jueves, 26 de abril de 2012

Capítulo 4 – ¿Seré gay?

Comenzaron a tocar mi cuerpo con ganas, con insistencia, con el palo de una escoba.
-          Eh, tú, muchacho, vamos levántate, si no recoges tus cosas en menos de diez minutos se te cobrará otro día más –se oía una voz de una mujer mayor.
-          Déjalo, le habrá dado un patatús, apesta a humo… ¡estos adolescentes de hoy en día! Deberían volver las costumbres de sacarse el cinto, así no habría tanta tontería… –negaba otra, con una voz más grave.

Al principio, vi una especie de trolls en un sueño, y creía que eran ellos los portadores de esos gritos. Me suele pasar a menudo, sueño algo que me está pasando en real y esas cosas.
Finalmente, abrí los ojos a ceño fruncido y di media vuelta sobre mí mismo, frotándome la cara. Me dolía todo. Tenía un malestar importante en la cabeza, como de migraña, o algo así. Además, apestaba a vómito, había dormido casi envuelto en él, y de hecho al olerlo me vinieron de nuevo las ganas en forma de arcadas. Negué y me levanté como pude, ayudándome del lavabo, seguía notablemente pálido con unas ojeras terribles. Todo lo malo había desaparecido, no había pinchos, ni ruidos, ni nada. Todo estaba bien. Y al mismo tiempo mal.

-          Pero bueno, ¿estás sordo, chico? Si no sales de aquí en cinco minutos te cobraran un día más y por lo que hemos visto… –soltó una sonora carcajada cómplice con la otra-. No es que te quede ya mucho dinero, ¿eh?
-          ¿Qué? –dije. Maldita sea, no entendía nada. Eché un rápido vistazo a la mesita y vi que pasaban de las doce. Mierda, esa era la hora máxima para abandonar la habitación, sino efectivamente te cobraban otro día, y yo no ni podría pagarlo-. ¿Puedo darme al menos una ducha…? –murmuré mirándolas con cierta cara de pena, y esas cosas. De verdad que olía mal.
-          ¡Quita, quita! –me apartó la primera, la que llevaba la voz cantante y aprovechó el hueco que yo le había dejado libre para seguir limpiando-. Haz lo que veas, si no estás abajo en cinco minutos para dejar la llave, tendrás que quedarte hasta mañana.

Tampoco me ayudaban mucho sus respuestas. Odio ese tipo de gente, de veras. Te hablan un montón, pero cuando se callan, te das cuenta de que en verdad no te han dicho una mierda.
Me lavé la cara y me aseé con suma rapidez en el lavabo. Sequé con una toalla como pude mi costado y demás partes llenas de vómito y me vestí la otra muda limpia que había traído. Coloqué primero los pantalones pitillos negros, después una camiseta blanca con un montón de dibujitos en el medio, y encima una sudadera gris de la universidad de Oxford.  Me calcé las zapatillas del día anterior, el gorro gris, y metí como un loco todo en la mochila de nuevo para salir corriendo de la habitación. Bajé por el ascensor, más que nada porque soy un lento bajando escaleras y suelo tropezar y caer a menudo. Imaginaba que era un hombre que había atracado un banco, y ahora toda la policía me perseguía, necesitaba llegar a la mesa lo antes posible o mi libertad confiscarían. Me gusta mucho montarme ese tipo de roles patéticos en mi cabeza, me lo paso bien. Tan pronto como el susodicho abrió sus puertas yo salí corriendo y dejé las llaves en la mesa de recepción con brío, dando un salto enérgico como si jugara al baloncesto. Aquello parecía un juego olímpico o cualquier cosa extraña, parecía todo excepto lo que realmente era. Las llaves hicieron impacto sobre la mesa de cristal, y la secretaria se echó hacia atrás. Ni que llevara una bomba o algo, macho. Miró el reloj de la pared, agarró las llaves y siguió con sus quehaceres bastante molesta por mi interpretación. Que fastidio de gente, no tienen humor. Creo que mucha gente lo pierde en cuánto se pone una corbata o unos tacones de uniforme.

Necesitaba darme una maldita ducha, y tomarme algo para la cabeza. En la calle seguía haciendo un frío de mil demonios. Era día 21 de Diciembre y toda la santa ciudad estaba derrochando dinero en las tiendas. Me entró nostalgia. Me senté en el banco que había en frente de un gran centro comercial y prendí mi último cigarrillo, fumando lento y sin ganas casi. La gente entraba con el bolsillo lleno y salía con un millón de bolsas con regalos, muy alegre sin embargo, charlando con sus acompañantes y todas esas cosas. Incluso había niños pequeños, lo que me desconcertó un montón. Nunca entenderé a ese tipo de padres, se lo juro. ¿Qué narices hace un niño de cinco años al lado de sus padres mientras ellos compran sus malditos regalos de Navidad?, ¿qué pensará el crío?, ¿qué les dirán los padres? Creo que hay gente que no debería poder tener hijos legalmente, de veras. Creo que cuando una pareja quiere tener un hijo, deberían hacerle primero un millón de test psicológicos y todo eso, para ver si son aptos o no. Les aseguro que así no habría tantas desgracias, y al menos ese santo niño de cinco años, creería más en papá Noel y esas cosas.

¿Saben ese tipo de madres que visten a sus hijas como si tuvieran sesenta jodidos años? Es que estoy harto de ver por la calle niñas de 8 años con chaquetas americanas llenas de algodón por los hombros, con un recogido horrible, y pendientes de los que llevaba mi difunta abuela. Al menos, mi madre le compra a Chris ropa de su edad, ambas tienen un gusto exquisito para la ropa, de veras. A veces, en mi casa, voy al sótano y veo fotos de cuando éramos pequeños. En verano, solíamos ir los fines de semana al parque de atracciones, al fútbol, a la playa de Bristol, a la feria, a cenar fuera, al zoo y todo ese tipo de cosas divertidas. Frecuentemente, mi madre, nos vestía a juego, y las fotos en sí dan mucha gracia, porque yo tengo en todas alguna anomalía, sean los calcetines, el color del polo, la chaqueta, o algo así. Siempre me cambiaba algo pequeñito antes de salir de casa, porque no me gustaba nada eso de que fuéramos los tres chicos iguales, yo quería ser diferente. Y ahora que lo soy, me gustaría ser un poco más como ellos. Soy un puto egoísta, ya. Pero como les decía, había un millón de mujeres de sesenta años en cuerpos de niñas de ocho, y eso ya me torció el día, de veras, me da mucha rabia. Miré el reloj de la muñeca. Había estado una jodida hora pegando la hebra allí, observando a la gente sin más.

Es como los cigarros, que siempre me doy cuenta cuando los estoy terminando. Estoy tan tranquilo, cuando al dar una de las últimas caladas antes de matarlo por fin en el cenicero, me cercioro de que lo había encendido y ni cuenta me había dado. Nunca me doy cuenta cuando va por el principio o por la mitad, no. Solo cuando está a punto de terminarse. Y claro, eso me da ganas de prender el siguiente de manera inconsciente nuevamente y es un círculo vicioso fatal.

Sé que no tenía demasiado dinero, pero contaba que con 300 dólares podría volverme a Londres el día 24 para cenar con mi familia en nochebuena como me merecía. Decidí volver el mismo día para que mi padre no me pudiera mandar de vuelta ni nada de eso. Si llegaba a casa dos horas antes de la cena de Navidad, no me podrían mandar de vuelta al internado. Así que mi plan iba bien. Me sobraban treinta dólares, -tenía 330-, por lo que entré al centro comercial. Supongo que eso de ver a todo el mundo gastar, te hace ser más consumista y todo el rollo.
En media hora me lo recorrí todo. Más que nada, porque me pasaba quince segundos por cada sección, ni más ni menos. No había ninguna tienda que me llamara la atención, y las de videojuegos estaban repletas de niñatos.
Fui por la zona de alimentos y compré un brick de leche y un par de bollos de crema. Después de haber vomitado, tenía un hambre voraz. Además, me paré en la zona de quesos y me comí todas las pruebas de muestra. Que se jodan los dueños, que fijo que están forrados.
Seguí caminando por las plantas más altas cuando vi una figura increíble. Era de esas que son de adorno, que no se usan para jugar ni nada, solo de decoración. Tenía forma de guitarra, y colgadas del mástil de ésta, unas zapatillas de ballet en miniatura. La agarré con cuidado de que no me cayera al suelo, pues al ser de mármol, podía romper. Le di la vuelta y miré el precio. Valía 25 dólares, pero no me importaba. No se piensen que el regalo era para Chris ni nada de eso, era para mi hermano Lucas. Por si no lo saben, desde que tenía como dos o tres años hasta la adolescencia, quería ser bailarín de ballet y se pasaba todo el santo día bailando. Ahorró de su paga para comprarse unas bailarinas e iba a clases en secreto, hasta que mi padre, con catorce, lo pilló. Le echó una bronca terrible, nunca lo había visto tan enfadado con Lucas. Yo creí que lo iba a matar o algo, de verdad, estaba furioso. Le tiró las zapatillas, lo desapuntó de las clases y le quitó el móvil, el ordenador, las salidas y todo ese tipo de cosas. También lo metió en un internado alemán, que tenía un lema la mar de gracioso, pero ahora no lo recuerdo. Ya se lo preguntaré a mi hermano más adelante. En el internado lo pasó bastante mal, más que nada porque es muy sensible y todo le hace mucho daño. A las tres semanas se volvió a casa, pero mi padre no le volvió a hablar hasta cinco o seis meses después. Decía que estaba decepcionado, que esas eran cosas de chicas y todo ese rollo.
Algo similar me pasó a mí con cinco años, que estaba obsesionado con las muñecas, las cocinitas y todo ese tipo de cosas. Mi padre, no me dejaba jugar con las Barbie de mi hermana, y cada vez que me veía se enfadaba un montón. Al final, pedí por navidad una muñeca para mí, para que nadie pudiera decir que era de Chris y quitármela. Mi madre, la compró en secreto porque sabía que me hacía mucha ilusión, y mi padre la tiró a la basura el mismo día de Navidad. No sé que tiene en contra de que la gente sea feliz, de verdad que a veces me gustaría preguntárselo o algo, porque ser tan hijoputa no puede ser normal. Ni siquiera me dejaba tener un jodido amigo imaginario. El mío se llamaba Bob, y yo me pasaba el día jugando con él. Bueno, pues a mi padre eso también le molestaba. De verdad que es un hombre muy taciturno, se necesitan años para comprenderlo, y aun así hará algo exótico y les descuadrará nuevamente. Yo ni estoy acostumbrado.

Pero como les iba diciendo, aquella figura representaba las dos cosas que mi hermano más quería en el mundo: la guitarra y el baile. Aunque al final dejó por completo de bailar y hace muchos años que ni lo intenta, todos sabemos que le sigue gustando. De hecho, lo hacía muy bien, creo que si hubieran explotado su don, ahora, con veinte años que tiene, ya sería súper famoso. Pero nunca lo sabremos.
Pagué la figura y la metí en la mochila envuelta de un millón de periódicos, no quería que rompiera. Ya no me quedaba más espacio libre, pero era igual. No veía por ningún lado nada para Chris, hasta que al salir por la puerta de atrás, pasé por delante de una tienda de animales y una sonrisa enorme se dibujó en mi cara. Chris, llevaba desde los tres años pidiendo un gatito, pero nunca se lo regalaban porque yo les tengo alergia, y con animales peludos cerca no paro de estornudar y me pongo bastante malo, así que creí que debía compensarle eso y comprárselo. Solo tendría que estar con él un par de días, y mientras no estuviéramos en la misma habitación sin ventilación, o no lo tocara demasiado, no me iba a pasar nada. En casa, le diría que lo dejara siempre en el jardín, o en su habitación y listo. ¡Se iba a poner tan contenta! Les juro que hasta me imaginaba su sonrisa.

