sinceramente, creo que si
ahí arriba verdaderamente hay un Dios, él no se mete en este tipo de cosas,
quiero creer que se fija más en los terroristas o violadores que en mí. No creo
que le importe que ustedes sean ingleses, españoles o alemanes, ni siquiera si
les gustan los hombres o las mujeres, si ahí arriba hay un Dios de verdad, le
dará exactamente igual si pierden la virginidad antes del matrimonio o tienen
hijos por doquier, solo querrá que todos seamos felices a nuestra manera, y si
la manera es ser unos cazurros, pues que así sea. Amén.
Me he ganado bastantes
problemas a lo largo de mi vida por culpa de estas ideas, pero yo no las veo
tan malas, y no me suelo fiar de lo que me dicen los demás, mi manera de creer
es ésta, y punto. Si algún día tengo hijos, –cosa que veo poco probable ahora
mismo-, pienso inculcarles mis ideales, pero si ellos deciden ser ateos o unos
devotos natos los respetaré, cada quién es libre. Un estúpido de Washington me
llamó anarquista por ello, ¡qué poco sabía de la vida ese muchacho! Me daba
cierta pena.
No creía que me quedara nada
por guardar, así que tras fumarme cautelosamente un cigarro colgado de las
rejas de la ventana, me metí en la cama y apagué la luz, sin importarme si mi
compañero todavía estaba leyendo. Butler, entró a los pocos minutos y lo mandó
acostarse, ya era tarde.
La mañana siguiente no pasó
nada interesante. Odiaba la monotonía así, necesitaba una vida llena de
emociones que Detroit no me proporcionaba y por eso estaba dispuesto a cambiar
de aires. Comimos una especie de sopa de marisco con carne asada de segundo
plato, temía echar de menos esas repugnantes comidas, aunque lo veía poco probable, nunca se sabe.
Aproveché el tiempo antes de
irme, no quería ir al patio, no me gusta estar con gente a la que sé que no
volveré a ver, odio ese tipo de cosas. Ni siquiera le dije nada a nadie, ni a
Bobby, supongo que en un mes no logré coger confianza plena en nadie, lo que no
deja de ser triste, porque yo soy de ese tipo de tíos que quieren casarse con
la primera que los enamora, o que cuentan su vida en cuanto reconocen un oído
limpio. Pero allí eran todos unos guarros y por eso no dije nada.
Subí a mi habitación, que
ahora estaba vacía y me metí en el baño, casi con los ojos cerrados me rapé el
pelo lo mejor que pude, con un dolor en el alma importante, ya que me gustaba
mi pelo. Bueno, más bien, me gustaba llevarlo así de largo para fastidiar a mi
padre, que aseguraba que eso no era propio
de hombres, me divierte desafiarlo en cosas de ese estilo. De verdad.
No toqué un pelo, literalmente,
ni siquiera le devolví la maquinilla a Dangerous, dejé la clara escena del
crimen ahí, ya me daba todo igual, no volverían a verme y me entretenía
pensando en la cara que podrían al descubrir todo aquello. Sobretodo Butler.
A punto de salir por la
puerta, arranqué media hoja de uno de los cientos de libros de Arhur que había
por allí y escribí con permanente negro, “¡hasta la vista, cretinos!”, ¡solté
una sonora carcajada de loco ante aquello! Suelo reírme mucho solo. Supongo que
tengo tanta chispa, que en vez de humano, debería haber nacido mechero.
Se preguntarán si en algún
momento tuve miedo de fallar, y la verdad es que sí, pero llevaba mi camiseta
de la suerte puesta por debajo. Era imposible que algo fuera mal, y en el fondo
lo sabía.
Bajé las escaleras con
velocidad, quería llegar el primero y sentarme detrás del todo para que nadie
pudiera reconocerme, ya que solo faltaban veinte minutos para arrancar. Lo que
no sabía era que la gente de allí,
estaba tan sumamente deseosa de llegar a la ciudad y disfrutar de su libertad condicional
después de una semana entre rejas, que se sienta en el autobús tan pronto como
acaban de comer, aun sabiendo que el susodicho no arrancará hasta las tres. O
tres y cuarto, ya que el conductor, un tal Sergey Olin, fuma como una jodida
carretilla y se demora en salir. Aun sabiendo a ciencia cierta que no se
quedarían sin asiento, ya que estaban previamente contados, los tíos estaban
una hora antes ahí sentados. Y yo eso no lo sabía.
No me había dado tiempo a
cambiarme y todavía llevaba el uniforme del colegio. Es un uniforme ridículo,
como todos, pero bastante discreto a diferencia de algunos que he llevado en
anteriores colegios, verdes, rojos o similares. Éste consta de una americana
azul marino, un jersey de pico del mismo color, que también deja a la vista en
la zona izquierda el nombre del colegio y su estúpido lema, una corbata
similar, la cual yo llevaba siempre floja, cosa que traía por la calle de la
amargura a Butler. Nunca me gustaron las corbatas, me parecen de peces gordos y
eso que las uso desde que soy pequeño para reuniones o ese tipo de pamplinas,
pero no me gustan. Camisa blanca, pantalones grises, que yo llevaba caídos en
el trasero dejando ver mis caros bóxer de algún color chillón y finalmente unos
zapatos, siempre impolutos, también azules. Un pingüino en toda regla, sí. Lo
sé.
Alec Ledger era el encargado
de que se mantuviera el orden en los pasillos, vigilar el comedor repleto de gordos
y anoréxicas, el patio, y mil cosas más. ¿Las cosas que nadie quiere hacer?
