martes, 3 de abril de 2012

Capítulo 3 – Engaños, llamadas y vómitos.


Era hora de contar el dinero que tenía, estaba solo y no corría peligro de ser visto, acusado, ni robado. Primero, saqué mi neceser ya vacío, y después, el sobre de Arthur, pero al abrirlo me sentí una verdadera mierda. Una mala persona. Debería ir al infierno seguro. Dentro, había una foto de su difunto padre, un aspirante a astronauta fallido, la única que tenía de él, un par de cartas de su tía Evelyn, y ahorros. Solo había unos 330 dólares y algunas monedas. No podía permitirme ese estilo de vida en lo que me quedaba de viaje, lo tenía claro. Soy un estúpido. Prometo no volver a hacer nada semejante en la vida, la decepción llenó por completo mi interior al imaginarme la cara que pondría al ver que la foto había desaparecido. Sin duda, si hubiera sabido aquello, la habría dejado allí, pero ya era tarde. Siempre hago las cosas y después me lamento. Ya se lo compensaría de alguna manera más adelante. Soy un necio.

Dejando atrás el tema de Arthur, estaba bastante feliz, completamente solo en una habitación realmente lujosa y grande. Todo para mí. Podía fumar, saltar en la cama, charlar o hacer lo que me diera la real gana, porque a diferencia de todos los hoteles en los que había estado, allí no había padres para controlarme, y eso me hacía sentir tan jodidamente adulto, que no se dan una idea.

Me desnudé del todo y caminé despacio por la moqueta moviendo con gracia los dedos de los pies. Me encantan las moquetas, y no la fría baldosa que hay en la mayoría de colegios.
Me di un larguísimo baño de espuma, gasté todo tipo de geles y sales de baño que encontré por allí, cosa que deseaba hacer desde hacía ya un montón de tiempo, pues en los internados suele haber pequeñas bañeras en las que a penas cabes sentado, o duchas. Y yo, soy un fanático de los baños.
Bueno, eso es ahora, porque de pequeño los odiaba, era imposible que alguien me diera un santo baño, sin tener que librar duras batallas durante horas primero. Supongo que maduré y tal.

Me quedé allí, completamente estirado, mientras sentía los impactos de agua chorreando por mi espalda, y respirando profundamente aquel agradable aroma. Me sentía un Dios, ni siquiera pensé en nada negativo. Estuve allí acostado al menos una hora, con un cómico peinado de espuma que tapaba mi cabeza rapada, fumando cigarro tras cigarro y bebiendo cerveza fría de la que había en el mini-bar. En verdad, la cerveza no me gusta en absoluto, prefiero cualquier tipo de alcohol, y son fan de los cubatas de Vodka o Wiski con cola y mucho hielo, pero la birra siempre me hace sentir más adulto y mayor de lo que en realidad soy, así que la bebo a menudo sin gustarme. Soy así.
También escuchaba a Kutxi Romero por los altavoces del iPod. ¡Es un genio el tío! Es el mejor poeta que conozco, sin duda. He ido a varios de los conciertos que da con su grupo, Marea, y cada día me fascina más, me sé todas sus letras y no dudo en cantarlas cuando me apetece. Es un hombre robusto y lleno de tatuajes, aparentemente un chungo, pero en el fondo es un romántico y todo eso. Es el único que consigue ponerme los pelos de punta con sus jodidas canciones. A veces, entiendo lo que quiere decir con sus frases, otras me paso horas debatiendo con mi yo interno para averiguar a qué se refiere, y la mayoría no logro entender lo que dice con esas comparaciones tan extrañas, pero aun así no dejo de escucharle. Cuando me preguntan, ¿a qué famoso te gustaría conocer?, sin duda respondo su nombre, no necesito pensarlo ni un segundo. Es mi ídolo.

Después de escuchar su último disco al completo, pensé en hacerme una buena, merecida y gratificante paja, pero posteriormente, al pensar en el apretado corsé de la puta aquella, se me quitaron un poco las ganas. Aun así, me la hice igual. Supongo que soy un obseso del sexo, un ninfómano o cualquier cosa rara de esas, aunque tenía claro que no quería volver a acostarme con ninguna mujer en un buen tiempo, o al menos no en aquella apestosa ciudad. Me fumé unos diez cigarrillos, bebí las dos cervezas, y decidí salir del agua. Más que nada, porque ya se me estaba arrugando la piel y es una sensación que me da repelús, como a la mayoría de la gente, supongo.

Me sentía como el niño de solo en casa, y supongo que de madurez íbamos más o menos igual. Caminé unos minutos por la habitación, desnudo, chorreando gotas de agua, haciendo torpes meneos de pelvis, ¡cualquiera que me viera pensaría que estaba loco!
Por si no lo saben, me encanta estar en bolas desde que tengo consciencia, me da libertad y vida. Creo que todos deberíamos ir así por la calle, como Dios nos trajo al mundo y todo eso. Me sequé con suma lentitud mientras escuchaba de fondo un programa musical que echaban en MTV y me dejé caer en la cama estirado un buen rato. Pensaba en todo, en lo que había perdido y ganado con aquella experiencia, en lo que dirían al ver que ya no estaba allí y todas esas cosas. Me deprimí un montón. Me sentía un delincuente, un fugitivo de la policía o cosas peores.