Por suerte, aquella cría de gatita, no era de ninguna raza especial ni nada, así que las regalaban. Quedaban tres en el cartón, pero yo la cogí a ella, no sé por qué, la verdad. En casa de mis abuelos, antes, había un macho que se llamaba Fermín, pero al poco de morir mi abuela, él también murió, supongo que no lo soportó o algo de eso. Los animales son mucho más listos y comprensivos que las personas, de verdad. A la gatita de mi hermana, decidí llamarla Misifú, ya que ella quería que se llamara así desde siempre. El nombre era sumamente típico para un gato, a mi se me ocurrían nombres mejores, y más ingeniosos, pero dudo que le hicieran gracia, y a fin de cuentas el felino aquel era suyo, no mío. Era completamente blanca, con los ojos azules. Estaba bastante espabilada en comparación con sus hermanitos, así que me pareció perfecta. Con los cinco dólares que me sobraban, le compré un cascabel rojo para el cuello, y se meneaba con gracia y elegancia al tenerlo puesto, de verdad.  También compré una mantita en un bazar chino para cubrirla del frío.

En la farmacia, adquirí un paquete de sobres para diluir en agua, unos para la cabeza, y otros por si me entraba la alergia. Al ser alérgico también al paracetamol, tengo que tener mucho cuidado con lo que pido, aunque generalmente se lo comento y ya me dan algo similar sin esa substancia.

Salí del centro comercial pronto. Me ponía enfermo ver a tanta gente pegada y acompañada, y me agobiaba aquel calor, y aquel olor. Sé que en ese momento tampoco era el más indicado para quejarme de que la gente no se ducha mucho, pero ellos tenían sus casas para hacerlo, y yo no, jo.
Caminé varias manzanas sin rumbo fijo, no lograba aprenderme aquellas malditas calles, así que supongo que hasta que tuviese que coger algún tren, barco, avión, o algo, no debía importante dónde estaba o dónde no.
Finalmente, me senté en las escaleras del portal de un edificio. Me saqué la mochila y envolví a la gatita en su manta, dejándola a mi lado, evitando tocarla demasiado. Cogí el brick de leche y le di un larguísimo trago, estaba sediento. Ella me miraba y no paraba de maullar la muy capulla, así que eché leche en la tapa de la botella y se la puse. ¡Cómo bebía la condenada! Tuve que rellenarle el envase unas tres o cuatro veces más hasta que se calló. Me comí con gusto los dos bollos de crema, y me di cuenta de que no me quedaba tabaco. Bufé y me levanté camino al bar de al lado, hasta que escuché la sirena de la policía. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, se me puso la piel pálida y me dio un vuelco al corazón. Volví a meterme en el portal, muy echado hacia dentro para que no me pudieran reconocer, con la mandíbula tensa y la gata entre mis brazos. No sabía si los del internado ya habían denunciado mi desaparición, se lo habían comunicado a mis padres, o ellos mismos habían llamado a la pasma. Fuera lo que fuera, tenía miedo.

Me quedé inmóvil alrededor de quince minutos, cualquiera que me viera pensaría que era esquizofrénico y estaba viendo ante mi, horribles duendes amarillos, o algo de eso.
Cuando se me pasó el shock, cogí a la gata envuelta en mis brazos y caminé a paso rápido hasta el primer hostal de mala muerte que vi. No había nada menor de cincuenta dólares la noche, pero necesitaba ducharme y esas cosas. Ni se inmutaron por el felino que llevaba en mis brazos, me dieron la llave, y punto. Tampoco es que fueran desagradables, pero en comparación con los del gran hotel aquel, sí.
Compré un par de paquetes de tabaco en la máquina de abajo y una botella de agua. Ni me pidieron el DNI. Una vez en la habitación, dejé a Misifú en el suelo y le di más leche. Me di una ducha, pues no tenían bañera, y volví a ponerme la misma ropa. Fumé un peta para entrar en calor y me pasé toda la santa tarde viendo la televisión, totalmente aburrido. No quise fumar más por si me ponía igual de mal que ayer, así que me contuve. Tenía miedo de estar por la calle de día, de verdad, no me haría gracia que me pillaran. Me tomé los dos medicamentos, y por veces dormité sobre la almohada, aunque el sonido de la televisión me despertaba a menudo.
A eso de las diez de la noche, me fui del hotel. Era sábado y no lo iba a desaprovechar ahí encerrado ni de coña. Dejé a Misifú envuelta en el edredón con bastante leche cerca para que se alimentara si quería, y me fui tan campante.

Cené pollo con patatas en un Burger. Nunca como hamburguesas desde hace como siete años. Antes me encantaban, pero en una excursión, comí una con huevo, queso y bacon que me sentó terriblemente mal, estuve días vomitando bastante enfermo, y de verdad que no puedo ni ver a alguien comiendo una maldita hamburguesa sin que me entren las ganas de vomitar.

En la calle hacía un frío terrible, no sabía a dónde ir hasta que recordé la quedada con el tal Joachim ese, me agradó un montón la idea. Quería ir a un pub, beber y desconectar de todo. Me subí a uno de los taxis que estaban frente al hostal. Un hombre de mediana edad estaba en los asientos traseros. Saqué el papel semi arrugado del bolsillo, intentado leer el nombre del local. El taxista estaba parado, y me miraba a través del espejo retrovisor a la espera de que le diera una dirección. Me veía confuso al leer las palabras, pero el tío en ningún momento encendió la luz esa que hay en el techo ni nada, solo me miraba con cara de enfado, deseando que me diera prisa.

-          No puedo leer bien el lugar… ¿puede ser que haya cerca de aquí una discoteca o algo que se llame Suc…be… har…, o algo así? –pronuncié el nombre en varias sílabas, ya que no estaba seguro.
-          Así es, muchacho, ¿te llevo ahí, no? –inquirió con una sonrisa degenerada y notable que yo no comprendí.
-          Sí, por favor. –me limité a decir. Solo esperaba que no fuera un psicópata, de veras.
-          Te lo pasarás bien, muy bien… hay mucho ambiente, aunque no me pareces de esos. –dijo y soltó una sonora carcajada mientras conducía, guiñándole un ojo al hombre que estaba a mi lado.
-          ¿De esos? –pregunté. Soy un estúpido, de verdad, desde que estaba en Detroit no entendía una jodida palabra. La gente hablaba y yo no entendía.

Pero él no dijo nada, solo rio de nuevo negando con vehemencia con aires joviales y divertidos, y yo no quise darle más vueltas al tema. En aquel momento deseaba que toda la puñetera ciudad fuera muda, sorda y ciega y así me dejarían en paz de una vez.

-          Eh, ¿cómo te llamas? –inquirió el hombre que estaba a mi lado, dándome un leve toque en el muslo. Tenía un claro acento francés, posiblemente de Canadá.
-          John, ¿y usted? –mentí. Estaba harto de que todo el mundo me preguntara mi nombre para después llamarme “muchacho”.
-          Puedes llamarme señor. –dijo. Arqueé una ceja mirándolo en silencio y volví mi vista al frente. No sé quién se creía que era, la verdad. Aquello parecía una jodida película.- ¿entendido? –preguntó alzando un poco más la voz.
-          Sí. Sí, señor. –murmuré despistado, pues no pensaba que fuera a hablar más. Quería que se callara de una vez, así que me puse a mirar por la ventanilla haciéndole entender que no me apetecía continuar aquella estúpida conversación.
-          No te veo muy hablador, niño –dijo con gracia, con retintín y todo eso.
-          No lo soy, lo siento.
-          No está bien eso en un chico como tú. Yo si tuviera tu edad me comería el mundo, ¿sabes?
-          Hace un día de perros, ¿no cree? –dije para sacarle una puñetera conversación, sino no se callaría.
-          Dime, ¿qué te trae aquí? –dijo. Ignoró completamente mi pregunta, supongo que hablar del tiempo también le parecía ridículo.
-          Voy a ver a un amigo, ya sabe, esas cosas –encogí los hombros y le dediqué una pequeña sonrisa. En aquel momento me sentí muy avergonzado por no tener mi pelo, era como si no tuviera identidad o algo.
-          ¿A un amigo? Vaya… si quieres tomar una copa, estaré en los sillones del fondo, pareces un buen chico.
-          Lo tendré en cuenta, señor. –dije intentando parecer cordial y esas pamplinas.

Los siguientes minutos transcurrieron en silencio, y el taxi se paró en la puerta de una grandísima discoteca con miles de letras brillantes y un montón de tíos fuera. Pagué mi viaje y salí de allí apurándome hacia la entrada, sin fijar mucho la vista en nadie, no estaba de mucho humor, no sé por qué. Prendí un cigarro y me acerqué a una cabina para llamar al tal Joachim ese, pero antes de que terminara de marcar el número, él me dio varios toquecitos en el hombro. Me giré, saludándolo con la cabeza, como si yo fuera un chulo de barrio malote, o algo. Me salió así.

-          ¡Kyle! ¡Cómo me alegra que hayas podido venir, de verdad, en serio, estoy muy contento! –exclamó con una alegría impropia, teniendo en cuenta que a penas nos conocíamos. Me dio dos besos, pasándome el brazo por el hombro y caminó hacia la entrada. Yo no dije nada. El guardia iba a pedirme el DNI, como es normal, pero Joa le dijo que era su amigo, que hiciera la vista gorda, y nos dejó entrar después de sellarnos la mano-. Dime, ¿qué quieres beber?
-          Hm… –lo tuve que pensar unos segundos, hacía mucho que no bebía alcohol y no estaba seguro de qué me apetecía-. Vodka con lima –dije finalmente.

Él se acercó a la barra, tendió al camarero dos tickets gratuitos y pidió las bebidas. Cogí la mía y bebí la mitad de un gran trago, estaba sediento y era un alcohol exquisito. Joa meneaba la cadera con cierta maestría por el centro del local sin soltar mi mano, y yo me movía con más torpeza sin hacerle ni puñetero caso, solo centrado en beber y olvidar.

Llevaba ya tres copas cuando me dejé caer en uno de los sofás laterales, relajado y cómodo. Observaba el ambiente en busca de alguna fémina a la que seducir, pero no encontraba ninguna, solo tíos, y más tíos. No le di importancia tampoco. En los lugares de ligar siempre suele haber más chicos que chicas, así que suponía que estarían esparcidas por el final. Joachim se tumbó a mi lado, como si le pesara hasta el alma y me agarró la mano. Sonreía mucho. No paraba de sonreír. Me ponía nervioso.

-          Dime, ¿qué te parece el sitio, K? –preguntó con voz suave sobre mi oído.
-          No está mal –encogí los hombros terminándome la cuarta copa de un trago, con la vista clavada en el frente.

Cuando me quise dar cuenta, el moreno muchacho se había abalanzado hacia mi, y me besaba con ganas, con pasión, con fiereza, mientras desgarraba mis labios y entrelazaba mi lengua con la propia masajeando mi paquete, gustoso. Lo primero que pensé era que era otro prostituto, después me dije a mí mismo que sólo buscaba violarme. Estaba acojonado. Aun así, le seguí un poco el beso, por miedo de que se fuera a enfadar o algo, ya que me había invitado a cuatro copas y sentía que debía compensárselo de alguna manera. Nunca me había besado con un tío, pero la verdad es que no era tan asqueroso como mi padre lo pintaba, era igual que con una tía, no sentí repelús ni nada, pero me faltaban unos buenos pechos que manosear con descaro, así que me aparté levantándome al momento a ceño fruncido, negando varias veces.