Pues eso hace él. Estaba apoyado en el gran portalón sin verja, con un papel
entre sus manos, seguramente ahí estaban el nombre de todos los muchachos que
tenían permiso para salir aquel glorioso viernes de Diciembre, y sus
respectivas fotos en miniatura para evitar engaños, además, había que
entregarle el pase firmado por el director y todas esas cosas.. Nos conocía a
todos más o menos bien, aunque solo fuera de vista.
Me puse un fino gorro de lana
azul que constaba en el uniforme para los días de frío, pero que en verdad
nunca me había puesto, pues a parte de hortera, era opcional, solo lo usaba
para que no me reconociera demasiado, aunque dejando que se viera claramente
que llevaba el pelo rapado. Provoco pero no enseño, como le dice mamá a
Christine que haga cuando sea más mujercita.
No hubiera podido hacer eso con mi melena. Ni en broma. Volví a coger
fuertemente aire, –cojo aire muy a menudo-, y pasé por su lado con la mirada
clavada en el frente, tendiéndole mi pase
hacia la felicidad. Ledger preguntó:
-
Turner, ¿verdad?
–así se apellidaba Bobby. Yo asentí con una sola vez con firmeza y él
seguramente tachó mi nombre del
papel. Bueno, su nombre.
En el autobús, habría unas
sesenta personas y solamente un par de asientos libres, uno de ellos en el
medio, justo al lado de la ventanilla, sin nadie al lado. Mi salvación. Me subí
con la mirada gacha mientras un par de tíos de cuarto curso me tiraban bolas de
papel y las chicas reían sus gracias a carcajada limpia. Qué difícil es la vida
cuando eres un pringado, –pensé-. Aun así, me contuve y no dije nada, esperando
que me dejaran en paz la hora y pico que duraba el trayecto, y más o menos, así
fue.
El internado, estaba en lo
alto de un bosque, arriba de una especie de colina sumamente alta en un llano y
con un enorme terreno. Era imposible escapar a pie a no ser que llevaras un GPS
en tus manos. El camino estaba lleno de curvas, baches, bajadas, subidas y un
millón de direcciones hacia mil lugares distintos con nombres sumamente raros,
como de cavernas. En vez de un internado, aquello parecía una cárcel. Ya no
recordaba ese camino, hacía tan sólo un mes que lo había recorrido en el coche
personal de una de las secretarias, la cual me había venido a buscar al
aeropuerto, seguro que por una buena recompensa por parte del director. Y no
hablo de dinero precisamente. Era muy guarra la tía esa, llevaba las tetas
embutidas en una apretada camisa blanca y mascaba el chicle haciendo un ruido
horroroso y soez, sin mediar palabra conmigo.
Nadie más se subió al
autobús. Durante el trayecto, hicieron tres o cuatro bromas sobre mí, aunque como no me giraba siquiera,
no le dieron demasiada importancia. Ledger, viajó con nosotros. Vaya, también
era el encargado del bus. Ese hombre era encargado de los peores trabajos del
mundo. Apuesto a que en su casa, cuando sus hijos le preguntan por su oficio,
asegura que es encargado, pero no
dice de qué. Conozco a los tipos como él, ¡joé! A este paso, conoceré a todo el
mundo antes que a mí mismo.
A veces, me da miedo pensar
en eso. Creo que moriré sin conocerme, y por lo tanto, si yo no me conozco
sinceramente, nadie lo hace. Es como quererse, mamá dice que si tú no te
quieres, nadie te va a querer, lo que me parece ridículo. Entonces, moriré sin
que nadie me conozca. Es bastante triste la verdad, espero que mi vida dé algún
tipo de viraje porque si no, moriré sin nada, nunca triunfaré. Esperen. Ésta última
frase no es mía, no se crean que soy tan lúcido. Es de Nicky, Nick Traina, es
hijo de la famosa escritora de novelas románticas Danielle Steel. Se suicidó en
el 1997 y desde entonces estoy completamente obsesionado con él y con su vida.
No se dan una idea. El libro se titula “his light bright” y trata sobre su
vida, la de Nicky, desde que nació hasta que murió. ¡Me hubiera gustado tanto
conocerlo! Admiro su coraje, su fuerza y su valentía, me parecía un muchacho
sensible pero encantador. Y llevo sus canciones en mi iPod, me siento
identificado con muchas. Lo echo de menos. Sí, no me tomen por loco aún, por
favor. A veces, soy capaz de echar de menos a personas que no he conocido en mi
vida, y eso me ocurre también con mi tío Eloy. Tampoco lo he conocido, se
suicidó poco antes de que yo naciera, casi como Nick. ¡Era un hombre
fantástico! Desde que tengo consciencia, me han hablado mucho de él, de sus
hazañas, de sus sonrisas, de todo. Tenía un tatuaje en el brazo con forma de
sol naciente y debajo salía una hoja de marihuana, es lo más conciso que puedo
contarles, mamá no lo recuerda mucho, –al tatuaje, digo-, no le gustan ese tipo
de cosas. En cambio a mí sí, soy un fan incondicional de ellos y de mayor me
gustaría dedicarme a ese oficio, aunque esa es una historia que les contaré en
otro momento.
Yo solo tengo un tatuaje,
está encima de la pelvis, en el lateral derecho, y pone Hadri. Me arrepiento muchísimo de haberlo hecho, de verdad. Hadrien,
es mi segundo nombre, y también el segundo de mi abuelo. Con trece años,
aburrido de Kyle, me quería hacer llamar así, aunque la cosa no funcionó.