Les juro que me deprimo con una facilidad sorprendente. Puedo ser el chico más feliz de la tierra, y de repente ¡pum! Me sucede cualquier minucia, me derrumbo y quiero que me trague la tierra. Comienzo a pensar en métodos indoloros para suicidarme y acabar con todo, incluso escribo una carta de suicido, pero después me siento mal por mi madre, y no hago nada.
No suelo llorar, y si lo hago suele ser en silencio, pero les prometo que lloro muy a menudo de manera interior… me suda la espalda, mi cara toma un color blanquecino, y de verdad que lloro por dentro… ¡Joé! Me da una rabia que no se dan una idea, porque me digo a mi mismo una y otra vez: “Kyle, no pasa nada, no te preocupes tío, es una tontería, tú vales más que todo eso”, o ese estilo de frases estúpidas y ñoñas que se dicen en las películas y no te ayudan en lo más mínimo. Pero después me río –casi de mí mismo-, niego con la cabeza y sigo hundido en la más asquerosa y repugnante miseria. Es realmente complicado ser débil, con apariencia fuerte, en un mundo de humanos. Además, todo se complica cuando le veo el doble sentido a las cosas, creo que todo va por mí y me vuelvo literalmente loco.
Un gran defecto que poseo, es que suelo tomármelo todo muy a pecho y de pequeños granitos de arena saco grandes montañas cargadas de problemas. Soy así, y supongo que eso, a estas alturas de mi vida, ya no lo puedo cambiar ni nada. Aunque eso no lo sabe nadie, porque intento aparentar que todo me importa un rábano aunque por dentro me coman los nervios.

Vacié mi macuto y cogí unos pantalones pitillo vaqueros, rasgados, rotos, gastados… como quieran llamarlos, pero eran mis favoritos sin duda. Me eché desodorante en el poco y rubio vello púbico que me había salido en las axilas y encima, mi camiseta roja de la suerte que ya apestaba a sudor, pero me daba igual. Volví al baño, me lavé los dientes y quedé mirándome en el espejo unos minutos.
No soy tan feo, –dije de repente, como si estuviera hablando con alguien-. Bueno, la nariz quizás sea un poco grande, –me puse de perfil y la miré en el reflejo, poniendo después los ojos bizcos-. No. Muchos la tienen más grande. –aseguré, volví a ponerme de frente y me miré los ojos-. ¿Serán bonitos? No porque sean azules deben serlos, eso es lo que todos los malditos fotógrafos creen, pero yo he visto mujeres preciosas con ojos marrones. ¿Serán pequeños los míos?, ¿serán demasiado grandes, o con muchas ojeras quizá?, ¿cómo les parecerán a la gente? –seguía hablando solo. Acerqué mucho la cara al cristal soltando aire, dejándolo empañado. Pinté una K bien grande con el dedo índice y seguí mirándome en la zona que no estaba llena de vapor. Sonreí de oreja a oreja mostrando los dientes y volví a acercarme mucho observándolos en silencio, encogiendo los hombros-. Bueno, para todo lo que fumo no están tan mal. Debería dejar de fumar. –Susurré para mí y de repente corrí hacia el extremo izquierdo del baño, donde estaba la bañera, y grité como un loco-. ¡No, Kyle, no lo dejes, si a ti te gusta no deberías hacerlo! –Alcé las cejas divertido y corrí hacia el otro extremo, poniendo cara de bueno, hablando mucho más bajito-. Sí, Kyle, debes hacerlo, es lo mejor, es lo más sano, blablablá. –Volví a correr hacia el otro lado y grité-. ¡Cállate tú, el único problema que tiene son esas orejas tan grandes! –Me coloqué en el medio y crucé los brazos con resignación, y posteriormente volví a la derecha, negando con vehemencia-. ¡Venga ya! No seas imbécil, tampoco las tiene tan… bueno, un poco sí, la verdad… -Mi cara se volvió de circunstancia y corrí al espejo nuevamente para mirármelas. Rapado se veían mucho más. De pequeño, solían llamarme Dumbo, incluso ahora hay algún estúpido de Londres que lo hace. Y todo, porque mi padre acostumbraba mucho a tirarme de las orejas, sin importarle una mierda que estuviera alguien delante. Sobretodo, ocurría cuando tenía siete u ocho años, cuando yo, estaba habituado a soltar un montón de tacos para hacerme el mayor. Cuando algunos amigos venían a casa a jugar, yo seguía en mi línea y les enseñaba las nuevas palabrotas que había escuchado en la tele o en boca de mis hermanos mayores. Mi padre, solía darme un fuerte tirón cada vez que me oía, y desde entonces dicen que por eso se me han quedado muy grandes. Intento no creérmelo, no me gustan los complejos. ¿Por qué narices me tiraba de las orejas? Si al menos me hubiera lavado la boca con jabón o hubiera hecho algunos de esos estúpidos remedios “caseros”, no me hubieran llamado nada. Pensaba yo-. ¡Oh, venga, callaros ya, solo estáis en mi jodida imaginación, los dos! –Chillé y comencé a llenar el baño de desodorante, como si intentara hacer desaparecer a los dos duendillos imaginarios con las defensas inmunitarias como las de un mosquito. Soy sumamente infantil. Lo sé.

El baño apestaba a desodorante, así que cerré la puerta y volví a la habitación. Prendí un cigarro y me lo llevé a la boca, buscando a tientas mis deterioradas zapatillas, unas negras de cordones, de marca Vans. ¡Mamá intentó miles de veces tirarlas a la basura! Pero no lo consigue. Ni lo conseguirá. Dice que no dan buena imagen y todo ese rollo, incluso me compró unas iguales, pero nunca las pongo. A mí me gustan éstas.

Me acerqué a la ventana, cerciorándome de que el día seguía helado, no tardaría en nevar, o llover, o sabe Dios qué. Así que me coloqué por encima una gruesa sudadera negra un par de tallas mayor que mi hermano Lucas me dio el día que me viene para Detroit. Llevaba pidiéndosela un millón de meses, y nunca me la dejaba, pero ese día me la metió en la maleta sin que me enterara y puso una nota en el bolsillo –que por cierto, sigue ahí-, la cual decía: “Cuídala bien, da buena suerte. Te echaremos mucho de menos, pequeñajo. Pórtate bien, anda. Lucas Jenkins” Mi hermano Lucas es así de moñas, pero al leer la nota lloré. No sé por qué, supongo que me gusta que se acuerden de mí, y todo ese tipo de rollos. No creía que trajera buena suerte. Solo creo que da fortuna lo que yo elijo. Y para mí, aquella sudadera no era de la suerte, ni nada. Me puse el gorro de lana gris con el pompón arriba, que a parte de resguardarme del frío, tapaba mi horrible cabellera. Metí en el bolsillo trasero todo el dinero, no me fiaba de dejarlo allí, no sé por qué la verdad, no suelo ser desconfiado, pero me dio la venada. Por el medio iba la bolsita de cocaína, no sabía qué planes tendría esa noche, ni siquiera si podría volver al hotel hasta el día próximo. Me apetecía llamar a Christine. Ella no era lo suficientemente madura como para atisbar que algo malo ocurría, sin embargo el abuelo sí. Pero tras coger el móvil me di cuenta de que no quedaba batería, busqué como un condenado el cargador y lo tiré todo al suelo, ciertamente nervioso. No lo había traído. Se me había olvidado por completo. Soy idiota. Bufé y lo dejé caer al suelo.