-          Voy a baño –me apresuré a decir sin ni mirarlo.

Apuesto a que tenía la cara roja por vergüenza. Necesitaba despejarme, y pensar en la estupidez que acababa de hacer. Y también mear. Busqué por la gran explanada los baños, hasta que di con un par de puertas pegadas y supuse que eran ahí. Abrí una de ellas, prendí la luz y me metí en uno de los cubículos. Meé tranquilo y me senté en el suelo unos segundos, clavando la vista en la pared. No tenía ganas de salir de allí, quería relajarme. El alcohol había hecho mella en mí, por lo que ya estaba un poco tontito. Aburrido, recordé la bolsita de cocaína que Dangerous me había dado, así que la saqué del bolsillo y eché todo en la tapa del WC. La troceé con el DNI hasta hacer dos finas y desigualadas rayas. Doblé varias veces un billete de cincuenta dólares y las esnifé con rapidez, sin pensar siquiera en lo que estaba haciendo. Nunca había probado la coca, pero sí había visto como se hacía. Guardé todo de nuevo, y pasados un par de minutos me levanté del suelo. Un sabor amargo comenzó a bajar por mi garganta y sentía la necesidad de escupirlo, pero no podía, era como si ese agrio sabor formara parte de mí, y no había manera de extirparlo. Caía un moquillo incómodo de mi nariz. Con rapidez, mi corazón emprendió un viaje mayor y empecé a sentirme acelerado, nervioso, eufórico. Necesitaba correr, saltar y chillar, aquel cuarto se achicaba ante mí y sentía que me quedaría atrapado si no ponía de mi parte.
Al salir, me confundí de puerta, y sin comerlo ni beberlo estaba en el cuarto de contadores, o eso pensaba yo. Caminé a tientas en busca de la salida hasta que choqué con una pierna y caí de rodillas al suelo. Volví a asustarme. Creí que era un cadáver o algo. Sé que me asusto un montón, pero eso es culpa de las pelis de terror que veo con Kurtis.
Palpé el suelo, intentando levantarme, pero unas manos agarraron mi cadera empujándome hacia atrás, atrapándome.

-          ¡Eh! ¡Déjame! –solo pude chillar eso. No sabía si trataba con un hombre, una mujer o un muerto. Fuera lo que fuera, yo le hablaba.
-          Vamos, disfruta, tienes una buena figura… jiji –susurró un tío en mi oído y comenzó a mordisquearme el lóbulo, mientras seguía agarrándome del costado, sin dejar que me levantara.
-          ¡Déjame, joder, maldito degenerado, déjame en paz ya! –grité como si me fuera la vida en ello. No fue por mal ni nada, pero obviamente pensé que iba a violarme y la cocaína alteraba mis sentidos.
-          Y además el chico tiene carácter…. Cómo me gusta eso… –seguía hablando con paciencia solo para mí. Agarró mi cabeza y la estampó contra su propia entrepierna. Ahí sentí que su miembro estaba fuera, casi encima de mi boca.
-          ¿Qué coño…? –escupí al momento empujándolo hacia atrás, poniendo todo mi empeño en levantarme, pero el hombre aquel tenía una fuerza sobrenatural-. ¡Suéltame ya, hijo de puta, cabrón!
-          ¡Oye! ¿Pero tú quién te has creído, mocoso? –bramó y él mismo se levantó agarrándome del brazo con fuerza.

No sé en qué jodido momento se subió los pantalones, pero en un par de zancadas, salimos de aquella sudorosa y cerrada sala, aunque él no me soltaba. Me llevó a rastras hacia la salida y allí me dio un empujón en el hombro mirándome fijamente. No había podido verlo antes, pero efectivamente era un armario empotrado. No caí al suelo gracias a la pared que había detrás, estaba acojonado, no debí de haber dicho eso.

-          ¡Venga, dímelo a la cara, puto niñato! –siguió berreando con su cara pegada a la mía-. ¿Qué pasa, te crees muy guapo para no chuparle la polla a un tío como yo, o qué? Vamos, contesta.
-          No… pero yo… no… –tartamudeé.

El señor del taxi apareció al momento, apartó a aquel hombre de un manotazo y me atrajo hacia él sin ni mirarme.

-          Déjalo ya, Stefan, ¿no ves que es un crío? –dijo con firmeza el señor.
-          ¿Y para qué coño se mete en un cuarto oscuro? ¿Para que le contemos un cuento? ¡Anda ya! No me joda, señor, llevo muy mala noche –respondió histérico perdido, pateó una lata de cola que había en el suelo y volvió a meterse en la gran discoteca apartando a empujones a todo aquel que tenía la osadía que interponerse en su camino.

Me sentía repleto de energía. Un sudor frío y desagradable bajaba por mi espalada y frente, como si tuviera fiebre. Me apetecía comenzar una batalla campal con todos aquellos tíos que había fuera. Pronto comprendí que se trataba de una discoteca de ambiente, sí. De ambiente gay. ¿Por qué cojones nadie me dice esas cosas? ¿Por qué el tal Joachim ese no me lo avisó antes? ¿Por qué? Díganmelo.
Les juro que hay cosas que me molestan de verdad, y una de ellas es cuando alguien hace algo a mis espaldas. Por ejemplo, si yo estoy en un grupo de lengua y deciden modificar el trabajo, cambiar el día, o privatizar algunos datos y no me lo dicen, me entra la rabia no sé por qué, si yo estoy incluido en un grupo, lo normal sería que contaran conmigo para las cosas, y me las consultaran de vez en cuando, pero no sé por qué todo el mundo lo hace todo a mis espaldas, además les aseguraría que lo hacen con una sonrisa en la cara pensando que no me enteraré. Y créanme que sería más feliz si no me enterara, pero al final no sé cómo, pero termino enterándome de todo, y me como el coco durante días, supongo que es así, soy un cabeza hueca, y no todo tiene que girar a mí alrededor, pero me fastidia enormemente.

El señor aquel no dijo nada. Ni siquiera me miró. Caminó hacia uno de los taxis que había en la entrada, y subió sin soltarme, así que yo me subí también. Pronunció el nombre de una calle que ahora mismo no recuerdo, con una voz grave, ronca y sumamente elegante, manteniendo el silencio todo el camino. Si les soy sincero, ya no desconfié. Es decir, podrían haberme matado, violado, descuartizado y secuestrado ya en tantas ocasiones, que empezaba a acostumbrarme a vivir al límite. Solo deseaba con fuerza irme a mi casa.
Pasó más de media hora antes de que nos bajáramos. Continuaba sin mirarme, ni nada, pero sentía que debía seguirle, no sé, una intuición o algo de eso. Abrió el portal del edificio que chirrió de mala manera y se apartó para que yo también entrara. Subimos en ascensor hasta el piso 11. Yo le miraba con atención queriendo que hablara, que me dijera algo, su nombre al menos. Pero él hacía como si no me hubiera visto en la vida. Estaba muy nervioso. Asustado no, nervioso.

-          Dime, ¿por qué te has metido en un cuarto oscuro? –preguntó sin más, entrando en el apartamento.
-          No lo sé. –dije.
-          Esa no es una respuesta. Cuando pregunto debes responder correctamente. –me espetó sin más, mientras dejaba su abrigo en la entrada y me señalaba el salón.
-          No sabía que era un cuarto oscuro de esos… de verdad. –murmuré dejando mi mochila a un lado, caminando tímidamente hacia el salón, tomando asiento en uno de los sofás.
-          No te he dado permiso para sentarte. –volvió a decir de manera adusta y me levantó en un leve tirón, sentándose en el hueco que había dejado libre. Llevaba una copa con hielo entre las manos. Y nada para mí.
-          Perdón, señor. –me disculpé levantándome al  momento. Estaba en estado de shock. En cualquier otro momento, me hubiera largado, pero sin embargo, no sabía si por el efecto de las drogas, o por mi propio pie, ahí estaba.

Guardó silencio alrededor de diez minutos mientras bebía con relajación con las piernas cruzadas con finura. Era un hombre mayor, pero atractivo y esas cosas. Con pelo y sin arrugas. No creo que yo llegue así a su edad, de veras. Moriré antes de los veinte, estoy seguro. Yo miraba toda la habitación con curiosidad, estaba hiperactivo perdido, me movía en pequeños círculos y pasaba mi peso de un pie a otro a la espera de que dijera algo.

-          Dime, ¿por qué te has metido en un cuarto oscuro? –repitió clavando su vista en la mía.
-          Ya se lo he dicho.
-          Pues me lo dices otra vez. Vamos. –dijo.
-          No sabía que era un maldito cuarto oscuro, joder. –respondí ciertamente enfadado. Me imponía respeto. Me ponía nervioso.
-          Ese “joder” sobra. Retíralo y siéntate. –se limitó a decir.
-          Lo retiro. –musité con desgana, porque soy muy orgulloso, y me senté a su lado, clavando la vista en la pared, frotándome las manos empapadas en sudor.

Volvió a callarse. Era una situación absurda. No sabía cómo me sentía, ni nada. Estaba incómodo allí. Era como una partida de ajedrez y yo solo esperaba que él moviera ficha.

-          ¿Qué te has tomado? –preguntó.
-          Alcohol –aseguré.
-          No –declaró antes de beberse la copa de un corto trago y se levantó mirándome fijamente-. No me gustan las mentiras. Si piensas volver a decir una mentira, lárgate por donde has venido.
-          También coca, señor –seguí hablando en un tono bastante bajo. En ninguna ocasión hubiera consentido que un tío me tratara así sin conocerme. Pero sin embargo, no quería irme.
-          ¿Qué cojones hace un niño como tú solo en esta ciudad?
-          Me escapé de un internado –dije. Soy un demente. No sé por qué ahora no me salía mentir, solo decir verdades como puños.
-          ¿Y no te da vergüenza? –inquirió apoyándose en la pared, con las manos en los bolsillos. Estaba tranquilo, ni siquiera pareció afectarle o preocuparle mi respuesta de ninguna manera.
-          Sí, señor. –afirmé sincero. Era extraño. Es decir, en ningún momento me había sentido avergonzado por haberme escapado, y sin embargo, pensar que él creía que debía avergonzarme, me avergonzaba al momento.
-          Muy bien. –siseó.

Yo no dije nada, más que nada porque no sabía qué decir. Tenía una tensión encima terrible, y estaba empapado en sudor, como si fuera mi deber en el mundo causarle buena imagen. No sé en qué jodido momento empecé a sentirme excitado, estaba repleto de erotismo, y solo por tener la vista clavada en aquellas cortinas color beige. Mi mano se paseó con disimulo por mi cadera hasta mi entrepierna y comencé a acariciarme con cuidado, como si temiera ser visto. Mi sexo tampoco dudó en hacerse notar de manera abultada entre aquellos ajustados pantalones pitillo que maldecía haberme puesto. Él volvió al sofá y ocupó su asiento de nuevo.

-          ¿La tienes dura? –preguntó como si no fuera ya obvio y comenzó a acariciarme también, pero quizás con más encono.
-          Un… un poco… –titubeé sin apartarle, ni dejar mi tarea a un lado. Estaba cachondísimo.
-          ¿Por qué? –preguntó.
-          Porque… –intenté pensar una respuesta. Ya sabía que no le valían los “no sé”. Pero es que tampoco lo sabía yo.