Fastidiado, me lo tatué a escondidas en un garito encubierto. Y me arrepiento.
Sé que les dije que no me arrepiento de nada, pero de eso sí. Quizás solo de
eso. Ahora ya se me han quitado esas pamplinas de la cabeza, y vuelvo a repeler
mi segundo nombre, pues me tengo que fastidiar y llevarlo escrito en la pelvis
de por vida solo por no pensar las cosas. Tengan cuidado antes de hacerse
tatuajes, es un consejo, y yo nunca suelo dar consejos, prefiero que la gente
haga lo que quiera con sus vidas, pero éste me parece importante, de veras.
Me bajé del autobús como alma
que lleva el diablo, lo que provocó múltiples risas. Por sus comentarios, se
pensaban que me iba de putas o algo. Lo que no me resultó para nada mala idea,
la verdad. Ledger, recordó un millón de veces la hora de vuelta, y es que si
alguien llegaba tarde sufriría graves y
terribles consecuencias, o eso decía. Nunca había oído ninguna historia de
nadie que se escapó con tantísima facilidad de un internado privado
semejantemente caro. Quizás, yo era el primero y eso me provocó una gran subida
de adrenalina. Bueno, de adrenalina y de ego, que eso nunca viene mal.
Caminé con cautela unos
cuántos metros, hasta asegurarme de que me habían perdido de vista y después
eché a correr con diligencia calle abajo. Cualquiera que me viera pensaría que
estaba loco. Y en cierto modo lo estaba.
Cuando me quise dar cuenta,
estaba en el centro de una ciudad desconocida para mí, completamente solo y con
un fajo de billetes en la mochila. Me recordé a Holden Caulfield, de hecho, yo
llegué a conocer a ese muchacho en Pencey el día que… Vale. No. ¿Ven lo que les
decía? Una vez que uno deja de mentir y vuelve a hacerlo, es imposible dejarlo.
Necesitaba fuerza de voluntad, cosa que no poseo, así que me limité a seguir
mintiendo y después a darme un golpe en la cabeza lleno de culpabilidad. No se
crean que soy de ese tipo de muchachos que se sienten bien al mentir. Antes sí,
pero ahora ya no. Maduré, como les decía.
La idea de irme de putas, no
me pareció tan mala, y más después de ver semejantes mujeres treintañeras
paseando con elegancia por aquellas calles. Nunca había pagado por sexo, pero
siempre me habría atraído la idea, no sé por qué. Será la edad, supongo. Una
sonrisa de pervertido se me dibujó en la cara, cogí profundamente aire y lo
solté observando el camino recorrido con nostalgia. Ya no estaba en ese maldito
internado y tenía varias horas para divertirme antes de resguardarme en algún
lugar seguro e insospechado, en el que Ledger y los demás muchachos no me
pudieran encontrar.
Después de buscar con ansia
algún salón de striptease, me planteé preguntar, pero resultaba una idea
estúpida en un muchacho de quince años a las tres de la tarde. No hacía
demasiado frío por aquel entonces, un vago Sol de invierno se atisbaba entre
las nubes, así que me permití el lujo de sacarme aquel antiestético gorro y
tirarlo a la basura con aires de superioridad, como si ya no lo necesitara. Y me
sentí bien.
Prendí un cigarro y continué
caminando todo recto, como si creyera que el refrán “todos los caminos conducen a Roma”, pudiera aplicarse también a
salones de striptease.
Paradójicamente, al final de
la calle distinguí un gran cartel que ponía en letras brillantes: “sexo gratis”. Me volví a reír solo. De
verdad que a veces los que tienen ese tipo de ideas para vender más, me parecen
unos genios. O unos idiotas, según como se mire. Pero, al acercarme, me di
cuenta de que el local estaba cerrado. Solo abría de noche. ¿Desde cuándo hay
estipulada una hora para echar un polvo? Parece ser que desde ahora.
No me apetecía llamar a
ninguna prostituta, no creo que su higiene fuera aceptable y siempre me
impusieron respeto las mujeres con vello púbico. Ni siquiera creía que se
pudieran pedir al gusto. Así que me quedé sin mojar. Otra vez sería.
Entré en una tienda de
chucherías que había en esa misma manzana. Como les había dicho, soy un goloso
empedernido y siento un gran apego por los ladrillos de azúcar. El problema que tienen las gominolas,
es que todo depende del distribuidor. En serio. A veces, te compras una bolsa
en una tienda, y las fresas están riquísimas, y después vas a otra y están
duras y agrias. Con estas cosas nunca se sabe, y me da mucha rabia. Me gustaría
que las hicieran todas iguales, así sabría decirles cuales me gustan y cuales
no, sin embargo, hoy por hoy, solo puedo asegurar que me encantan los ladrillos
de azúcar, da igual de qué lugar. Siempre están exquisitos.
Al abrir la puerta, una
pequeña campanilla colgada del techo anunció mi llegada. Era un comercio muy pequeño,
aunque acogedor, y un hombre bastante mayor estaba sentado al fondo, en una
silla de madera seguramente tallada por él mismo. Su vestimenta era ciertamente
campesina pese a vivir en el centro de una ciudad tan grande. Estaba calvo y
llevaba unas gafas muy anchas y ciertamente sucias.