Necesitaba despejarme, así que tras salir de mi habitación y pasear un par de manzanas sin un rumbo fijo, entré en una colorida cafetería que tenía muy buena pinta. Había un par de viejos verdes con un Wiski seco entre las manos, los cuales no paraban de decirle groserías a la mulata camarera de turgentes pechos, mis ganas de meterme en la conversación eran infinitas, pero me contuve, no quería problemas. Después, había universitarios esparcidos por las mesas cercanas a las ventanas, que eran las únicas que en vez de sillas tenían cómodos sofás rojos, ellos charlaban con alegría y bebían de sus refrescos, así, sin comer nada, nunca entenderé ese tipo de gente que bebe sin tener sed, se lo juro.
Es como mi amigo Kurt y yo, en serio, tenemos horas realmente diferentes para tomar los refrescos. Puede que les parezca una chorrada, pero es muy relevante –o al menos en nuestras vidas-. Por ejemplo, él suele tomarlos a media tarde. Ni merienda ni cena, ni come con ellos. A eso de las cinco de la tarde, va hacia la nevera –a cualquier nevera, es igual en que casa esté, siempre ha sido muy extrovertido y a veces aprovechado-, y coge una botella de dos litros de cola, la sirve en un vaso de tubo hasta el final y vuelve de nuevo a sus quehaceres bebiendo un pequeño trago de cada vez. Siempre me ha parecido gracioso, pues yo cuando no hago deporte o no estoy comiendo, nunca suelo tener sed, pero él sí. Y parecía ser que le pasaba a mucha gente. A mi me gusta más tomarme un frío refresco al mediodía o a la merienda pero no así, a palo seco, como hacían los joviales estudiantes. No sabría decirles de qué hablaban, pero me gustaría saberlo, al menos se reían a carcajada limpia y no estaban solos como yo, ni nada de eso. Sentía que toda la maldita cafetería me observaba y criticaba por estar allí solo y tal. Quiero decir, pensaba que sentían penurias porque no tuviera con quién salir a merendar un viernes a la tarde, o algo. Quería creer que no se fijaban en mí, pero no puedo estar seguro.
Me senté en uno de los taburetes de la barra, el más alejado a los viejos aquellos y me puse a hojear el periódico.

-          Eh, tú, muchacho, para leer el periódico tienes que consumir primero. –dijo una camarera al otro lado de la barra, arrebatándome el periódico de las manos. Tenía una enorme verruga en la frente y un pelo rubio chillón lleno de canas que te impedía mirarla a los ojos. No sé decirles de qué color eran, lo juro.
-          Iba a hacerlo –dije sin más. Cuando llegué ni siquiera estaba allí, menuda impertinente la tía. Eran las seis de la tarde y estaba hambriento. Siempre lo estoy-. Un perrito caliente con queso y kétchup, sin mostaza, eh… hm… un refresco de cola y… una de patatas. Espere. ¿Son de las fritas o de las deluxe? –La mujer, que creía que tomaba el pelo, me señaló la carta de malos modos, la leí por encima un par de segundos y le señalé las fritas-. Estas, sí –ni siquiera le dije por favor o gracias, no se lo merecía. Había rasgado la primera hoja del periódico y todo. Cuando alguien te trata sin educación, no puede esperar que tú correspondas bien. Al igual que cuando hablas educado, debes esperar que te respondan como tal. Aunque eso no parecía poder aplicarse a aquella ciudad.

Ya no me apetecía leer el periódico. En verdad nunca lo leo, solo lo hojeo para parecer interesante, adulto y todas esas cosas. La camarera iba de mesa en mesa muy apurada. Todo el mundo estaba acompañado menos yo, y me sentía nuevamente solo. Seguía pensando en la prostituta aquella, me ponía rabioso al recordarlo.
De pronto, una voz me hizo salir automáticamente de mis pensamientos. Era un muchacho, un par de años mayor. Tenía pinta de vagabundo con aquellas ropas, aunque quizás parecía moderno, no lo sé. Desde que está de moda llevar la ropa rota, manchada con lejía o todas esas cosas, uno nunca sabe con quién trata hasta que lo conoce. Aun así, después de todos los amigos raros que tengo, aprendí a ver más allá de la vestimenta, así que no dije nada. Tenía el pelo oscuro y los ojos verdes, en su boca se apreciaba un horrible aparato para corregir la dentadura que lo hacía parecer más joven. Yo nunca tuve que usar algo así, tengo bien los dientes. Todo el mundo cree que lo llevé puesto hace años, nadie piensa que sean míos naturales, pero es verdad. Lo son. De pequeño, comía un montón de chucherías y nunca me los lavaba, así que tenía siempre las caries picadas y me pasaba las tardes en el dentista. Era horrible, pero no por eso aprendía y comenzaba a lavarlos, yo seguía en mi línea y a mis padres les enfadaba mucho. A veces, antes de salir de casa, mi padre se acercaba y me pedía que abriera la boca, yo cogía aire para que no me oliera el aliento, pero no solía creerme, así que tenía que subir a lavarlos. Pero en vez de eso, me echaba flúor bucal con sabor a fresa y bajaba tan feliz. A veces funcionaba y a veces no. Cuando no, cogía la pasta de dientes y me la echaba por toda la camiseta, aunque ésta fuera mi favorita, era igual, yo la manchaba con ganas y volvía a bajar con una sonrisa pequeña, de arrepentimiento. Mi padre se enfadaba y me cambiaba la camiseta olvidándose de los dientes, era de suponer que si me había manchado con la pasta era porque me los había lavado, ¿no? Pues no. Siempre fui muy pillo y atravesado para ese tipo de elocuencias.