No pareció molesto porque no supiera qué decirle. Atrajo mi cuerpo al suyo y comenzó a besarme con anhelo. Sentía su lengua en mi campanilla, de veras. Estaba muy caliente, me ponía aquel hombre, me ponía muchísimo. Sí, sé que podría ser mi padre, pero como digo siempre: no lo es. Le seguí el beso como pude, su ritmo era veloz y yo me quedaba atrás. Cuando creí haberle cogido la marcha, se apartó y llevó mi cabeza a su entrepierna. Oh, Dios. Les juro por mi vida que en cualquier otro momento hubiera vuelto a escupir y me hubiera largado indignadísimo. Pero no lo hice. Ni quería hacerlo. Agarré su sexo con mi boca y comencé a lamerlo como si se trata de un chupa-chups o algo, en un principio me entraron arcadas, pero en verdad no estaba tan mal. No sabía si era por la cocaína, pero me excitaba a horrores aquello. Finalmente, el Señor, agarró mi cabeza y nuevamente llevó el ritmo, yo me dejé hacer. A veces moría por apartarme, porque sentía que me asfixiaba, pero sin embargo ya poseía una erección notable. Seguí masturbando su miembro con mi propia boca un tiempo. No sé exactamente cuánto tiempo pasó, pero a mí se me hizo eterno. A veces me restregaba con disimulo contra el sofá para saciar mi erección, pero no era suficiente.

El tío era un dominante de primeras. Y yo, pedante como soy, comenzaba a pensar si realmente sería un sumiso sadomasoquista gay, o algo de eso. 



Tampoco se crean que sucedió nada del otro mundo.
Yo seguía masturbando su pene con mi boca, casi asfixiado ya, pero sin querer irme. Él me sacó la ropa a tirones, como si sobrara cualquier mínima prenda interponiéndose entre mi piel y la suya. Me colgó en su hombro, en una postura muy extraña, porque estaba a milímetros de parecer una novia en su luna de miel, o un mono ahí colgado. El Señor caminó a tientas por el estrecho pasillo y me dejó caer en una cama grande, de matrimonio, y muy cómoda. Mi excitación no hacía más que subir, por una parte tenía miedo de que me fuera a secuestrar o algo, claro, pero no sé si por el efecto de la coca o por el notable sex-appeal del Señor, ahí estaba yo, mirándolo con una cara de embobado, más empalmado que nunca, perlado en sudor, muriéndome porque moviera ficha de una maldita vez. No vi el momento, pero él también se desnudó. Comenzó a besarme de nuevo con ganas, devorando mi boca, arañando mi espalda, marcando mi cuello… Yo creía que me iba a morir de placer. De verdad que en mi vida me había sentido tan terriblemente  excitado y morboso como entonces. Me ponía a mil aquella posesividad con la que actuaba, me imponía respeto mirarlo, me excitaba con una mísera caricia. En aquel momento me planteé seriamente mi sexualidad, y aunque actualmente me niego a volver a pensar en ello, tengo dudas.
Masturbaba mi sexo con ganas, con una practica terrible. Mucho mejor que yo a mí mismo, o que la prostituta aquella, mucho mejor que Erica la de los lavabos y todas mis exs juntas. Era un maestro del sexo. Era un Dios en potencia y yo me dejaba hacer encantado como un buen aprendiz. Él no dejaba de mirarme fijamente y a mí su mirada me estimulaba más si cabe. Me gustaba mirarle, pero disfrutaba tanto que mis ojos se iban entrecerrando paulatinamente como en el sueño más profundo.

A punto de cerrar los ojos del todo, y dejarme hacer, sentí como dos pinzas presionaban mis pezones y abrí del todo los ojos. Él para acallarme volvió a besarme sin descuidar su tarea en ningún momento. Me removí unos segundos, incómodo, sintiendo un ligero escozor. Cuánto más placer sentía abajo, más se endurecían mis pezones, más apretaban las pinzas, más seducido estaba. Era un círculo vicioso, y tan vicioso. Un bucle infinito que esperaba que no tuviera fin. No hice hincapié en quitármelas, era un placer doloroso, pero a fin de cuentas: placer. El Señor alzó su cuerpo, dejando que nuestros sexos se rozaran y esposó una de mis manos al cabecero de la cama. Yo no dije nada, todo lo que hacía me ponía más cachondo. No cabe decir, que si en algún momento me hubiera sentido mínimamente incómodo, me hubiera largado, pero no era el caso. En aquel momento no pensé con certeza lo que estaba haciendo, sino seguramente se me hubiera bajado la erección. Mi cara era todo un poema, tiendo a tener la piel bastante pálida, y tenía la cara rojiza, sintiendo como gotas de sudor recaían por mi cabeza rapada, mi boca estaba semi abierta, completamente entregado a todas las veces que quisiera besarme. Era un juego provocativo y tentador del que yo hasta el momento solo entendía de oídas. Volvió a besarme y siguió con la masturbación rozando un par de dedos por mi trasero lo que me puso todos los pelos del cuerpo de punta.

-          Eres un mariconazo de mierda –me espetó sin más, con una voz sexy y morbosa, muy diferente a molesta.
-          No, no lo soy… –susurré ciertamente inquieto.
-          Sí, sí lo eres. ¿Qué eres? –inquirió.
-          Bueno… en todo caso… podría ser bisexual –susurré avergonzado, evitando mirarlo, mientras él continuaba su tarea.
-          ¿Qué eres, niño?
-          O bueno… quizás gay –dije, porque en ese momento tenía dudas.
-          No –susurró con voz tajante y mordió mi pezón haciendo que se me escaparan suaves jadeos-. ¿Qué eres?
-          Bueno, seré eso… –musité.
-          Dilo. Tres, dos… –comenzó una marcha atrás mientras uno de sus dedos se introducían en mi trasero, y después el siguiente. Yo no sabía a qué estar atento, eran muchas sensaciones a la vez.
-          Un mariconazo de mierda –dije muy bajito, como si temiera ser oído.
-          Muy bien –aseguró orgulloso.

Mi brazo derecho estaba estirado, colgando del cabecero, esposado. Él retomó una senda de suaves besos por mis labios y yo poco a poco aprendía su manera de moverse y se los seguía con mayor facilidad. Tampoco hacía nada, solo me dejaba hacer. Supongo que pensarán que en esto del sexo soy un tipo bastante egoísta porque me dejo hacer y no muevo un dedo. Pero tampoco es eso, jo.
Volví a entrecerrar los ojos, centrándome en correrme y disfrutar al máximo, pensando que ya no le quedarían más ideas morbosas que realizar, me parecía imposible que pudiera tener más, aquello ya se desorbitaba de cualquier realidad pensada por mí. Pero me equivocaba, y una vez más, el Señor tenía otro as en la manga. Continuó dilatando mi trasero, y yo me removía. A veces por dolor y otras por placer. Pronto sentí como el látex, seguramente proveniente de un condón rozaba mi ano y me eché hacia atrás negando. Estaba ciertamente borracho, y la coca no se había ido, pero no iba lo suficientemente colocado como para no sentir escozor. Había algo húmedo, seguramente lubricante, pero no se lo puedo asegurar.
Sacó un pequeño bote de cristal marrón a rosca y me incitó a que inhalara. Lo hice. Era Popper, había escuchado hablar de esa droga muchas veces, un afrodisíaco tremendo, un vasodilatador coronario líquido, con un fuerte olor característico. Como ven, soy un tarado, y a pesar de todos los avisos de todo el mundo, yo nunca me niego a probar cualquier tipo de droga. Él  hizo lo mismo.

-          Dime, ¿lo has probado alguna vez, niño? –preguntó

Yo solo negué. No me salían las palabras. De repente, mi corazón iba a 200 por hora, mi cuerpo se había hinchado como un pez globo y sólo buscaba sus labios, sólo buscaba placer. Estaba histérico. Dilató varios segundos más mi trasero y sin perder el tiempo, me penetró con cierta delicadeza aunque sin perder para nada el ritmo. Solté un grito que se debió de haber escuchado en todo el edificio y un par de lágrimas recayeron por mis mejillas. Escuché algunas frases, pero no sé decirles qué decían. Estaba absorto como en una realidad paralela, y aunque sentía un dolor terrible no cesaba de moverme. Me ahogaba si no gritaba, necesitaba descargar toda esa adrenalina. Sentía el pecho oprimido, estaba mareado, creí que iba a perder la consciencia. Nuestros cuerpos se fundieron en uno solo. Pasé mis piernas por encima de sus hombros y él continuó haciéndome el amor. No se crean que follábamos, no. Puede sonarles estúpido, pero pese a la agresividad impuesta en aquel polvo, me sentí sumamente querido, colmado de caricias y besos, y por eso digo, que no follamos, hicimos el amor.
Pasaron unos minutos más masturbándome, besándome, lamiéndome, mordiéndome, haciéndome literalmente suyo hasta que me corrí. Y él tampoco tardó demasiado. Estaba abrumado, dolorido, incómodo, activo, acalorado, eufórico, cachondo, desfallecido… solté una sonora carcajada de loco, me provocaba risa aquello y él me correspondió con una sonrisa divertida.
A diferencia de con la coca, o demás drogas que había probado, el efecto no duró demasiado. Pronto comencé a sentir fiebre, un dolor de cabeza terrible, sentía que me iba a explotar el cerebro. Mi respiración era entrecortada. Me sacó las pinzas pasándome la lengua por los pezones, como si su saliva fuera curativa, abrió las esposas y se dejó caer a mi lado. No tardé en dormirme. Estaba agotado. Lo miré unos segundos con sonrisa atontada, haciéndole creer que no me dolía tantísimo la mente al pensar y caí entre los brazos de Morfeo.

A eso de las tres de la tarde, el Sol impactó sobre mi rostro e hizo que obviamente me despertara. Me removí unos segundos buscándolo, pero ya no estaba. Solté un bufido y me froté con fuerza la cabeza, arañándome con suavidad las mejillas. Tardé al menos media hora en prender la luz, me incorporé costosamente recordando poco a poco lo que había sucedido anoche y miré de reojo las esposas que todavía yacían sobre el colchón. Al incorporarme, solté un gemido adolorido y un par de lágrimas casi recaen sobre mi cara de nuevo. Tenía un dolor importante en el trasero.

Me levanté con cuidado e intenté ver mi trasero, pero no vi ninguna anomalía. El dolorcillo era interior, y tampoco sangraba ni nada. No me molesté en vestirme, hacía calor en aquella casa, o era yo el que lo tenía. Busqué por cada habitación al Señor, pero no lo encontré, y debo reconocer que eso me inquietó de manera sobrenatural. Por último, en la cocina, había un papel al lado de una taza de leche, galletas, cereales, y todas esas cosas.

“Niño, he salido a comprar unas cosas. Tienes aquí el desayuno, y en la mesita de noche te he dejado veinte dólares para el taxi. Vuelve a tu casa y no hagas más tonterías, deben estar preocupados por ti. Sé un hombre, échale cojones y haz las cosas correctamente. La vida no se trata de huir, sino de afrontar los retos. Cuando vuelva no quiero verte aquí, date una ducha si quieres y lárgate por donde has venido. Espero que te haya quedado un buen sabor de boca de lo de anoche y disfrutaras al menos tanto como yo. Eres un buen chico. Espero que me hagas caso, no me gustaría volver a verte en Sucbehar nunca más, ese no es tu sitio. Si algún día vuelves por Detroit, no dudes en avisarme y te invitaré a tomar algo. Ahora vete, mariconazo de mierda y que no se te ocurra prender un solo cigarro en mi casa. Un besote.”

Una firma y su número de teléfono acompañaban la nota. Tenía una letra estupenda, muy fina y legible, no como la mía. Me entraron ganas de llorar, sentía pena. No sabía si era porque no me apetecía irme, o si realmente creía que él llevaba razón y lo mejor sería irme a mi casa. De todas maneras, le hice caso. Me bebí el vaso de leche y me di una ducha rápida por si acaso volvía pronto, me vestí la ropa del día anterior y cogí mis cosas. No quise el dinero, yo no era ningún prostituto, y aunque sé que él no pensaba que lo era, me sentía sucio aceptándolo.