Al escuchar el sonido de la
campana, alzó rápidamente la cabeza. Yo, le dediqué una pequeña sonrisa a modo
de saludo y dejé caer la mochila al suelo, a un lado. No había nadie más que
él. Me acerqué al estante y cogí unos guantes, una bolsita y comencé a meter
chucherías de todo tipo en silencio bajo su atenta mirada. Sobre todo
ladrillos, muchos ladrillos. Cuando ya estaba llena sonreí, seguramente no
sería capaz de comerla toda en el mismo día y me gastaría una pasta en una comida insustancial y sin alimento,
como dice mi padre que es, pero yo estaba la mar de contento. Puse la bolsa en
el mostrador y fui hacia la mochila, cogiendo varias de las monedas de Arthur.
-
¿Cómo te llamas,
muchacho? –preguntó aquel anciano con una curiosidad amable y bonachona que no
me inquietaba en absoluto.
-
Kyle. Kyle
Jenkins, señor. –respondí y volví hacia él con el puño cargado de calderilla.
Él soltó una pequeña carcajada como con morriña, y se levantó volviendo al poco
tiempo con una foto antigua y pequeña, en blanco y negro, rota por los
laterales. Me la tendió y la miré durante un largo rato. Con un par de segundos
me hubiera sido suficiente ya que no me gusta ver fotografías en las que yo no
salgo, me resulta aburrido. Creo que esa manía la heredé también de mi padre.
No quería dañar su autoestima, así que seguí mirándola hasta que él retomó el
habla.
-
Mira, muchacho,
ese soy yo, más o menos a tu edad –se levantó y caminó hacia mí con dificultad
ayudándose de un grueso bastón a juego de la silla. ¿Para qué me había
preguntado mi nombre si, total, me iba a llamar lo que le saliera de abajo? Me
frotó la cabeza. Me la frotó con brío como si fuera una bola de billar o una
calva en la que restregar la lotería de Navidad para obtener buena suerte. Yo
me aparté un poco dedicándole una pequeña risita bastante falsa para que parara
de hacer eso. Si con el pelo largo no me molestaba que me tocaran la cabeza, había
descubierto que sin pelo sí resultaba incómodo. Comenzaba a echar de menos el
gorro de fina lana azul del colegio que ya estaba en la basura.
Yo no dije nada. Entre la
foto y yo había el mismo parecido que entre un anacardo y un chicle de menta.
Se lo juro.
-
¿No te resulta
que éramos idénticos? –no podía negarle nada. Sonreía con una inocencia
abismal, así que me limité a asentir rápido un par de veces intentando parecer
seguro.
-
La verdad que sí,
señor, sobretodo en los ojos. –mierda. Tenía los ojos oscuros como el carbón y
yo azules, pero es que no supe hallar otro parecido, la verdad. No sabía qué
más decir. Es como cuando vas por la calle, y al fondo distingues a un
conocido, él te ha reconocido, y tú a él también, pero en ese tramo los pasos
que das mientras os miráis son jodidamente incómodos.
En ese momento, la campanilla
volvió a sonar, era un ruido incómodo y molesto, creo que si yo trabajara ahí
la hubiera arrancado de un escobazo hacía ya mucho tiempo. Salvado por la
campana, –pensé- y volví a reír con cierta idiotez por el gran chiste que
rondaba mi mente. Una mujer que pronto rondaría los treinta años se paseó con
total elegancia por el bazar para después coger del estante izquierdo un
paquete de chicles de cola sin azúcar, mis favoritos. Era muy guapa. Tenía unos
turgentes pechos bajo un apretado corsé negro, y por encima una chaqueta
vaquera gastada muy cortita. Poseía una cintura estrecha y unas piernas largas,
pero con unos buenos jamones enquistados en unos ajustados vaqueros, y por
último, unos tacones rojos a juego de sus labios le daban una finura asombrosa.
Su cabello era pelirrojo con despampanantes rizos muy bien peinados. Se notaba
que se cuidaba, llevaba un maquillaje perfecto. Ignorándome por completo
después de lanzarme una mirada como de perra en celo, se apoyó en el mostrador
dejándome en segundo plano y señaló un estante al fondo bastante escondido.
-
Un paquete grande
de profilácticos, por favor –dijo-.
¡Qué voz tenía! Tan elegante,
tan fina, tan… creí que me había enamorado. Se lo juro. Y lo que había comprado
me había resultado divertido. Sonaba rusa, siempre me hizo gracia ese acento. Pagó
y salió de allí sin más. Yo seguía atónito, de verdad. Me apresuré a pagar las
chucherías, dejando la foto del señor en la mesa y cogí mi mochila
despidiéndome apurado.
-
Debo irme ya
señor, me están esperando en casa. Un placer –mentí de nuevo. Me hubiera
gustado que alguien estuviera esperándome en casa, la verdad.
-
Ten cuidado,
muchacho, estas calles son muy peligrosas para un chico como tú… –comentó como
lleno de experiencia y sabiduría. Seguramente había notado mi claro acento
inglés y no pensaba que viviera allí. Los señores así son muy listos, me
recuerdan a mi abuelo. Te observan en silencio y saben lo que piensas. Creo,
que ese es un poder que el juego de la vida te da cuando llegas a la fase
cinco, la de la tercera edad. O algo así.
No le hice mucho caso, colgué
mi mochila de un solo hombro, me metí un regaliz en la boca y salí casi
corriendo en busca de aquella mujer, pero cuando llevaba unos metros me di
cuenta de que se había quedado en la puerta y me observaba con diversión. Di un
muerdo al regaliz, masticando con rapidez y retrocedí quedando ante ella, que
con esos taconazos poco le faltaba para ser más alta que yo.