-          Hey, no te había visto nunca por aquí, y eso que vengo a menudo –dijo aquel muchacho, con un claro acento francés, hablando con gracia, pegando su banqueta a la mía con una sonrisa de tonto.
-          Ya, es que no había venido antes… -sé que quizás le hablé demasiado borde, pero no lo pude evitar, a veces soy así.
-          ¿Eres inglés, cierto? –preguntó, sin que mi sosería le molestara lo más mínimo.
-          Chico listo –respondí en francés, dándole a entender que sabía de dónde era él. Amplió mucho más la sonrisa, se le iba a desencajar la mandíbula como siguiera así.
-          ¿Y qué te trae por estas calles, entonces? –a partir de ahí, la conversación continuó en francés, debió de suponer que me sabía su idioma natal y se sentiría más cómodo hablándolo. A mi mucho tampoco me importó.
-          Lo mismo que a ti, puede ser –sonreí de lado, y me giré, observando como la camarera dejaba mi comida en la mesa. Di un sorbo al refresco y me metí una patata en la boca sin hacerle mucho caso. Tenía hambre.
-          Oh… no lo creo, no lo creo…. –respondió con suficiencia y me cogió una patata. Yo no dije nada, me estaba pareciendo una conversación estúpida, quería comer tranquilo. Eché el sobre del kétchup sobre el perrito, y le di un gran mordisco manchándome la cara completamente. Él se apuró, cogió una servilleta y me limpió la boca al momento, lo que me descuadró completamente. ¡Por fin alguien amable en ese jodido lugar, por fin!
-          Hm… gracias… soy muy torpe –susurré con la boca semi llena y seguí comiendo.
-          ¿Vas a ir mañana al Sucbehar? –inquirió con cierta ilusión. Y yo negué, ni siquiera sabía lo que era eso.
-          ¿Por qué no? Hay mucho ambiente, prometo invitarte a unas copas, tengo varios tickets gratis, los consigue un amigo –insistió. Ahí supuse que era un pub, una discoteca o algo así, pero volví a negar y le di otro mordisco a mi perrito.
-          Anda, queda muy cerca de aquí, no te defraudará, te lo prometo –siguió con el tema. No me gusta la gente cansina, pero mañana era sábado y dentro de lo que cabe, me parecía un buen plan, no tenía nada que hacer y hacía mucho tiempo que no salía de noche.
-          ¿Dónde queda? –pregunté mientras me comía varias patatas.
-          Puedo venir a buscarte si lo deseas, podemos quedar aquí mañana a las once, ¿te parece? –dijo. Pero yo negué, no me hacía ni puñetera gracia. No sé qué interés tenía en mí un desconocido así. En un momento tuve miedo de que fuera también otro prostituto, no quería que me llevara a ningún lugar.
-          ¡Ah! ¡Ya recuerdo dónde queda! Sí, sí, lo recuerdo bien –mentí como un bellaco. Ya cogería un taxi o un bus nocturno de esos. Él sonrió y me tendió un papel con su número de teléfono.
-          Cuando llegues a la puerta, llámame y saldré a por ti.
-          No tengo dinero –dejé caer. Tenía verdadero miedo de que fuera otro prostituto, así que le quise dejar claro que no iba a poder pagarle si intentaba algo, pero él solo rio y se levantó dándome un sonoro beso en la mejilla.
-          Es igual, yo invito, ya te lo dije. Joachim Jentoff –se presentó con voz afeminada y a mi su beso no me hizo ni pizca de gracia. Más que nada, porque tenía la cara pegajosa por culpa del kétchup. Siempre que como me mancho mucho.
-          Kyle Jenkins  -murmuré y seguí comiendo patatas. Estaban deliciosas, de verdad.
-          Hasta mañana, Jenkins –sonrió de nuevo de esa manera tan estúpida y se fue de allí. ¿Por qué seguían llamándome Jenkins? Maldita gente. Maldito Detroit. Malditos franceses. Maldito apellido.

Bufé y seguí comiendo. Lo terminé todo, tengo mucho saque, supongo que porque estoy en fase de crecimiento y todas esas gilipolleces. Estaba bebiendo mi refresco con la  mirada perdida, cuando alguien impactó sobre mí, e hizo que el vaso cayera sobre mi cuerpo y después directo al suelo. Me levanté con rapidez, empapado, y todo el local se giró. Se hizo un silencio y después se retomaron los murmullos. Un hombre, con traje y maletín, repeinado hasta las cejas se disculpó sin tampoco mucha apetencia, y salió de allí de manera elegante. La camarera me gritó muy enfadada y se puso a limpiar mientras rosmaba, criticando a los adolescentes y todas esas cosas. Ni siquiera le dije que no había sido mi culpa, se había visto claramente, además, ¿por qué narices iba a tirar mi propio refresco al suelo? Era de imbéciles.
No me quise volver a sentar, ya había comido y quería largarme de ese lugar. No soy de este tipo de gente que después de comer, se queda un montón de tiempo ahí, quieta, esperando a sabe Dios qué. Me ponen enfermo.
Llevé la mano a mi bolsillo trasero y sentí los billetes muy hacia fuera. Fruncí el ceño y el corazón me dio un vuelco, los saqué más rápido y los conté, faltaba el billete de cien dólares. Maldito hijoputa, bastardo, desgraciado el trajeado aquel… de verdad, sentí una rabia interior que no se dan una idea. Quise salir de allí y meterle un gran puñetazo en la cara, pero no lo hice. ¿Ven lo que les decía sobre los vagabundos y todo eso? Las apariencias engañan un montón. Ese tío, que seguramente sería el hombre perfecto, el marido perfecto y todo perfecto en apariencias, era un gilipollas integral por dentro. Y todas las chicas faltas de autoestima, cuando van por la calle caminando y lo ven, se sienten peor, porque les gustaría tener a un hombre así a su lado. Ya saben, trajeado, guapo, de edad media, bien peinado y todas esas pamplinas.
Me habían vuelto a engañar, otra vez. La segunda vez en un día, era de locos. Quería irme de Detroit ya. Me hubiera gustado cerrar los ojos con fuerza y aparecer en mi casa. Me daba igual la bronca que me pudieran echar. Incluso comenzaba a arrepentirme de haberme largado del internado, por lo menos allí no me estafaban de tal manera. A partir de ese momento, decidí hacer caso al señor de la tienda de chuches y condones, y no fiarme de nadie. Me entró nostalgia pensar eso, porque pensé en las gominolas y después automáticamente en la prostituta, y me dio más rabia.