“Gracias por lo de anoche. No sé qué palabras lo definen, pero tenga por seguro que me acordaré siempre. Me siento extraño y diferente. Aun así, gracias por todo, espero que le vaya bien. Dudo que vuelva por aquí, pero si eso ocurre, descuide que le avisaré.
Atentamente,
Mariconazo de mierda.”

Eso le respondí con la mejor caligrafía que pude. Cogí mis cosas y me fui sin más.

martes, 3 de abril de 2012

Capítulo 3 – Engaños, llamadas y vómitos.


Era hora de contar el dinero que tenía, estaba solo y no corría peligro de ser visto, acusado, ni robado. Primero, saqué mi neceser ya vacío, y después, el sobre de Arthur, pero al abrirlo me sentí una verdadera mierda. Una mala persona. Debería ir al infierno seguro. Dentro, había una foto de su difunto padre, un aspirante a astronauta fallido, la única que tenía de él, un par de cartas de su tía Evelyn, y ahorros. Solo había unos 330 dólares y algunas monedas. No podía permitirme ese estilo de vida en lo que me quedaba de viaje, lo tenía claro. Soy un estúpido. Prometo no volver a hacer nada semejante en la vida, la decepción llenó por completo mi interior al imaginarme la cara que pondría al ver que la foto había desaparecido. Sin duda, si hubiera sabido aquello, la habría dejado allí, pero ya era tarde. Siempre hago las cosas y después me lamento. Ya se lo compensaría de alguna manera más adelante. Soy un necio.

Dejando atrás el tema de Arthur, estaba bastante feliz, completamente solo en una habitación realmente lujosa y grande. Todo para mí. Podía fumar, saltar en la cama, charlar o hacer lo que me diera la real gana, porque a diferencia de todos los hoteles en los que había estado, allí no había padres para controlarme, y eso me hacía sentir tan jodidamente adulto, que no se dan una idea.

Me desnudé del todo y caminé despacio por la moqueta moviendo con gracia los dedos de los pies. Me encantan las moquetas, y no la fría baldosa que hay en la mayoría de colegios.
Me di un larguísimo baño de espuma, gasté todo tipo de geles y sales de baño que encontré por allí, cosa que deseaba hacer desde hacía ya un montón de tiempo, pues en los internados suele haber pequeñas bañeras en las que a penas cabes sentado, o duchas. Y yo, soy un fanático de los baños.
Bueno, eso es ahora, porque de pequeño los odiaba, era imposible que alguien me diera un santo baño, sin tener que librar duras batallas durante horas primero. Supongo que maduré y tal.

Me quedé allí, completamente estirado, mientras sentía los impactos de agua chorreando por mi espalda, y respirando profundamente aquel agradable aroma. Me sentía un Dios, ni siquiera pensé en nada negativo. Estuve allí acostado al menos una hora, con un cómico peinado de espuma que tapaba mi cabeza rapada, fumando cigarro tras cigarro y bebiendo cerveza fría de la que había en el mini-bar. En verdad, la cerveza no me gusta en absoluto, prefiero cualquier tipo de alcohol, y son fan de los cubatas de Vodka o Wiski con cola y mucho hielo, pero la birra siempre me hace sentir más adulto y mayor de lo que en realidad soy, así que la bebo a menudo sin gustarme. Soy así.
También escuchaba a Kutxi Romero por los altavoces del iPod. ¡Es un genio el tío! Es el mejor poeta que conozco, sin duda. He ido a varios de los conciertos que da con su grupo, Marea, y cada día me fascina más, me sé todas sus letras y no dudo en cantarlas cuando me apetece. Es un hombre robusto y lleno de tatuajes, aparentemente un chungo, pero en el fondo es un romántico y todo eso. Es el único que consigue ponerme los pelos de punta con sus jodidas canciones. A veces, entiendo lo que quiere decir con sus frases, otras me paso horas debatiendo con mi yo interno para averiguar a qué se refiere, y la mayoría no logro entender lo que dice con esas comparaciones tan extrañas, pero aun así no dejo de escucharle. Cuando me preguntan, ¿a qué famoso te gustaría conocer?, sin duda respondo su nombre, no necesito pensarlo ni un segundo. Es mi ídolo.

Después de escuchar su último disco al completo, pensé en hacerme una buena, merecida y gratificante paja, pero posteriormente, al pensar en el apretado corsé de la puta aquella, se me quitaron un poco las ganas. Aun así, me la hice igual. Supongo que soy un obseso del sexo, un ninfómano o cualquier cosa rara de esas, aunque tenía claro que no quería volver a acostarme con ninguna mujer en un buen tiempo, o al menos no en aquella apestosa ciudad. Me fumé unos diez cigarrillos, bebí las dos cervezas, y decidí salir del agua. Más que nada, porque ya se me estaba arrugando la piel y es una sensación que me da repelús, como a la mayoría de la gente, supongo.

Me sentía como el niño de solo en casa, y supongo que de madurez íbamos más o menos igual. Caminé unos minutos por la habitación, desnudo, chorreando gotas de agua, haciendo torpes meneos de pelvis, ¡cualquiera que me viera pensaría que estaba loco!
Por si no lo saben, me encanta estar en bolas desde que tengo consciencia, me da libertad y vida. Creo que todos deberíamos ir así por la calle, como Dios nos trajo al mundo y todo eso. Me sequé con suma lentitud mientras escuchaba de fondo un programa musical que echaban en MTV y me dejé caer en la cama estirado un buen rato. Pensaba en todo, en lo que había perdido y ganado con aquella experiencia, en lo que dirían al ver que ya no estaba allí y todas esas cosas. Me deprimí un montón. Me sentía un delincuente, un fugitivo de la policía o cosas peores.

Les juro que me deprimo con una facilidad sorprendente. Puedo ser el chico más feliz de la tierra, y de repente ¡pum! Me sucede cualquier minucia, me derrumbo y quiero que me trague la tierra. Comienzo a pensar en métodos indoloros para suicidarme y acabar con todo, incluso escribo una carta de suicido, pero después me siento mal por mi madre, y no hago nada.
No suelo llorar, y si lo hago suele ser en silencio, pero les prometo que lloro muy a menudo de manera interior… me suda la espalda, mi cara toma un color blanquecino, y de verdad que lloro por dentro… ¡Joé! Me da una rabia que no se dan una idea, porque me digo a mi mismo una y otra vez: “Kyle, no pasa nada, no te preocupes tío, es una tontería, tú vales más que todo eso”, o ese estilo de frases estúpidas y ñoñas que se dicen en las películas y no te ayudan en lo más mínimo. Pero después me río –casi de mí mismo-, niego con la cabeza y sigo hundido en la más asquerosa y repugnante miseria. Es realmente complicado ser débil, con apariencia fuerte, en un mundo de humanos. Además, todo se complica cuando le veo el doble sentido a las cosas, creo que todo va por mí y me vuelvo literalmente loco.
Un gran defecto que poseo, es que suelo tomármelo todo muy a pecho y de pequeños granitos de arena saco grandes montañas cargadas de problemas. Soy así, y supongo que eso, a estas alturas de mi vida, ya no lo puedo cambiar ni nada. Aunque eso no lo sabe nadie, porque intento aparentar que todo me importa un rábano aunque por dentro me coman los nervios.

Vacié mi macuto y cogí unos pantalones pitillo vaqueros, rasgados, rotos, gastados… como quieran llamarlos, pero eran mis favoritos sin duda. Me eché desodorante en el poco y rubio vello púbico que me había salido en las axilas y encima, mi camiseta roja de la suerte que ya apestaba a sudor, pero me daba igual. Volví al baño, me lavé los dientes y quedé mirándome en el espejo unos minutos.
No soy tan feo, –dije de repente, como si estuviera hablando con alguien-. Bueno, la nariz quizás sea un poco grande, –me puse de perfil y la miré en el reflejo, poniendo después los ojos bizcos-. No. Muchos la tienen más grande. –aseguré, volví a ponerme de frente y me miré los ojos-. ¿Serán bonitos? No porque sean azules deben serlos, eso es lo que todos los malditos fotógrafos creen, pero yo he visto mujeres preciosas con ojos marrones. ¿Serán pequeños los míos?, ¿serán demasiado grandes, o con muchas ojeras quizá?, ¿cómo les parecerán a la gente? –seguía hablando solo. Acerqué mucho la cara al cristal soltando aire, dejándolo empañado. Pinté una K bien grande con el dedo índice y seguí mirándome en la zona que no estaba llena de vapor. Sonreí de oreja a oreja mostrando los dientes y volví a acercarme mucho observándolos en silencio, encogiendo los hombros-. Bueno, para todo lo que fumo no están tan mal. Debería dejar de fumar. –Susurré para mí y de repente corrí hacia el extremo izquierdo del baño, donde estaba la bañera, y grité como un loco-. ¡No, Kyle, no lo dejes, si a ti te gusta no deberías hacerlo! –Alcé las cejas divertido y corrí hacia el otro extremo, poniendo cara de bueno, hablando mucho más bajito-. Sí, Kyle, debes hacerlo, es lo mejor, es lo más sano, blablablá. –Volví a correr hacia el otro lado y grité-. ¡Cállate tú, el único problema que tiene son esas orejas tan grandes! –Me coloqué en el medio y crucé los brazos con resignación, y posteriormente volví a la derecha, negando con vehemencia-. ¡Venga ya! No seas imbécil, tampoco las tiene tan… bueno, un poco sí, la verdad… -Mi cara se volvió de circunstancia y corrí al espejo nuevamente para mirármelas. Rapado se veían mucho más. De pequeño, solían llamarme Dumbo, incluso ahora hay algún estúpido de Londres que lo hace. Y todo, porque mi padre acostumbraba mucho a tirarme de las orejas, sin importarle una mierda que estuviera alguien delante. Sobretodo, ocurría cuando tenía siete u ocho años, cuando yo, estaba habituado a soltar un montón de tacos para hacerme el mayor. Cuando algunos amigos venían a casa a jugar, yo seguía en mi línea y les enseñaba las nuevas palabrotas que había escuchado en la tele o en boca de mis hermanos mayores. Mi padre, solía darme un fuerte tirón cada vez que me oía, y desde entonces dicen que por eso se me han quedado muy grandes. Intento no creérmelo, no me gustan los complejos. ¿Por qué narices me tiraba de las orejas? Si al menos me hubiera lavado la boca con jabón o hubiera hecho algunos de esos estúpidos remedios “caseros”, no me hubieran llamado nada. Pensaba yo-. ¡Oh, venga, callaros ya, solo estáis en mi jodida imaginación, los dos! –Chillé y comencé a llenar el baño de desodorante, como si intentara hacer desaparecer a los dos duendillos imaginarios con las defensas inmunitarias como las de un mosquito. Soy sumamente infantil. Lo sé.

El baño apestaba a desodorante, así que cerré la puerta y volví a la habitación. Prendí un cigarro y me lo llevé a la boca, buscando a tientas mis deterioradas zapatillas, unas negras de cordones, de marca Vans. ¡Mamá intentó miles de veces tirarlas a la basura! Pero no lo consigue. Ni lo conseguirá. Dice que no dan buena imagen y todo ese rollo, incluso me compró unas iguales, pero nunca las pongo. A mí me gustan éstas.

