domingo, 1 de abril de 2012

Capítulo 2 – Timos, más timos, y sexo.



Estuve a punto de cometer la gran errata de raparme tan pronto como llegué a la habitación, incluso tenía ganas, supongo que porque era una experiencia nueva para mí, y todo eso, pero no lo hice. A la mañana siguiente tenía clase y supongo que daría demasiado el cante. Lo bueno que tenía Arthur es que nunca se chivaba de nada que no fuera con él, así que estaba tranquilo, aún a sabiendas de que él lo había oído todo. Es más, seguramente deseaba que mi plan fuera a la perfección y perderme por fin de vista. Cosa que no te hace sentir precisamente querido, no les voy a engañar. Cogí mi mochila de escalador, una en la que te cabe hasta un televisor enorme dentro, que usé en Enero cuando fuimos a la nieve el año pasado de excursión con el colegio. Es bastante fea a ser sinceros, y con ella parezco un cretino, pero no me importaba, necesitaba llevarme la mayoría de mis pertenencias y una maleta hubiera sido demasiado cantosa para pasar solo una supuesta tarde en el centro. Arthur, continuaba ensimismado en su lectura, ¿cuántos malditos libros puede leerse una persona en un día? Pregúntenselo a él. Yo ninguno.

Abrí mi macuto y lo vacié. Estaba lleno de tickets de comida basura, restos de marihuana esparcida por el fondo, un par de cigarros aplastados y algunas dedicatorias que me hicieron los muchachos de Washington en aquella excursión. Eran así de refinados. Me entró nostalgia y me di cuenta de que no me llevaba ningún recuerdo de Detroit. Ya era tarde.
Al principio, pensé que sería un bolso muy pequeño en el que llevar todos mis bienes, pero después me di cuenta de que me sobraba demasiado espacio así que cogí la mochila azul, de la marca Quicksilver, que era mucho más reducida y estaba llena de pintadas a causa de mi aburrimiento. Ese es un problema que tengo con las mochilas, cada año me compran una nueva, pero en Junio parece que tiene al menos cinco años. Soy un desastre.
Cogí mis ahorros y los conté, tenía trescientos pavos, no estaba nada mal para un capricho, pero para sobrevivir indefinidamente en una ciudad en la que no conoces a nadie era una vulgar mierda, así que sin que me viera, abrí con disimulo el compartimento de Arthur y  saqué su sobre de dinero, metiéndolo estratégicamente en mi mochila sin ni mirar dentro.

No se confundan, no soy un ladrón, pero él se lo tenía merecido, por su culpa yo me encontraba en aquella situación y soy un tipo bastante rencoroso. O eso me dijeron hace seis años. Embutí un par de mudas limpias encima del dinero y el cargador de Apple. También cogí las cartas de mi abuelo, algunas fotografías que tenía por allí y un gorro de lana color gris claro con un gran pompón arriba, que tenía a juego con mi mejor amigo, Kurt Acker. Kurt, es el mejor tío que conozco, de veras, deberían conocerlo. Tiene mi misma edad y nos conocemos desde el jardín de infancia. Es bastante atractivo, aunque no suele sacarse demasiado partido, creo que en su vida cogió un peine el muy guarro, y por eso su cabello marrón recae desordenado en greñas por su cabeza. Una vez que te acostumbras, te da igual, pero al principio crees que es un vagabundo. Tiene un estilo propio ciertamente ridículo, yo me río mucho de él y él de mí. Físicamente, es bastante parecido al cantante Chris Drew de joven, solo que sin tantos tatuajes y más bajito, aún no ha dado el estirón el muchacho, pero yo sí. Hasta los trece años fui el más bajito de mi promoción con diferencia, y se solían burlar bastante de mí por eso, aunque después di el estirón, y ahora soy un tío bastante alto, aunque no tanto como mi padre o mi abuelo, que casi rondan el metro noventa. Espero ser así de mayor, cogí un trauma importante con la altura y no me quiero quedar pequeño.
Dejando atrás su físico, Kurt, es bastante estúpido y alocado y debe de ser por eso que nos entendemos tan sumamente bien. Recuerdo que el año pasado, nos pasábamos todo el día en las vías del tren que pasa por Paddington, fumando porros y bebiendo cerveza, como dos chicos grandes que no éramos. Habíamos aprendido un juego en la peli “El bola” de Achero Mañas, y quince minutos después de ver la película, estábamos de camino a las vías dispuestos a jugar. Ambos somos demasiado competitivos y eso empeoró un poco nuestra amistad con el paso de los años.
El juego en sí, consistía en colocar una botella de plástico vacía en medio de las vías, y cuando el tren se estuviera acercando demasiado, salir corriendo a cogerla, atravesando la vía, dejando que el principio del ferrocarril te rozara el cuerpo casi  por milésimas, y es que si no eras lo suficientemente rápido podías palmarla. Ahora, claramente, veo que ese era un juego de cretinos, pero nos proporcionó horas y horas de diversión, tensión y fríos sudores en la frente. Gracias a Dios nunca nos pasó nada grave, solo una vez, al correr tanto, después de salir de la vía, Kurt cayó al suelo con fuerza y se rompió el brazo. Es un torpe el tío, yo siempre le digo que tiene las manos de mantequilla.