Creo que ser tan cretino no puede ser bueno, ni normal, ni sano, ni nada. Creo que padezco una enfermedad de esas que solo tiene una de cada cien mil millones de trillones de personas y no tiene cura, o algo. Se llama Kyle Jenkins no diagnosticado. ¡Es una enfermedad muy grave! Ese trastorno no tiene cura, moriré con él, al igual que nací con él, y nadie más lo tiene. Sólo yo. ¿Cómo vivir con un trastorno que solo padeces tú en el mundo? Nadie lo ve. Ni médicos, ni familiares, ni amigos, solo tú. No se parece en nada a ningún otro, pero tú sabes que no encajas, que eres diferente y decides su nombre. Yo lo he hecho, ustedes también pueden, pero dudo que estén tan enfermos. De verdad, lo mío no es normal.
Recuerdo, que de pequeño, cuando en el colegio me decían, ¡eres tontísimo! U otros adjetivos acabados en –ísimo, yo me reía a carcajada limpia y les gritaba, ¡mentira, yo sólo soy Kylecísimo! Es un adjetivo que también me inventé yo. Significa que estoy tarado, pero al menos no es ningún insulto, es lo que soy. Si por ejemplo, soy bueno, podrán llamarme buenísimo, y si soy malo, malísimo, sin embargo, para Kylecísimo, cualquier cosa está justificada, ¡puedo hacer lo que me venga en gana, y el adjetivo no variará lo más mínimo! Es brillante, de verdad. Sólo yo soy así de Kylecísimo, y estoy orgulloso, porque no soy así por mis genes ni chorradas de esas, soy así por ser yo mismo en cada momento, incluso si a veces aparento ser otra persona, continuaré siendo muy Kylecísimo, porque eso entra dentro de mis virtudes y defectos. De verdad, no se culpen si alguien les insulta o también se creen que están chalados, invéntense un nombre y listo. Al menos yo, así, soy más feliz, porque no me estoy preguntando seguido, ¿por qué narices soy así?, ya sé la respuesta de antemano. Soy así, porque soy demasiado Kylecísimo para esta vida de cuerdos. Y listo. No me tomen por loco ni nada, por favor.