Me acerqué a la ventana, cerciorándome de que el día seguía helado, no tardaría en nevar, o llover, o sabe Dios qué. Así que me coloqué por encima una gruesa sudadera negra un par de tallas mayor que mi hermano Lucas me dio el día que me viene para Detroit. Llevaba pidiéndosela un millón de meses, y nunca me la dejaba, pero ese día me la metió en la maleta sin que me enterara y puso una nota en el bolsillo –que por cierto, sigue ahí-, la cual decía: “Cuídala bien, da buena suerte. Te echaremos mucho de menos, pequeñajo. Pórtate bien, anda. Lucas Jenkins” Mi hermano Lucas es así de moñas, pero al leer la nota lloré. No sé por qué, supongo que me gusta que se acuerden de mí, y todo ese tipo de rollos. No creía que trajera buena suerte. Solo creo que da fortuna lo que yo elijo. Y para mí, aquella sudadera no era de la suerte, ni nada. Me puse el gorro de lana gris con el pompón arriba, que a parte de resguardarme del frío, tapaba mi horrible cabellera. Metí en el bolsillo trasero todo el dinero, no me fiaba de dejarlo allí, no sé por qué la verdad, no suelo ser desconfiado, pero me dio la venada. Por el medio iba la bolsita de cocaína, no sabía qué planes tendría esa noche, ni siquiera si podría volver al hotel hasta el día próximo. Me apetecía llamar a Christine. Ella no era lo suficientemente madura como para atisbar que algo malo ocurría, sin embargo el abuelo sí. Pero tras coger el móvil me di cuenta de que no quedaba batería, busqué como un condenado el cargador y lo tiré todo al suelo, ciertamente nervioso. No lo había traído. Se me había olvidado por completo. Soy idiota. Bufé y lo dejé caer al suelo.

Necesitaba despejarme, así que tras salir de mi habitación y pasear un par de manzanas sin un rumbo fijo, entré en una colorida cafetería que tenía muy buena pinta. Había un par de viejos verdes con un Wiski seco entre las manos, los cuales no paraban de decirle groserías a la mulata camarera de turgentes pechos, mis ganas de meterme en la conversación eran infinitas, pero me contuve, no quería problemas. Después, había universitarios esparcidos por las mesas cercanas a las ventanas, que eran las únicas que en vez de sillas tenían cómodos sofás rojos, ellos charlaban con alegría y bebían de sus refrescos, así, sin comer nada, nunca entenderé ese tipo de gente que bebe sin tener sed, se lo juro.
Es como mi amigo Kurt y yo, en serio, tenemos horas realmente diferentes para tomar los refrescos. Puede que les parezca una chorrada, pero es muy relevante –o al menos en nuestras vidas-. Por ejemplo, él suele tomarlos a media tarde. Ni merienda ni cena, ni come con ellos. A eso de las cinco de la tarde, va hacia la nevera –a cualquier nevera, es igual en que casa esté, siempre ha sido muy extrovertido y a veces aprovechado-, y coge una botella de dos litros de cola, la sirve en un vaso de tubo hasta el final y vuelve de nuevo a sus quehaceres bebiendo un pequeño trago de cada vez. Siempre me ha parecido gracioso, pues yo cuando no hago deporte o no estoy comiendo, nunca suelo tener sed, pero él sí. Y parecía ser que le pasaba a mucha gente. A mi me gusta más tomarme un frío refresco al mediodía o a la merienda pero no así, a palo seco, como hacían los joviales estudiantes. No sabría decirles de qué hablaban, pero me gustaría saberlo, al menos se reían a carcajada limpia y no estaban solos como yo, ni nada de eso. Sentía que toda la maldita cafetería me observaba y criticaba por estar allí solo y tal. Quiero decir, pensaba que sentían penurias porque no tuviera con quién salir a merendar un viernes a la tarde, o algo. Quería creer que no se fijaban en mí, pero no puedo estar seguro.
Me senté en uno de los taburetes de la barra, el más alejado a los viejos aquellos y me puse a hojear el periódico.

-          Eh, tú, muchacho, para leer el periódico tienes que consumir primero. –dijo una camarera al otro lado de la barra, arrebatándome el periódico de las manos. Tenía una enorme verruga en la frente y un pelo rubio chillón lleno de canas que te impedía mirarla a los ojos. No sé decirles de qué color eran, lo juro.
-          Iba a hacerlo –dije sin más. Cuando llegué ni siquiera estaba allí, menuda impertinente la tía. Eran las seis de la tarde y estaba hambriento. Siempre lo estoy-. Un perrito caliente con queso y kétchup, sin mostaza, eh… hm… un refresco de cola y… una de patatas. Espere. ¿Son de las fritas o de las deluxe? –La mujer, que creía que tomaba el pelo, me señaló la carta de malos modos, la leí por encima un par de segundos y le señalé las fritas-. Estas, sí –ni siquiera le dije por favor o gracias, no se lo merecía. Había rasgado la primera hoja del periódico y todo. Cuando alguien te trata sin educación, no puede esperar que tú correspondas bien. Al igual que cuando hablas educado, debes esperar que te respondan como tal. Aunque eso no parecía poder aplicarse a aquella ciudad.

Ya no me apetecía leer el periódico. En verdad nunca lo leo, solo lo hojeo para parecer interesante, adulto y todas esas cosas. La camarera iba de mesa en mesa muy apurada. Todo el mundo estaba acompañado menos yo, y me sentía nuevamente solo. Seguía pensando en la prostituta aquella, me ponía rabioso al recordarlo.
De pronto, una voz me hizo salir automáticamente de mis pensamientos. Era un muchacho, un par de años mayor. Tenía pinta de vagabundo con aquellas ropas, aunque quizás parecía moderno, no lo sé. Desde que está de moda llevar la ropa rota, manchada con lejía o todas esas cosas, uno nunca sabe con quién trata hasta que lo conoce. Aun así, después de todos los amigos raros que tengo, aprendí a ver más allá de la vestimenta, así que no dije nada. Tenía el pelo oscuro y los ojos verdes, en su boca se apreciaba un horrible aparato para corregir la dentadura que lo hacía parecer más joven. Yo nunca tuve que usar algo así, tengo bien los dientes. Todo el mundo cree que lo llevé puesto hace años, nadie piensa que sean míos naturales, pero es verdad. Lo son. De pequeño, comía un montón de chucherías y nunca me los lavaba, así que tenía siempre las caries picadas y me pasaba las tardes en el dentista. Era horrible, pero no por eso aprendía y comenzaba a lavarlos, yo seguía en mi línea y a mis padres les enfadaba mucho. A veces, antes de salir de casa, mi padre se acercaba y me pedía que abriera la boca, yo cogía aire para que no me oliera el aliento, pero no solía creerme, así que tenía que subir a lavarlos. Pero en vez de eso, me echaba flúor bucal con sabor a fresa y bajaba tan feliz. A veces funcionaba y a veces no. Cuando no, cogía la pasta de dientes y me la echaba por toda la camiseta, aunque ésta fuera mi favorita, era igual, yo la manchaba con ganas y volvía a bajar con una sonrisa pequeña, de arrepentimiento. Mi padre se enfadaba y me cambiaba la camiseta olvidándose de los dientes, era de suponer que si me había manchado con la pasta era porque me los había lavado, ¿no? Pues no. Siempre fui muy pillo y atravesado para ese tipo de elocuencias.

-          Hey, no te había visto nunca por aquí, y eso que vengo a menudo –dijo aquel muchacho, con un claro acento francés, hablando con gracia, pegando su banqueta a la mía con una sonrisa de tonto.
-          Ya, es que no había venido antes… -sé que quizás le hablé demasiado borde, pero no lo pude evitar, a veces soy así.
-          ¿Eres inglés, cierto? –preguntó, sin que mi sosería le molestara lo más mínimo.
-          Chico listo –respondí en francés, dándole a entender que sabía de dónde era él. Amplió mucho más la sonrisa, se le iba a desencajar la mandíbula como siguiera así.
-          ¿Y qué te trae por estas calles, entonces? –a partir de ahí, la conversación continuó en francés, debió de suponer que me sabía su idioma natal y se sentiría más cómodo hablándolo. A mi mucho tampoco me importó.
-          Lo mismo que a ti, puede ser –sonreí de lado, y me giré, observando como la camarera dejaba mi comida en la mesa. Di un sorbo al refresco y me metí una patata en la boca sin hacerle mucho caso. Tenía hambre.
-          Oh… no lo creo, no lo creo…. –respondió con suficiencia y me cogió una patata. Yo no dije nada, me estaba pareciendo una conversación estúpida, quería comer tranquilo. Eché el sobre del kétchup sobre el perrito, y le di un gran mordisco manchándome la cara completamente. Él se apuró, cogió una servilleta y me limpió la boca al momento, lo que me descuadró completamente. ¡Por fin alguien amable en ese jodido lugar, por fin!
-          Hm… gracias… soy muy torpe –susurré con la boca semi llena y seguí comiendo.
-          ¿Vas a ir mañana al Sucbehar? –inquirió con cierta ilusión. Y yo negué, ni siquiera sabía lo que era eso.
-          ¿Por qué no? Hay mucho ambiente, prometo invitarte a unas copas, tengo varios tickets gratis, los consigue un amigo –insistió. Ahí supuse que era un pub, una discoteca o algo así, pero volví a negar y le di otro mordisco a mi perrito.
-          Anda, queda muy cerca de aquí, no te defraudará, te lo prometo –siguió con el tema. No me gusta la gente cansina, pero mañana era sábado y dentro de lo que cabe, me parecía un buen plan, no tenía nada que hacer y hacía mucho tiempo que no salía de noche.
-          ¿Dónde queda? –pregunté mientras me comía varias patatas.
-          Puedo venir a buscarte si lo deseas, podemos quedar aquí mañana a las once, ¿te parece? –dijo. Pero yo negué, no me hacía ni puñetera gracia. No sé qué interés tenía en mí un desconocido así. En un momento tuve miedo de que fuera también otro prostituto, no quería que me llevara a ningún lugar.
-          ¡Ah! ¡Ya recuerdo dónde queda! Sí, sí, lo recuerdo bien –mentí como un bellaco. Ya cogería un taxi o un bus nocturno de esos. Él sonrió y me tendió un papel con su número de teléfono.
-          Cuando llegues a la puerta, llámame y saldré a por ti.
-          No tengo dinero –dejé caer. Tenía verdadero miedo de que fuera otro prostituto, así que le quise dejar claro que no iba a poder pagarle si intentaba algo, pero él solo rio y se levantó dándome un sonoro beso en la mejilla.
-          Es igual, yo invito, ya te lo dije. Joachim Jentoff –se presentó con voz afeminada y a mi su beso no me hizo ni pizca de gracia. Más que nada, porque tenía la cara pegajosa por culpa del kétchup. Siempre que como me mancho mucho.
-          Kyle Jenkins  -murmuré y seguí comiendo patatas. Estaban deliciosas, de verdad.
-          Hasta mañana, Jenkins –sonrió de nuevo de esa manera tan estúpida y se fue de allí. ¿Por qué seguían llamándome Jenkins? Maldita gente. Maldito Detroit. Malditos franceses. Maldito apellido.