-
¿Qué años tienes,
tulipán? –preguntó clavando su mirada en la mía. Me quedé unos segundos
callado, no entendía por qué me llamaba como la marca de una famosa margarina,
o como a esas flores tan estiradas de colores que a mí me dan alergia. Me dan
alergia un montón de cosas, la mayoría de las flores, muchos animales, los
plátanos, las fresas, la sandía, el melón, el paracetamol, el polvo, el
chorizo, las tizas… y además soy asmático. Una perla de tío, lo sé.
-
Dieciocho –me
apuré en responder. Físicamente, si no sonrío demasiado, pongo un rostro seguro
y agravo mi tono de voz, creo que puedo aparentarlos. Tampoco puedo abrir mucho
la boca, porque cuando hablo ya se ve que mentalmente no llego a los diez años.
-
¿Subes a mi casa?
Quiero follar contigo. –me espetó la muy guarra completamente serena, se notaba
que hablaba en serio. Yo no respondí, me parecía atractiva y no me importaba
hacerlo con ella, pero no me gustan las chicas tan directas. Ni las estrechas
tampoco. Di otro muerdo al regaliz mientras la miraba parpadeando de cuando en
vez con inocencia. Ella sonrió, me agarró de la mano y empujó de la puerta que
estaba al lado de la de la tienda. Si yo viviera tan cerca de una tienda de
chucherías posiblemente tendría diabetes. Antes, solía beber un montón de agua
al día, como dos litros o más y ni me enteraba, hasta que un día mi padre me
dijo que con la de porquerías que comía seguramente tuviera dicha enfermedad,
que el primer síntoma era ese, así que dejé de beber tanta agua aun muriéndome
de sed a veces, por si acaso. Suelo tener remedios muy raros para las cosas,
como si evitando los claros síntomas ya no pudiera tener diabetes. O cualquier
otra cosa.
La mujer subió por las escaleras conmigo de la
mano hasta el primer piso. El repiquetear de sus tacones sonaba en la baldosa y
sus glúteos se movían con firmeza. Yo estaba atónito. Eso era de locos. Nadie
me creería. Sacó un juego de llaves de su bolsillo, por lo que pude ver tenía
un BMW la tía. Sin soltar mi mano, entró en aquel apartamento decorado de
manera minimalista y me indicó con su dedo índice en mis labios que mantuviera
silencio. Iba a hacerlo de todas maneras, dudo que fuera para menos. Entramos
en una de las dos habitaciones que pude reconocer. Soy muy curioso, y cuando
entro en una casa ajena lo primero que hago es ponerme a mirarlo todo con
ganas. Soltó mi mano, cerró la puerta y me indicó la cama.
-
Ponte cómodo, tuli, vas a pasar una de las mejores tardes
de tu vida. –eso no era normal, deberían haberlo visto, era como un sueño hecho
realidad pero de una manera bastante fría y falsa.
Dejé caer mi mochila al suelo
y apoyé la bolsa de chucherías en el escritorio. Caminé hacia la cama y me
senté en ella contemplando la habitación en silencio, incluso creo que estaba
pálido. No puedo saberlo con certeza. En la pared, había colgada la fotografía
de un chico bastante fuerte, temía que tuviera novio y él viniera a meterme una
paliza o algo. Así que me quise asegurar primero.
-
¿Quién es este?
–pregunté agravando un poco la voz. Pero ella no respondió, o no quiso
hacerlo-.
Había una cama enorme en el
centro y una tele pequeña de plasma colgada de la pared. No había muchos
muebles, ni siquiera armario, creo que aquella habitación solo la usaba de
picadero.
Volvió al poco rato solo con
el corsé, un fino tanga de encaje y unas medias de rejilla. Se había cambiado
los tacones por unos negros y estaba muy guapa. Como dice Nach Scratch, un
reconocido rapero español, “me tienes que
entender, que cuando vas desnuda vas vestida de mujer”. Escuchar su voz en
mi cabeza me tranquilizó.
De un pequeño empujón me
recostó sobre la cama y pronto se colocó encima, comenzando a juguetear con mi
corbata hasta sacármela de un tirón.
-
Me gustan mucho
los chicos de uniforme, tulipán… –comentó de manera melosa a la par que besaba
mi cuello y manoseaba mi entrepierna. Era una experta, a pesar de los nervios
que llevaba encima porque una mujer a la que no conocía de nada me había pedido
un polvo, consiguió excitarme bastante.
Yo no dije nada, ni siquiera
la toqué, solo me dejaba hacer. En un momento rápido dio un tirón a mis
pantalones, los cuales al quedarme algo flojos en la cintura bajaron al
momento. Masajeó un par de minutos mi sexo, el cual seguía aprisionado entre la
tela de la ropa interior. Siguió besando mi cuello, pasando la lengua con
delicadeza entre el poco hueco libre que dejaban los botones desabrochados de
mi camisa, metió las manos entre esta y acarició mis costados, arañándolos con
cierta saña. Tenía unas manos frías como el hielo y unas uñas postizas muy
largas, así que eso me hizo estremecer. Pasó la lengua de manera más feroz por
la tela de mis bóxer y muy poco a poco los fue bajando hasta que por inercia mi
miembro viril salió fuera. En ese momento creí que me iba a morir de vergüenza,
seguramente que esa chica tendría un montón de experiencia sexual, y había
visto un montón de rabos en su vida. A pesar de que siempre me consideré muy
bien dotado, temía que le pareciera pequeña. Además, no había apagado la luz ni
nada, y se veía todo con suma claridad. Aunque estoy a gusto dentro de mi
cuerpo y no tengo complejos, me gusta más hacerlo a oscuras o como mucho, con
un par de velas al fondo. Al final resultaré un romántico empedernido, verán.