No me apetecía ver nada más. Guardé el número del tal Joachim ese, pagué mi consumición íntegra, sin dejar propina, la camarera había sido muy descortés conmigo y no se lo merecía, y salí de allí. Como yo temía, había comenzado a nevar, hacía un frío de mil demonios y mucha menos gente en la calle. Pronto serían las siete, había pasado cuatro horas allí y me había ocurrido de todo. Decidí llamar a mamá, más que nada para saludar y todas esas cosas, ya que los del internado no tardarían muchos días en avisarla de que había desaparecido y todos esos rollos. No estaba seguro si llamarían hoy mismo o esperarían a buscarme más a fondo. Se les iba a caer el pelo de todas las maneras, así que no lo sabía.
Ni siquiera tenía móvil, así que saqué del bolsillo mi puñado de calderilla y me aproximé a una cabina cercana. Lo metí todo. No sé decirles cuánto era, pero esperaba que me diera para una llamada medianamente larga, quería que vieran que estaba bien, sano, feliz y todo eso.
Casa Jenkins, ¿quién llama, por favor? –reconocí la voz de Elphie, nuestra asistenta, al momento y sonreí. La conozco desde que nací y es muy enrollada. Suele comprar chocolate a escondidas de papá y después me lo da.
-          ¡Soy yo! –exclamé con cierta alegría, como si tuviera seis años. Esa es una jodida costumbre que tengo, nunca digo mi nombre al llamar, solo digo que soy yo y punto. Y la verdad, es que hasta ahora nunca han dudado.
-          ¡Kyle! ¡Qué alegría tu llamada! ¿Cómo estás, pequeño? –pareció alegrarse bastante, aunque con esta mujer nunca se sabe, es muy bipolar.
-          Yo bien, bien, ¿está mamá en casa, o alguien? –pregunté. Quería ir al grano, no sabía cuánto iba a durar la llamada y no me quedaban más monedas.
-          Sí, cielo, un momentito –aquí sentí la melodía de llamada de espera, seguramente le había dirigido la llamada a su despacho.
-          ¿Kyle? –preguntó mi madre, también muy alegre. ¡Que triste estaba yo!, me gustaba tanto mi hogar… ¿por qué narices no podía estar ahí siempre, como los demás?
-          ¡Sí, soy yo! ¿qué tal, mamá? Estoy en el centro, me han dejado bajar al fin, ¿sabes? –comencé a hablar como una cotorra. Tenía muchas ganas de charlar con ella.
-          ¡Como me alegro! ¿Ves como si te portas bien, recibes a cambio tu merecido? Yo estoy bien, estaba terminando un diseño y ya me había a dormir. ¿Tú como estás? Dime, dime. –dijo. ¡Se me había olvidado por completo! Allí son cinco horas más que aquí, por lo tanto serían casi las doce de la noche.
-          ¡Hostia! Digo… joé. No me acordaba de que ahí era más tarde, y todo ese rollo. Estoy bien, hemos ido a merendar a una cafetería y fuimos a la sala de recreativos. ¿Cómo está Chris? –mentí un poco, para tener más credibilidad y tal.
-          Kyle, sabes que no me gusta que digas tacos –siseó molesta, pero pronto volvió a su tono normal. A mi madre no le suelen durar demasiado los enfados-. ¿Sí? Vaya, ¿necesitas que te mandemos más dinero, o algo?, ¿cómo vas con las notas?, ¿estás a gusto ahí, Kyle…? Chris ya está dormida, mañana le diré que has llamado. Te echa mucho de menos, y yo también, ¿sabes? Hoy a mediodía comimos macarrones, y todos nos acordamos de ti al momento. ¿Qué día vuelves?, ¿qué número es éste? –siguió hablando casi sola. Habla un montón mi madre. Generalmente, eso me da rabia, porque siempre la llamo para decirle algo concreto y ya, pero ahora me gustaba escucharla.
-          No, de dinero voy bien, tranquila –no comenté nada  sobre los tacos, no quería discutir-. De notas bien, quizás apruebe todas –mentí como un descosido. Me arrepentí nada más decirlo, pero ya era tarde. Me gustaba mucho escuchar que me echaban de menos y se acordaban de mí al comer mi comida favorita. Estuve a punto de llorar-. He dejado el móvil en el internado, pero no me llaméis a ese, creo que está estropeado o algo y no enciende.
-          ¿Sí? ¡Cómo me alegro! No te das una idea, pequeño, ¿ves? Yo ya sabía que tú si querías eras capaz de eso y más, yo lo sabía… que orgullosa estoy de ti, Kyle, eres un chico fantástico, de veras, nunca dudes eso. Dime, ¿cuándo vuelves? –seguía charlando con ilusión, mi madre es de las pocas personas que hablan sinceramente y no de manera falsa. Yo no podía más. Creo que por dentro ya estaba llorando.
-          Hm… –se me había olvidado por completo que lunes había vacaciones de Navidad, daban las notas y todo eso. Aun así yo supuestamente tenía que pasar ahí las Navidades, así que su pregunta me desconcertó-. ¿Papá no te ha dicho nada…? Me voy a quedar aquí… dicen que es lo mejor y todo eso…
-          ¿Cómo? –preguntó. En efecto, no sabía nada. Sentí como se ponía pálida al momento, y a mí se me caían ya las lágrimas.
-          Vale… no te ha dicho nada… maldito estúpido… creen que hice una pintada en la pared y tampoco les gustó mucho una redacción sobre el comportamiento adecuado que hice –mi voz salía entrecortada, no quería que sintiera que estaba llorando.
-          Kyle, no bromees, no bromees… –repitió eso un montón de veces, no se lo creía. Mi padre, suele consultarle las cosas, le consulta todo excepto lo que tenga que ver conmigo, porque sabe que no lo permitirá y todo eso.
-          No bromeo –murmuré y vi en la pantalla que me solo me quedaba un minuto de llamada. Malditos estafadores, hasta las cabinas se reían de mí-. Debo colgar, mamá, vamos a subir al autobús y se está acabando el tiempo de la llamada.
-          Tranquilo… –tartamudeó sin saber qué decir. Estaba igual de atónita que yo en su día-. Voy a solucionar esto, ¿vale, cariño? Te lo prometo, te prometo que Lunes te vuelves, si es necesario iré yo a buscarte, te lo prometo, Kyle, te quiero, pórtate bien por favor, no hagas nada más.
-          Ehm… vale… –en ese momento me sentí como una jodida mierda. Debí de haber hecho aquella maldita llamada cuando aún estaba en el internado, en vez de hacerlo todo a la ligera. Aun así, si les soy sincero, dudaba que mi madre pudiera hacer algo, ¡ustedes no conocen a mi padre, de veras!-. Yo también te quiero mucho, mamá, dile a Chris que he llamado, a Lucas que llevo la sudadera negra de la suerte y a Dami que deje de estudiar tanto, jo, que se va a quedar tonto. ¡Ah! Y saluda al abuelo, dile que me encantó su última carta, que le responderé pronto. Os echo a todos mucho de menos, y… –ahí la llamada se cortó. Le di un fuerte puñetazo a la cabina. Me hubiera quedado charlando con mi madre toda la noche, de veras. Me sentí muy mal, nunca sienta bien ser portador de malas noticias y todas esas cosas. Ni siquiera mandé saludos a mi padre, no se los merecía. Yo merecía unas Navidades en familia. Todo era su maldita culpa.

Me escurrí por la cabina hasta quedar sentado en el suelo, abrazado a mí mismo. En aquel momento me daba igual que el mismísimo dinero saliera volando o que un loco me pegara un tiro. Solo quería llorar. Quería volver a mi casa.
Mantuve esa posición al menos diez minutos, después me levanté desolado y corrí con furia un par de manzanas hasta el hotel. Fui por la carretera, al camino contrario de los coches con los ojos cerrados, me importaba un bledo que uno me atropellara, la verdad. Por suerte, o por desgracia, debido a la nieve apenas pasaban coches y llegué al hotel sano y salvo. Estaba helado y deprimido.

A punto de entrar, un hombre me tocó el hombro. ¿Cuándo narices iban a dejarme en paz? Deseaba ser invisible, de verdad.