Bufé y seguí comiendo. Lo terminé todo, tengo mucho saque, supongo que porque estoy en fase de crecimiento y todas esas gilipolleces. Estaba bebiendo mi refresco con la  mirada perdida, cuando alguien impactó sobre mí, e hizo que el vaso cayera sobre mi cuerpo y después directo al suelo. Me levanté con rapidez, empapado, y todo el local se giró. Se hizo un silencio y después se retomaron los murmullos. Un hombre, con traje y maletín, repeinado hasta las cejas se disculpó sin tampoco mucha apetencia, y salió de allí de manera elegante. La camarera me gritó muy enfadada y se puso a limpiar mientras rosmaba, criticando a los adolescentes y todas esas cosas. Ni siquiera le dije que no había sido mi culpa, se había visto claramente, además, ¿por qué narices iba a tirar mi propio refresco al suelo? Era de imbéciles.
No me quise volver a sentar, ya había comido y quería largarme de ese lugar. No soy de este tipo de gente que después de comer, se queda un montón de tiempo ahí, quieta, esperando a sabe Dios qué. Me ponen enfermo.
Llevé la mano a mi bolsillo trasero y sentí los billetes muy hacia fuera. Fruncí el ceño y el corazón me dio un vuelco, los saqué más rápido y los conté, faltaba el billete de cien dólares. Maldito hijoputa, bastardo, desgraciado el trajeado aquel… de verdad, sentí una rabia interior que no se dan una idea. Quise salir de allí y meterle un gran puñetazo en la cara, pero no lo hice. ¿Ven lo que les decía sobre los vagabundos y todo eso? Las apariencias engañan un montón. Ese tío, que seguramente sería el hombre perfecto, el marido perfecto y todo perfecto en apariencias, era un gilipollas integral por dentro. Y todas las chicas faltas de autoestima, cuando van por la calle caminando y lo ven, se sienten peor, porque les gustaría tener a un hombre así a su lado. Ya saben, trajeado, guapo, de edad media, bien peinado y todas esas pamplinas.
Me habían vuelto a engañar, otra vez. La segunda vez en un día, era de locos. Quería irme de Detroit ya. Me hubiera gustado cerrar los ojos con fuerza y aparecer en mi casa. Me daba igual la bronca que me pudieran echar. Incluso comenzaba a arrepentirme de haberme largado del internado, por lo menos allí no me estafaban de tal manera. A partir de ese momento, decidí hacer caso al señor de la tienda de chuches y condones, y no fiarme de nadie. Me entró nostalgia pensar eso, porque pensé en las gominolas y después automáticamente en la prostituta, y me dio más rabia.

Creo que ser tan cretino no puede ser bueno, ni normal, ni sano, ni nada. Creo que padezco una enfermedad de esas que solo tiene una de cada cien mil millones de trillones de personas y no tiene cura, o algo. Se llama Kyle Jenkins no diagnosticado. ¡Es una enfermedad muy grave! Ese trastorno no tiene cura, moriré con él, al igual que nací con él, y nadie más lo tiene. Sólo yo. ¿Cómo vivir con un trastorno que solo padeces tú en el mundo? Nadie lo ve. Ni médicos, ni familiares, ni amigos, solo tú. No se parece en nada a ningún otro, pero tú sabes que no encajas, que eres diferente y decides su nombre. Yo lo he hecho, ustedes también pueden, pero dudo que estén tan enfermos. De verdad, lo mío no es normal.
Recuerdo, que de pequeño, cuando en el colegio me decían, ¡eres tontísimo! U otros adjetivos acabados en –ísimo, yo me reía a carcajada limpia y les gritaba, ¡mentira, yo sólo soy Kylecísimo! Es un adjetivo que también me inventé yo. Significa que estoy tarado, pero al menos no es ningún insulto, es lo que soy. Si por ejemplo, soy bueno, podrán llamarme buenísimo, y si soy malo, malísimo, sin embargo, para Kylecísimo, cualquier cosa está justificada, ¡puedo hacer lo que me venga en gana, y el adjetivo no variará lo más mínimo! Es brillante, de verdad. Sólo yo soy así de Kylecísimo, y estoy orgulloso, porque no soy así por mis genes ni chorradas de esas, soy así por ser yo mismo en cada momento, incluso si a veces aparento ser otra persona, continuaré siendo muy Kylecísimo, porque eso entra dentro de mis virtudes y defectos. De verdad, no se culpen si alguien les insulta o también se creen que están chalados, invéntense un nombre y listo. Al menos yo, así, soy más feliz, porque no me estoy preguntando seguido, ¿por qué narices soy así?, ya sé la respuesta de antemano. Soy así, porque soy demasiado Kylecísimo para esta vida de cuerdos. Y listo. No me tomen por loco ni nada, por favor.

No me apetecía ver nada más. Guardé el número del tal Joachim ese, pagué mi consumición íntegra, sin dejar propina, la camarera había sido muy descortés conmigo y no se lo merecía, y salí de allí. Como yo temía, había comenzado a nevar, hacía un frío de mil demonios y mucha menos gente en la calle. Pronto serían las siete, había pasado cuatro horas allí y me había ocurrido de todo. Decidí llamar a mamá, más que nada para saludar y todas esas cosas, ya que los del internado no tardarían muchos días en avisarla de que había desaparecido y todos esos rollos. No estaba seguro si llamarían hoy mismo o esperarían a buscarme más a fondo. Se les iba a caer el pelo de todas las maneras, así que no lo sabía.
Ni siquiera tenía móvil, así que saqué del bolsillo mi puñado de calderilla y me aproximé a una cabina cercana. Lo metí todo. No sé decirles cuánto era, pero esperaba que me diera para una llamada medianamente larga, quería que vieran que estaba bien, sano, feliz y todo eso.
Casa Jenkins, ¿quién llama, por favor? –reconocí la voz de Elphie, nuestra asistenta, al momento y sonreí. La conozco desde que nací y es muy enrollada. Suele comprar chocolate a escondidas de papá y después me lo da.
-          ¡Soy yo! –exclamé con cierta alegría, como si tuviera seis años. Esa es una jodida costumbre que tengo, nunca digo mi nombre al llamar, solo digo que soy yo y punto. Y la verdad, es que hasta ahora nunca han dudado.
-          ¡Kyle! ¡Qué alegría tu llamada! ¿Cómo estás, pequeño? –pareció alegrarse bastante, aunque con esta mujer nunca se sabe, es muy bipolar.
-          Yo bien, bien, ¿está mamá en casa, o alguien? –pregunté. Quería ir al grano, no sabía cuánto iba a durar la llamada y no me quedaban más monedas.
-          Sí, cielo, un momentito –aquí sentí la melodía de llamada de espera, seguramente le había dirigido la llamada a su despacho.
-          ¿Kyle? –preguntó mi madre, también muy alegre. ¡Que triste estaba yo!, me gustaba tanto mi hogar… ¿por qué narices no podía estar ahí siempre, como los demás?
-          ¡Sí, soy yo! ¿qué tal, mamá? Estoy en el centro, me han dejado bajar al fin, ¿sabes? –comencé a hablar como una cotorra. Tenía muchas ganas de charlar con ella.
-          ¡Como me alegro! ¿Ves como si te portas bien, recibes a cambio tu merecido? Yo estoy bien, estaba terminando un diseño y ya me había a dormir. ¿Tú como estás? Dime, dime. –dijo. ¡Se me había olvidado por completo! Allí son cinco horas más que aquí, por lo tanto serían casi las doce de la noche.
-          ¡Hostia! Digo… joé. No me acordaba de que ahí era más tarde, y todo ese rollo. Estoy bien, hemos ido a merendar a una cafetería y fuimos a la sala de recreativos. ¿Cómo está Chris? –mentí un poco, para tener más credibilidad y tal.
-          Kyle, sabes que no me gusta que digas tacos –siseó molesta, pero pronto volvió a su tono normal. A mi madre no le suelen durar demasiado los enfados-. ¿Sí? Vaya, ¿necesitas que te mandemos más dinero, o algo?, ¿cómo vas con las notas?, ¿estás a gusto ahí, Kyle…? Chris ya está dormida, mañana le diré que has llamado. Te echa mucho de menos, y yo también, ¿sabes? Hoy a mediodía comimos macarrones, y todos nos acordamos de ti al momento. ¿Qué día vuelves?, ¿qué número es éste? –siguió hablando casi sola. Habla un montón mi madre. Generalmente, eso me da rabia, porque siempre la llamo para decirle algo concreto y ya, pero ahora me gustaba escucharla.
-          No, de dinero voy bien, tranquila –no comenté nada  sobre los tacos, no quería discutir-. De notas bien, quizás apruebe todas –mentí como un descosido. Me arrepentí nada más decirlo, pero ya era tarde. Me gustaba mucho escuchar que me echaban de menos y se acordaban de mí al comer mi comida favorita. Estuve a punto de llorar-. He dejado el móvil en el internado, pero no me llaméis a ese, creo que está estropeado o algo y no enciende.
-          ¿Sí? ¡Cómo me alegro! No te das una idea, pequeño, ¿ves? Yo ya sabía que tú si querías eras capaz de eso y más, yo lo sabía… que orgullosa estoy de ti, Kyle, eres un chico fantástico, de veras, nunca dudes eso. Dime, ¿cuándo vuelves? –seguía charlando con ilusión, mi madre es de las pocas personas que hablan sinceramente y no de manera falsa. Yo no podía más. Creo que por dentro ya estaba llorando.
-          Hm… –se me había olvidado por completo que lunes había vacaciones de Navidad, daban las notas y todo eso. Aun así yo supuestamente tenía que pasar ahí las Navidades, así que su pregunta me desconcertó-. ¿Papá no te ha dicho nada…? Me voy a quedar aquí… dicen que es lo mejor y todo eso…
-          ¿Cómo? –preguntó. En efecto, no sabía nada. Sentí como se ponía pálida al momento, y a mí se me caían ya las lágrimas.
-          Vale… no te ha dicho nada… maldito estúpido… creen que hice una pintada en la pared y tampoco les gustó mucho una redacción sobre el comportamiento adecuado que hice –mi voz salía entrecortada, no quería que sintiera que estaba llorando.
-          Kyle, no bromees, no bromees… –repitió eso un montón de veces, no se lo creía. Mi padre, suele consultarle las cosas, le consulta todo excepto lo que tenga que ver conmigo, porque sabe que no lo permitirá y todo eso.
-          No bromeo –murmuré y vi en la pantalla que me solo me quedaba un minuto de llamada. Malditos estafadores, hasta las cabinas se reían de mí-. Debo colgar, mamá, vamos a subir al autobús y se está acabando el tiempo de la llamada.
-          Tranquilo… –tartamudeó sin saber qué decir. Estaba igual de atónita que yo en su día-. Voy a solucionar esto, ¿vale, cariño? Te lo prometo, te prometo que Lunes te vuelves, si es necesario iré yo a buscarte, te lo prometo, Kyle, te quiero, pórtate bien por favor, no hagas nada más.
-          Ehm… vale… –en ese momento me sentí como una jodida mierda. Debí de haber hecho aquella maldita llamada cuando aún estaba en el internado, en vez de hacerlo todo a la ligera. Aun así, si les soy sincero, dudaba que mi madre pudiera hacer algo, ¡ustedes no conocen a mi padre, de veras!-. Yo también te quiero mucho, mamá, dile a Chris que he llamado, a Lucas que llevo la sudadera negra de la suerte y a Dami que deje de estudiar tanto, jo, que se va a quedar tonto. ¡Ah! Y saluda al abuelo, dile que me encantó su última carta, que le responderé pronto. Os echo a todos mucho de menos, y… –ahí la llamada se cortó. Le di un fuerte puñetazo a la cabina. Me hubiera quedado charlando con mi madre toda la noche, de veras. Me sentí muy mal, nunca sienta bien ser portador de malas noticias y todas esas cosas. Ni siquiera mandé saludos a mi padre, no se los merecía. Yo merecía unas Navidades en familia. Todo era su maldita culpa.

Me escurrí por la cabina hasta quedar sentado en el suelo, abrazado a mí mismo. En aquel momento me daba igual que el mismísimo dinero saliera volando o que un loco me pegara un tiro. Solo quería llorar. Quería volver a mi casa.
Mantuve esa posición al menos diez minutos, después me levanté desolado y corrí con furia un par de manzanas hasta el hotel. Fui por la carretera, al camino contrario de los coches con los ojos cerrados, me importaba un bledo que uno me atropellara, la verdad. Por suerte, o por desgracia, debido a la nieve apenas pasaban coches y llegué al hotel sano y salvo. Estaba helado y deprimido.