Dejé los brazos estirados en
la cama, con las piernas colgando en el suelo y las rodillas flexionadas. La
vista la tenía clavada en el blanco techo, mientras aquella mujer lamía mi sexo
con deseo. ¿Cuántos hombres habrían visto ese techo antes? Me preguntaba.
Nunca había sentido esa
experiencia, quiero decir, me habían hecho mamadas anteriormente, pero a las
chicas de mi edad eso todavía les da cierto asco, así que no es que se esmeren
demasiado, pero ella sí. Estaba hecho un lío. Por una parte me sentía violado,
como si no quisiera estar haciendo aquello con ella a pesar de que no me obligó
en ningún momento. Estaba nervioso e incluso triste. Deseaba levantarme e irme.
Por la otra, me sentía muy querido y afortunado. Una mujer que no me conocía de
nada, me había elegido entre miles de tíos cachas que había en Detroit para
echar un polvo. Fuera como fuera, no me podía concentrar bien, aunque Spiderman parecía ser que sí. Vale,
reconozco que es un nombre totalmente infantil para llamarle a un miembro
viril, ¡pero el de Kurt se llama Batman!
Mamaba con brío mi sexo,
succionaba el glande e iba bajando poco a poco casi hasta que éste rozaba su
campanilla. Menudo aguante tenía la tía. Ya estaba empalmado, ese es el gran
defecto que tengo. Que poseo dos cabezas. Una la tengo yo, y la otra Spiderman, y como podrán ver, a veces no
estamos de acuerdo.
Después de un montón de
tiempo, dale que te pego con la
lengua, se incorporó y me besó con pasión. Sabía asqueroso ese beso. Sabía a mí. Cogió una de mis manos y la pasó por
sus pechos con fuerza, esperando que la acariciara o algo, y yo lo hice por no
quedar mal, aunque no se había ni sacado el corsé y no tenía mucho que tocar.
Mientras tanto, se masajeaba el clítoris con gozo, después de haber apartado el
hilo del tanga hacia a un lado. Se estiró un poco hacia arriba y colocó su sexo
casi encima del mío pero me aparté con rapidez.
-
Por favor,
señorita, ¿podría ser con corsé…? Digo… ¿con condón? –soné estúpido, como si
ella fuera una dama y yo su enamorado, y me equivoqué como un niño de tres años
al hablar. Me sonrió con ternura acariciando mi cabeza rapada con mimo.
-
Tomo la pastilla,
corazón, tranquilo –dijo aún con voz melosa. Odio ese tipo de adjetivos porque
se dicen sin sentir. ¡Y de tranquilo, un cuerno! Había recibido muchas clases
de educación sexual en los diferentes colegios en los que había estado, y era
consciente de todas las enfermedades que se podían contagiar mediante el sexo.
Así que mantuve firme mi postura. Nunca creí que sirvieran para nada, pero me
equivocaba.
-
Por favor
–repliqué. Ella soltó un fuerte suspiro que aumentó mis ganas de largarme y se apartó,
cogió uno de los condones que había comprado recientemente en la tienda de
abajo y me lo puso con maestría, volviendo a la posición inicial, dándome
suaves caricias. Cerré los ojos con cierta fuerza y la tensé la mandíbula
mientras experimentaba como ella se había apoyado en mi miembro erecto y daba
embestidas hacia dentro después, con insistencia.
Comencé a sentir cierta
palpitación en el pecho, apreté los glúteos e hice pequeños meneos de cadera
hacia arriba. No les voy a engañar, solo lo había hecho tres veces en mi vida,
todas en este último año. La primera, fue el día que cumplí quince años con mi
novia por aquel entonces, Reene Broussard. Ya no estamos juntos, supongo que
fue un amor temporero, pero sí seguimos siendo buenos amigos. La segunda, con
Nínive Dempsie, el día que me quedé a dormir a su casa porque sus padres se
iban al cine. Y la última, con Keith Claywell, una amiga del colegio que
posteriormente fue mi novia. Me costó horrores hacerlo con ella, es muy
complicada de entender y quizás eso hacía que estuviera loco por ella. Aún lo
estoy. La echo de menos, pero se enamoró del típico tío mayor con moto y ya me
tiene en el olvido y todas esas cosas. Quizás algún día me atreva a llamarla.
Podría invitarla a cenar un kebab, le gustan mucho ese tipo de cosas, y a mí
también.
La mujer, terminó sentada
encima de mí con las rodillas clavadas en la cama meneándose con gracia,
mientras sus alocados rizos se disparaban por su cara y gemía como una loba.
Nunca había visto a una mujer gemir de tal manera, lo juro. Llevé las manos a
sus muslos, pero la idea de sentir el tacto de las medias en vez de su piel me
cortó bastante el rollo, así que me aparté. Minutos después estaba perlado en
sudor, la habitación tenía puesta la calefacción, o eso me pareció a mi, y aún
llevaba encima la parte de arriba del uniforme, la americana era incomodísima
en aquel momento. En ese momento no pensé en nada, gracias a Dios. Cerré los
ojos, me imaginé a Keith, sonreí y al poco tiempo me corrí. Ella, fingió un
orgasmo fatal mientras simulaba una respiración excesivamente entrecortada
hasta dejarse caer rendida a mi lado.