-          Eh, muchacho, ¿fumas? –preguntó aún con su brazo en mi hombro. Tenía una pinta de vagabundo, pero no por su ropa, ni nada, sino por la suciedad y todo eso. Hablaba entrecortado y nervioso. Estaba macilento y ojeroso. Daba miedo.
-          Hm… sí. –susurré y me aparté. No me gusta que me toquen el puñetero hombro.
-          Oh… perfecto –sonrió, agarró mi brazo y me llevó a la esquina del hotel. Automáticamente creí que era un violador. ¿Por qué querría matarme? No había hecho nada malo. Estaba muy nervioso. El susodicho, abrió su abrigó y yo cerré rápido los ojos, pensando que sacaría una navaja y me la clavaría en el costado.
-          Eh, tranquilo, no voy a hacer nada, hombre –siguió sonriendo, como fraternal, y sacó una bolsita de marihuana que tenía una pinta estupenda-. ¿quieres? Está muy bien de precio y es excelente, dudo que hayas fumado algo igual, hazme caso. Házmelo.
-          Ah… eh… yo… no sé –solo atiné a decir eso. Observé la bolsita y volví a mirarlo, aunque no fijamente, por si acaso era un loco-. ¿A cuánto está?
-          La pequeña a veinte dólares, y ésta a cuarenta, trae mucho más, te compensa, hazme caso, hazme caso. Házmelo –dijo haciendo más notables sus temblores. Hablababa ciertamente agresivo, y repetía la última palabra un  montón, como para no hacerle caso…
-          Bueno, deme la de cuarenta entonces… –musité con desgana, como si entendiera un montón de ese mundo y todo eso. Llevé la mano trasera a mi bolsillo y saqué un par de billetes de veinte a tientas. No quería que viera que tenía más dinero por si acaso me robaba o algo de eso.
-          Estupendo, veo que eres un chico listo –aseguró alabándome contento y me arrebató los cuarenta dólares con rapidez –dijo. En un momento pensé que saldría corriendo, sin darme la maría, pero en cambio, me la dio y echó a caminar por un estrecho callejón-. Cuando quieras algo más, suelo andar por aquí todos los días, que te vaya bien, chico listo –dijo con retintín, y se fue a paso lento, tambaleándose sobre sus propios pies. Parecía que en cualquier momento iba a caer, de verdad.

Estaba atónito. ¿Qué tipo de gente había en esa jodida calle? Supongo, que al estar al lado de un hotel tan caro, creen que la gente que va por allí tiene dinero de sobra y aparecen rápidamente prostitutas, camellos, ladrones y todo eso. No eran listos ni nada los cabrones. Metí la bolsita en el bolsillo de mi sudadera y entré al hotel. Cogí mis llaves en recepción, subí corriendo hasta el cuarto piso y cerré la puerta de un portazo, asegurándome de colocar bien la llave, no quería más sorpresas. No quería salir de allí, me sentía más seguro.
Ya pasaban de las siete de la tarde, ahora Ledger y los demás estarían enfadadísimos buscando por doquier al tonto de Bobby. Esperaba que no se les diera por buscar en un hotel tan caro, y más sabiendo lo cutre que es su madre y todo eso.
Me desvestí con rapidez, estaba muy frío y húmedo por culpa del mojado suelo y el refresco que me había caído encima. Los del hotel, habían limpiado mi habitación, reponiendo los geles y sales de baño, al principio pensé en darme otro baño, pero no me apetecía tanto. Todavía llevaba en mi cabeza el gorro de lana gris con un gran pompón arriba, no me había dado cuenta de que lo había llevado toda la tarde, incluso en casa de aquella prostituta. Supongo, que al no tener pelo, el calor de la lana actuaba como tal y no me hacía sentir acalorado ni nada. Estaba estable.
No tenía sueño, todavía era pronto y a mi el sueño suele venirme a las tantas de la madrugada, da igual cuánto madrugue. Estuve a punto de sacarme también los bóxer, pero al final me contuve. Sé que estaba solo en la habitación, y tal, pero como no era del todo mía, no me sentía seguro como para dormir en pelotas. Así que solo en ropa interior, con el gorro en la cabeza, me dejé caer en la cama con los brazos abiertos y me estiré ruidosamente, haciendo crujir las rodillas, las costillas y los dedos de los pies. No se crean que soy de ese tipo de tíos que se pasaban todo el jodido día crujiéndose los dedos, al menos yo nunca he sido capaz de hacerlo con los de las manos, me da grima, no se por qué. Ese tipo de tíos se pasan el día crujiéndose los dedos de las manos y el cuello, solo para hacerse los malos y duros, como si quisieran hacer creer al resto que tenían los huesos muy duros o sabe dios qué. Los repelo.
Lo único que tengo despreciable, es que me muerdo mucho las uñas, aunque intento no hacerlo demasiado. El verano pasado, mamá, me compró un líquido muy raro en la farmacia para echarlo en las uñas, pero a mi me daba igual, yo las mordisqueaba de todas maneras. Incluso me agradaba aquel sabor. Ahora ya no me las muerdo tanto, porque yo decidí no hacerlo. Supongo, que cuando hay temas de manías, estudios o comportamientos por medio, nadie puede interferir en tu decisión. Da igual que te sobornen o castiguen para que dejes de morderte las puñeteras uñas, apruebes todo y te portes bien, si tú no quieres hacerlo, no lo harás. Y si quieres mejorar, lo harás por ti mismo, no por las reprimendas ni nada de eso.