A punto de entrar, un hombre me tocó el hombro. ¿Cuándo narices iban a dejarme en paz? Deseaba ser invisible, de verdad.

-          Eh, muchacho, ¿fumas? –preguntó aún con su brazo en mi hombro. Tenía una pinta de vagabundo, pero no por su ropa, ni nada, sino por la suciedad y todo eso. Hablaba entrecortado y nervioso. Estaba macilento y ojeroso. Daba miedo.
-          Hm… sí. –susurré y me aparté. No me gusta que me toquen el puñetero hombro.
-          Oh… perfecto –sonrió, agarró mi brazo y me llevó a la esquina del hotel. Automáticamente creí que era un violador. ¿Por qué querría matarme? No había hecho nada malo. Estaba muy nervioso. El susodicho, abrió su abrigó y yo cerré rápido los ojos, pensando que sacaría una navaja y me la clavaría en el costado.
-          Eh, tranquilo, no voy a hacer nada, hombre –siguió sonriendo, como fraternal, y sacó una bolsita de marihuana que tenía una pinta estupenda-. ¿quieres? Está muy bien de precio y es excelente, dudo que hayas fumado algo igual, hazme caso. Házmelo.
-          Ah… eh… yo… no sé –solo atiné a decir eso. Observé la bolsita y volví a mirarlo, aunque no fijamente, por si acaso era un loco-. ¿A cuánto está?
-          La pequeña a veinte dólares, y ésta a cuarenta, trae mucho más, te compensa, hazme caso, hazme caso. Házmelo –dijo haciendo más notables sus temblores. Hablababa ciertamente agresivo, y repetía la última palabra un  montón, como para no hacerle caso…
-          Bueno, deme la de cuarenta entonces… –musité con desgana, como si entendiera un montón de ese mundo y todo eso. Llevé la mano trasera a mi bolsillo y saqué un par de billetes de veinte a tientas. No quería que viera que tenía más dinero por si acaso me robaba o algo de eso.
-          Estupendo, veo que eres un chico listo –aseguró alabándome contento y me arrebató los cuarenta dólares con rapidez –dijo. En un momento pensé que saldría corriendo, sin darme la maría, pero en cambio, me la dio y echó a caminar por un estrecho callejón-. Cuando quieras algo más, suelo andar por aquí todos los días, que te vaya bien, chico listo –dijo con retintín, y se fue a paso lento, tambaleándose sobre sus propios pies. Parecía que en cualquier momento iba a caer, de verdad.

Estaba atónito. ¿Qué tipo de gente había en esa jodida calle? Supongo, que al estar al lado de un hotel tan caro, creen que la gente que va por allí tiene dinero de sobra y aparecen rápidamente prostitutas, camellos, ladrones y todo eso. No eran listos ni nada los cabrones. Metí la bolsita en el bolsillo de mi sudadera y entré al hotel. Cogí mis llaves en recepción, subí corriendo hasta el cuarto piso y cerré la puerta de un portazo, asegurándome de colocar bien la llave, no quería más sorpresas. No quería salir de allí, me sentía más seguro.
Ya pasaban de las siete de la tarde, ahora Ledger y los demás estarían enfadadísimos buscando por doquier al tonto de Bobby. Esperaba que no se les diera por buscar en un hotel tan caro, y más sabiendo lo cutre que es su madre y todo eso.
Me desvestí con rapidez, estaba muy frío y húmedo por culpa del mojado suelo y el refresco que me había caído encima. Los del hotel, habían limpiado mi habitación, reponiendo los geles y sales de baño, al principio pensé en darme otro baño, pero no me apetecía tanto. Todavía llevaba en mi cabeza el gorro de lana gris con un gran pompón arriba, no me había dado cuenta de que lo había llevado toda la tarde, incluso en casa de aquella prostituta. Supongo, que al no tener pelo, el calor de la lana actuaba como tal y no me hacía sentir acalorado ni nada. Estaba estable.
No tenía sueño, todavía era pronto y a mi el sueño suele venirme a las tantas de la madrugada, da igual cuánto madrugue. Estuve a punto de sacarme también los bóxer, pero al final me contuve. Sé que estaba solo en la habitación, y tal, pero como no era del todo mía, no me sentía seguro como para dormir en pelotas. Así que solo en ropa interior, con el gorro en la cabeza, me dejé caer en la cama con los brazos abiertos y me estiré ruidosamente, haciendo crujir las rodillas, las costillas y los dedos de los pies. No se crean que soy de ese tipo de tíos que se pasaban todo el jodido día crujiéndose los dedos, al menos yo nunca he sido capaz de hacerlo con los de las manos, me da grima, no se por qué. Ese tipo de tíos se pasan el día crujiéndose los dedos de las manos y el cuello, solo para hacerse los malos y duros, como si quisieran hacer creer al resto que tenían los huesos muy duros o sabe dios qué. Los repelo.
Lo único que tengo despreciable, es que me muerdo mucho las uñas, aunque intento no hacerlo demasiado. El verano pasado, mamá, me compró un líquido muy raro en la farmacia para echarlo en las uñas, pero a mi me daba igual, yo las mordisqueaba de todas maneras. Incluso me agradaba aquel sabor. Ahora ya no me las muerdo tanto, porque yo decidí no hacerlo. Supongo, que cuando hay temas de manías, estudios o comportamientos por medio, nadie puede interferir en tu decisión. Da igual que te sobornen o castiguen para que dejes de morderte las puñeteras uñas, apruebes todo y te portes bien, si tú no quieres hacerlo, no lo harás. Y si quieres mejorar, lo harás por ti mismo, no por las reprimendas ni nada de eso.

Finalmente, aburrido de darle vueltas a mi soledad, cogí la bolsita de maría y después un cigarro. Abrí el pitillo en un rápido pase de lengua por el papel y eché el contenido en mi mano, mezclándolo con maría después de arrancar el filtro con los dientes. Reconozco que eché de más, pero después del cannabis de Dangerous no pensaba que hubiera nada peor en el jodido mundo. Y si lo había, mejor, así al menos no pensaría en Ledger y todo eso. Saqué del bolsillo pequeño de la mochila un papel de liar y lo lie con suma maestría, no creo haber durado ni santo un minuto. Después, saqué ese algodón que hay dentro de los filtros y lo quemé un par de veces. No sé por qué hago eso siempre, la verdad, es una técnica que me enseñó Lucas Marshall, un amigo de Nueva York que era un experto en este tipo de cosas, de veras. Él fue quien me enseñó a liar y todo eso. Quizás lo invite a mi casa un par de días cuando vuelva a Londres, es una perla de tío, se lo juro. Deberían conocerlo.
Envolví el peta y le di una profunda calada, como siempre, pero sentí un fuerte ardor dentro. ¡Joé! El tío no me había mentido, no, para nada, era una marihuana realmente buena, y yo estaba a gusto.
Seguí fumando como una hora entera mientras veía la tele, no sé decirles que veía exactamente, pero yo la miraba con pasión. Consumí unos siete petardos en una santa hora como si fueran simples cigarrillos, y me sentía bien. La verdad, es que no notaba el mareo propio de la maría ni nada, así que seguí fumando con brío, deseando llegar a ese punto de relajación absoluto en el que nada te importa un bledo. En un momento, creí que me habían timado, ¡otra vez!, y que la maría no era tan buena, pero de pronto comencé a sentirme realmente bien. La habitación flotaba en el aire, no sabía si yo era parte de la habitación como ser humano o como objeto, no era consciente si también flotaba así que di unas tres o cuatro vueltas por la cama y me dejé caer en el suelo boca arriba, observando con detenimiento el techo. Tampoco estaba quieto. Entrecerré los ojos, queriendo que aquello se parara unos segundos, pero era peor. Cualquier solución solo me hacía empeorar. Si cerraba los ojos, sentía que caía en un cóncavo agujero negro y era horrible, si los abría todo se movía, de verdad. ¿Saben cuando en las películas de Hollywood, el protagonista experimenta una sensación así, y en la pantalla salen un millón de luces de colores? Pues yo antes me reía, aseguraba que aquello era una trola y que la maría no tenía esos efectos, ni de coña. Pero ahora era consciente de que sí. Al menos, aquella maría de Míchigan sí lo era.
Cogí a tientas el mando de la televisión y la apagué. El ruido salía distorsionado como en un vinilo mal puesto, la voz se había elevado y se disparaba distorsionada y molesta por los altavoces. Dejé caer el mando al suelo y su ruido, provocó un desorden terrible en mi cabeza. Era como si hubiera estallado un cañón dentro de mis entrañas, así que me comenzó a doler mucho la mente, me dolía más cuando pensaba. Agarré con fuerza el reloj que había en la mesita de noche, y estuve mirándolo como quince minutos, hasta que las agujas decidieron por fin quedarse quietas, dejándome saber qué hora era. Rondaban las diez de la noche. No sé decirles qué pudo ocurrir en tanto tiempo, de veras, lo intento, hago fuerza, y rememoro para entender qué narices pude hacer en tres horas pero no lo recuerdo.
Dejé el reloj en su sitio y sus agujas retomaron la marcha, moviéndose con angustia, como las tizas mal rozadas contra la pizarra en una marcha nupcial. Las lágrimas comenzaron a caer sobre mis mejillas, quería silencio, por favor. Quería que todas las jodidas voces de mi cabeza mantuvieran un solo minuto de silencio, lo anhelaba con fuerzas.
Logré levantarme con torpeza del suelo y me enderecé, caminando despacio hacia el baño. De repente, todo bien estar, toda relajación experimentada, desapareció y solo hubo un montón de borrosidad y mierda apestosa. Nunca me había pasado aquello, me había pasado tardes y noches enteras fumando maría en Londres, y jamás me había sentido así.
Cuando me quise dar cuenta, estaba colgado del wáter vomitando la merienda de aquella cafetería. Sentí que mi estómago ya estaba vacío, que no tenía nada más por vomitar, pero aun así seguí haciéndolo. Creí que había pasado una eternidad, mil noches enteras vomitando no habrían durado tanto, se lo juro.
Quise ir hacia la cama, pero de repente ésta se había desplazado a miles de kilómetros  y nos separaba un desierto abrasador lleno de pinchos esperando mi llegada, así que obviamente no crucé y me mantuve quieto, muy quieto. Mi reflejo en el agua salía borroso, deforme y sobretodo muy pálido. Me había dado una especie de blanca importante, y no tenía nadie a mi lado. Era un genio mal aprovechado, un Dios, el ser más superior que jamás han visto en sus vidas, pero estaba demente. Escuchaba lo que hablaban las secretarias en recepción, los gemidos provocados por una mujer mayor, quince pisos más arriba, o el pastel de crema que se estaba cocinando en el sótano. Era el líder de aquella manada en la que solo estaba yo. Al principio, quise coger un bolígrafo e intentar escribir en papel higiénico lo importante y grandioso que me sentía, pero había olvidado como narices se escribía, ni siquiera recordaba si era zurdo o diestro, ni como se cogía el puñetero bolígrafo. Quería morirme y que todo acabara de una maldita vez.

Finalmente, me recosté en el suelo, mientras temblaba y jadeaba. Me abracé a mí mismo, intentando darme calor pero era peor, mi cuerpo estaba más frío que mi propio cuerpo. Era un bucle infinito. Adopté una posición fetal y me quedé por fin dormido. Por lo poco que recuerdo, vomité unas dos o tres veces más a lo largo de la noche, pero no me enteré, ni siquiera el olor perturbó mi sueño.

Cuando uno duerme, ni siente ni padece.