No quise contradecirla así que me quedé completamente quieto, con el
profiláctico aprisionando mi sexo empapado en semen. La miré unos segundos de
reojo. Hasta de perfil era bella. Me incorporé con torpeza y cogí un cigarro.
Ella me lo arrebató dándome un fuerte tortazo en la mano.
-
Aquí no se fuma,
muchacho –se levantó y toda amabilidad pareció desaparecer-.
Se acicaló el pelo en el
espejo, y mientras, yo me aseé en el baño. Volví con las manos en los bolsillos,
ciertamente arrepentido y dudoso. No sabía qué decir. Tenía la cabeza gacha.
Quise preguntarle, “¿qué tal ha sido el
polvo, muñeca?” como hacen en las pelis, pero me contuve, sonaba muy cursi.
-
Cincuenta dólares
–dijo con frialdad extendiendo la mano derecha hacia mí. Me quedé atónito.
-
¿Perdone…? –no
comprendía nada, de verdad.
-
Cincuenta dólares
–repitió con la voz más firme-. Veinte por la mamada y treinta por el polvo,
¿qué te creías, chaval? –dijo. Era… ¡era una prostituta! Me llamarán estúpido,
pero en ningún momento me planteé aquello, lo juro. Ella, tampoco me lo dijo, ni siquiera lo insinuó de ninguna
manera. Debí de haberle hecho caso al señor de la tienda de dulces y condones,
pero ya era tarde. Ya no me sentía afortunado ni querido, todo lo contrario.
-
Venga, ¿estás
sordo? –meneó mi cuerpo con fuerza y yo la miré.
-
No sabía que era
una prostituta… le juro que no lo sabía, sino yo no hubiera… no… -dije
tartamudeando mientras negaba con la cabeza y ella soltó una carcajada que
rebosaba ironía por doquier. Incluso maldad.
-
Anda ya, no me
vengas con cuentos, muchacho, sino quieres tener problemas, arrea la pasta
–dijo convencida, amenazante.
-
¿Por qué me
llamaba tulipán? –inquirí. Tenía esa duda.
-
Os lo llamo a
todos, me hace gracia. El dinero, son cincuenta dólares.
-
Ya le he oído,
tranquila… –musité y me dirigí hacia la mochila, cogiendo el dinero. Creo que
metí la mano en el sobre de Arthur, aunque no lo recuerdo bien. Ella me lo
arrebató de la mano, lo contó, y señaló la puerta.
-
No hagas ruido al
salir, mi compañera de piso está enferma. –dijo con rudeza mientras que con el
dinero en sus manos, me miraba fijamente.
-
¿También es puta?
–pregunté de manera totalmente inocente. Me picaba la curiosidad y supuse que
después de semejante clavada, tenía derecho a saberlo. Me cruzó la cara de un
fuerte guantazo y di un paso hacia atrás, tamborileando sobre mis propios talones
sin llegar a caer. Quise decirle algo, pero no me atreví.
-
¡Lárgate de aquí,
niñato pajillero, antes de que llame a mi novio y te pegue una paliza! –alzó la
voz visiblemente dolida. Acababa de timar, engañar, seducir y follar a un
muchacho de quince años, era una puta con todas las letras, ¿y dañaba sus
sentimientos que le preguntara si su compañera también lo era? ¡Y un cuerno!
Cogí mi mochila, la eché al
hombro, prendí un cigarro desde la puerta, con cierta chulería, solo por
fastidiarla y salí a paso veloz por si acaso me perseguía. Ni siquiera me sabía
su nombre. Habría jurado que por el pasillo vi un diploma del certificado de la
ESO y se llamaba Nonna Korsakov. Pero no estoy seguro, no me hagan mucho caso. Caminé
haciendo el mayor ruido que pude, cerré la puerta de un portazo que seguramente
hubiera oído todo el vecindario y me fui de allí casi corriendo, medio
temblando. El corazón me iba a mil, quería descansar y aclarar mis ideas.
Quería llorar también, pero me contuve. Ni siquiera me había acordado de coger
mis chuches, y esa mujer se reiría al comerlas pensando en lo tonto e ingenuo
que soy. Al menos ella no sabía mi nombre. Espero.
Eran las cinco de la tarde y
ya estaba cansado, la experiencia no había sido gratificante, de hecho me
sentía sucio y rastrero, pero quise no pensar en ello. No me gustaba Detroit,
cada día era más horrible. Seguí caminando con pachorra y me prendí otro
cigarro más adelante. Fumo como una jodida carretilla. En serio, no se dan una
idea, pero lo hago de manera inconsciente. A veces, me da pereza encenderme un
cigarro pero es que sin darme cuenta lo cojo, y otro, y uno nuevo y el
siguiente y el próximo y me doy cuenta cuando el cenicero está a rebosar o mi
paquete vacío. A veces, fumo tan rápido… tan excesivamente rápido que me mareo,
se lo juro.
A mi izquierda, había un par
de hombres mirando al techo con pasión, muy concentrados, el curioseo me pudo y
me puse también a mirar mientras seguía caminando con la vista clavada en aquel
cegador Sol, sin lograr ver nada sorprendente. Encogí los hombros y cuando me
quise dar cuenta, caí de culo al suelo, haciéndome bastante daño, sintiendo
como los bártulos de mi mochila chocaban con lozanía contra el terreno también.
Me había chocado. Juraría que antes no había nadie por allí. Cada vez tenía más
claro que la torpeza de Kurt era pegadiza.