Finalmente, aburrido de darle vueltas a mi soledad, cogí la bolsita de maría y después un cigarro. Abrí el pitillo en un rápido pase de lengua por el papel y eché el contenido en mi mano, mezclándolo con maría después de arrancar el filtro con los dientes. Reconozco que eché de más, pero después del cannabis de Dangerous no pensaba que hubiera nada peor en el jodido mundo. Y si lo había, mejor, así al menos no pensaría en Ledger y todo eso. Saqué del bolsillo pequeño de la mochila un papel de liar y lo lie con suma maestría, no creo haber durado ni santo un minuto. Después, saqué ese algodón que hay dentro de los filtros y lo quemé un par de veces. No sé por qué hago eso siempre, la verdad, es una técnica que me enseñó Lucas Marshall, un amigo de Nueva York que era un experto en este tipo de cosas, de veras. Él fue quien me enseñó a liar y todo eso. Quizás lo invite a mi casa un par de días cuando vuelva a Londres, es una perla de tío, se lo juro. Deberían conocerlo.
Envolví el peta y le di una profunda calada, como siempre, pero sentí un fuerte ardor dentro. ¡Joé! El tío no me había mentido, no, para nada, era una marihuana realmente buena, y yo estaba a gusto.
Seguí fumando como una hora entera mientras veía la tele, no sé decirles que veía exactamente, pero yo la miraba con pasión. Consumí unos siete petardos en una santa hora como si fueran simples cigarrillos, y me sentía bien. La verdad, es que no notaba el mareo propio de la maría ni nada, así que seguí fumando con brío, deseando llegar a ese punto de relajación absoluto en el que nada te importa un bledo. En un momento, creí que me habían timado, ¡otra vez!, y que la maría no era tan buena, pero de pronto comencé a sentirme realmente bien. La habitación flotaba en el aire, no sabía si yo era parte de la habitación como ser humano o como objeto, no era consciente si también flotaba así que di unas tres o cuatro vueltas por la cama y me dejé caer en el suelo boca arriba, observando con detenimiento el techo. Tampoco estaba quieto. Entrecerré los ojos, queriendo que aquello se parara unos segundos, pero era peor. Cualquier solución solo me hacía empeorar. Si cerraba los ojos, sentía que caía en un cóncavo agujero negro y era horrible, si los abría todo se movía, de verdad. ¿Saben cuando en las películas de Hollywood, el protagonista experimenta una sensación así, y en la pantalla salen un millón de luces de colores? Pues yo antes me reía, aseguraba que aquello era una trola y que la maría no tenía esos efectos, ni de coña. Pero ahora era consciente de que sí. Al menos, aquella maría de Míchigan sí lo era.
Cogí a tientas el mando de la televisión y la apagué. El ruido salía distorsionado como en un vinilo mal puesto, la voz se había elevado y se disparaba distorsionada y molesta por los altavoces. Dejé caer el mando al suelo y su ruido, provocó un desorden terrible en mi cabeza. Era como si hubiera estallado un cañón dentro de mis entrañas, así que me comenzó a doler mucho la mente, me dolía más cuando pensaba. Agarré con fuerza el reloj que había en la mesita de noche, y estuve mirándolo como quince minutos, hasta que las agujas decidieron por fin quedarse quietas, dejándome saber qué hora era. Rondaban las diez de la noche. No sé decirles qué pudo ocurrir en tanto tiempo, de veras, lo intento, hago fuerza, y rememoro para entender qué narices pude hacer en tres horas pero no lo recuerdo.
Dejé el reloj en su sitio y sus agujas retomaron la marcha, moviéndose con angustia, como las tizas mal rozadas contra la pizarra en una marcha nupcial. Las lágrimas comenzaron a caer sobre mis mejillas, quería silencio, por favor. Quería que todas las jodidas voces de mi cabeza mantuvieran un solo minuto de silencio, lo anhelaba con fuerzas.
Logré levantarme con torpeza del suelo y me enderecé, caminando despacio hacia el baño. De repente, todo bien estar, toda relajación experimentada, desapareció y solo hubo un montón de borrosidad y mierda apestosa. Nunca me había pasado aquello, me había pasado tardes y noches enteras fumando maría en Londres, y jamás me había sentido así.
Cuando me quise dar cuenta, estaba colgado del wáter vomitando la merienda de aquella cafetería. Sentí que mi estómago ya estaba vacío, que no tenía nada más por vomitar, pero aun así seguí haciéndolo. Creí que había pasado una eternidad, mil noches enteras vomitando no habrían durado tanto, se lo juro.
Quise ir hacia la cama, pero de repente ésta se había desplazado a miles de kilómetros  y nos separaba un desierto abrasador lleno de pinchos esperando mi llegada, así que obviamente no crucé y me mantuve quieto, muy quieto. Mi reflejo en el agua salía borroso, deforme y sobretodo muy pálido. Me había dado una especie de blanca importante, y no tenía nadie a mi lado. Era un genio mal aprovechado, un Dios, el ser más superior que jamás han visto en sus vidas, pero estaba demente. Escuchaba lo que hablaban las secretarias en recepción, los gemidos provocados por una mujer mayor, quince pisos más arriba, o el pastel de crema que se estaba cocinando en el sótano. Era el líder de aquella manada en la que solo estaba yo. Al principio, quise coger un bolígrafo e intentar escribir en papel higiénico lo importante y grandioso que me sentía, pero había olvidado como narices se escribía, ni siquiera recordaba si era zurdo o diestro, ni como se cogía el puñetero bolígrafo. Quería morirme y que todo acabara de una maldita vez.

Finalmente, me recosté en el suelo, mientras temblaba y jadeaba. Me abracé a mí mismo, intentando darme calor pero era peor, mi cuerpo estaba más frío que mi propio cuerpo. Era un bucle infinito. Adopté una posición fetal y me quedé por fin dormido. Por lo poco que recuerdo, vomité unas dos o tres veces más a lo largo de la noche, pero no me enteré, ni siquiera el olor perturbó mi sueño.

Cuando uno duerme, ni siente ni padece.

5 comentarios:

  1. Empiezo a seguirte porque desde el primero me he enganchado gracias a que me lo pasaron por tr. Espero que sigas escribiendo, un besito.

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  2. Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaih Ankerrr, soy Miri :3
    Como siempre no me defraudas en tus capítulos. Me sentí muy identificada con Kyle en algunas definiciones suyas. A mí también me da grima la gente que se cruje los dedos xDDDDDDDDDDD
    Me da pena que le pasen tantas cosas , pero bueno, lo hace más interesante, ya sabes :)

    He visto este capítulo bastante bien, excepto por algunas palabrillas que se te mueven de sitio por el Word, está increíble el capítulo. Mejoras con cada uno . <3

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  3. Te sigo !!
    http://porelhuecodeunalfiler23.blogspot.com.es/

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  4. Kyle como siempre yo enamorada de tus bonitos capitulos jaja xD uff pobre Kyle es un pobre desgraciado te estás pasando jajaja pobrecito eh, pero bueno espero que después de su ponita emporrada, se encuentre mejor eh.. pobrecito.. pero siguiente *-*

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  5. Vuelve, por favor. Soy William

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