-
¡Ay! Mi comida,
mi comida… –dijo una mujer que rondaría los cincuenta años de etnia gitana casi
al borde del llanto. Me asusté al pensar que se había roto algún hueso, pero
solo parecía preocupada por su comida, así que como un caballero que soy, –o
que intentaba ser-, me levanté con premura y la ayudé a levantarse. Se
incorporó con cierta dificultad agarrándose a una farola. Pude ver que tenía
las piernas magulladas y llenas de golpes, y sentí cierta lástima.
-
Mi comida… mi
comida… mi marido me va a cascar de lo lindo… –seguía repitiendo lo mismo cada
vez con más pena. Me giré, contemplando el desastre ocasionado: frutas, carne y
pan… todo esparcido por el suelo, algunas latas de conserva magulladas y un
paquete de galletas destrozado. Me pareció exagerado para que solo hubieran
caído a treinta centímetros del suelo, pero yo no era nadie para cuestionar la
fuerza de la caída. Así que intervine.
-
Lo… lo siento….
Espere, tranquila, ha sido mi culpa. –tartamudeé aún en estado de shock. Como
ven, mi cerebro suele tardar en pillar las cosas, debería dejar la maría por un
tiempo. Una vez más, me seguían ocurriendo cosas desastrosas, ¡y eso que
llevaba mi camiseta de la suerte! Me puse de cuclillas en el suelo y abrí la
mochila, sacando el sobre de mi dinero, cogí un billete de veinte dólares y se
lo tendí de inmediato. Ella lo cogió sin dudar e incluso curvó una sonrisa que
yo en aquel momento no percibí. No creía que aquella compra valiera mucho más,
a ser sinceros. Me disculpé nuevamente y ella me dio las gracias mientras
recogía su compra. No sabía por qué la recogía de nuevo, supongo que por lo de
ser cívicos y todo ese rollo, así que me pareció bien y seguí mi camino.
Tiré el cigarro casi muerto
al suelo, pensando aún en el viejo del bazar, en aquella prostituta, en la señora,
en mi capital y todo ese rollo hasta que una sonrisa aniñada y grande apareció
en mis labios. Ante mis narices, estaba el hotel más bonito que había visto en
mi vida. Su belleza me deslumbraba, se lo juro. Tan blanco, impoluto, brillante,
lleno de ventanas y luz. En la puerta, había un par de seguratas y algunos botones quietos como estatuas. No lo pude evitar.
Me arreglé un poco la camisa, cerciorándome de que mi corbata había quedado
también en la casa de aquella maldita mujer, y con mi mochila colgada de un solo
hombro entré al hotel con aires de grandeza, pasando por una alfombra roja
realmente larga. ¡Tenía cinco estrellas! Y estaba solo, sin nadie con quien
compartir todos aquellos lujos, ni nadie que pudiera negarme nada. Solo yo y mi
yo interior. Juntos, solos, felices y ricos. Por fin.
Sé que no debería de haber
elegido el hotel más caro de la ciudad, pero yo soy así, y como ya les he dicho
antes, cuando se me pasa una idea por la cabeza, necesito realizarla al
momento. Además, ni siquiera lo elegí yo, apareció en mi camino, y yo creo
mucho en el destino y esas cosas. Casi la mitad de mi patrimonio iba a
desaparecer por una noche allí, pero esperaba que valiera la pena. Soy un poco
inconsciente como ven. Al entrar, todos los malos modales con los que había
sido tratado en el internado desaparecieron, y ahora solo había sonrisas –que
aunque falsas, se agradecen-, y buenos gestos.
Al no llevar tarjeta de
crédito, -ni siquiera tengo-, tuve que abonar el importe en el acto. Ni más ni
menos que 335 dólares desaparecieron de mi bolsillo. Estuve a punto de
arrepentirme e irme, pero no lo hice. Pagué íntegramente sin dejar propina, ya
me habían sableado pero bien aquel día. Elegí la habitación más económica
–dentro de lo que cabe, claro-, se hacía llamar luxury – 1 king bed y su nombre
me inspiró confianza. Riqueza incluso.
Normalmente, cuando vamos de
vacaciones en familia siempre venimos a hoteles de éste tipo, e incluso
mejores. No me imaginaba que fueran tan caros, la verdad. Pero bueno, a lo
hecho, pecho, como se suele decir. Este estaba en la calle 3rd. Cerca de Jones
Street y todos esos lugares. En pleno centro.
Estaba feliz. Los pasillos
rebosaban vida y todos me trataban con cordialidad. ¡Incluso me llamaban señor!
La habitación era enorme, con vistas a la ciudad. Tenía una cama alta y fuerte,
gran televisor de plasma, mini-bar y todas esas cosas que tienen los hoteles
normales solo que el tripe de caro y el tripe de grande.
Solo tenía una cosa clara:
Jamás volvería a irme de putas, a pagar por sexo o a fiarme de una treintañera
que me ofrezca sexo por la calle en pleno Diciembre a las cuatro de la tarde.
Oficialmente estoy enamorada de esto, me encanta y cada vez más que guarra la puta esta eh, a saber el dinero que llevaba en el sobre, si llevaba dinero xD me ha molado eso que hacias con tu amigo Kurt si si de la película el bola, me gusta esa peli, bueno tu fan número uno espera el próximo un besito ♥
ResponderEliminarHola, lo haces muy bien, me gusta! Sigue así, verás que algún día consigues publicar, yo no me atreví hasta hace poco pero ya he publicado, así que entiendo como te tienes que estar sintiendo, las ganas de que todo el mundo lea lo que haces. Mucho ánimo y te sigo!
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