El gorro de lana en sí, lo habíamos comprado en una tienda de bisutería en Bristol el verano pasado y a mí me daba suerte. Sí, sé que estoy un poco obsesionado con los objetos de la suerte, pero cuando tienes tantas horas al día para pensar, acabas creyendo en ella ciegamente.
En Dios, no estoy seguro si creo o no, la verdad. Mi familia es cristiana y solemos levantarnos bastante temprano los domingos para ir a misa. De pequeño, me lo tragaba todo e intentaba no hacer nada perjudicial para los demás por temor a ir al infierno, pero ahora todas esas cosas me resultan gilipolleces. Sinceramente, creo que si ahí arriba verdaderamente hay un Dios, él no se mete en este tipo de cosas, quiero creer que se fija más en los terroristas o violadores que en mí. No creo que le importe que ustedes sean ingleses, españoles o alemanes, ni siquiera si les gustan los hombres o las mujeres, si ahí arriba hay un Dios de verdad, le dará exactamente igual si pierden la virginidad antes del matrimonio o tienen hijos por doquier, solo querrá que todos seamos felices a nuestra manera, y si la manera es ser unos cazurros, pues que así sea. Amén.
Me he ganado bastantes problemas a lo largo de mi vida por culpa de estas ideas, pero yo no las veo tan malas, y no me suelo fiar de lo que me dicen los demás, mi manera de creer es ésta, y punto. Si algún día tengo hijos, –cosa que veo poco probable ahora mismo-, pienso inculcarles mis ideales, pero si ellos deciden ser ateos o unos devotos natos los respetaré, cada quién es libre. Un estúpido de Washington me llamó anarquista por ello, ¡qué poco sabía de la vida ese muchacho! Me daba cierta pena.

No creía que me quedara nada por guardar, así que tras fumarme cautelosamente un cigarro colgado de las rejas de la ventana, me metí en la cama y apagué la luz, sin importarme si mi compañero todavía estaba leyendo. Butler, entró a los pocos minutos y lo mandó acostarse, ya era tarde.

La mañana siguiente no pasó nada interesante. Odiaba la monotonía así, necesitaba una vida llena de emociones que Detroit no me proporcionaba y por eso estaba dispuesto a cambiar de aires. Comimos una especie de sopa de marisco con carne asada de segundo plato, temía echar de menos esas repugnantes comidas, aunque lo veía poco  probable, nunca se sabe.
Aproveché el tiempo antes de irme, no quería ir al patio, no me gusta estar con gente a la que sé que no volveré a ver, odio ese tipo de cosas. Ni siquiera le dije nada a nadie, ni a Bobby, supongo que en un mes no logré coger confianza plena en nadie, lo que no deja de ser triste, porque yo soy de ese tipo de tíos que quieren casarse con la primera que los enamora, o que cuentan su vida en cuanto reconocen un oído limpio. Pero allí eran todos unos guarros y por eso no dije nada.
Subí a mi habitación, que ahora estaba vacía y me metí en el baño, casi con los ojos cerrados me rapé el pelo lo mejor que pude, con un dolor en el alma importante, ya que me gustaba mi pelo. Bueno, más bien, me gustaba llevarlo así de largo para fastidiar a mi padre, que aseguraba que eso no era propio de hombres, me divierte desafiarlo en cosas de ese estilo. De verdad.
No toqué un pelo, literalmente, ni siquiera le devolví la maquinilla a Dangerous, dejé la clara escena del crimen ahí, ya me daba todo igual, no volverían a verme y me entretenía pensando en la cara que podrían al descubrir todo aquello. Sobretodo Butler.
A punto de salir por la puerta, arranqué media hoja de uno de los cientos de libros de Arhur que había por allí y escribí con permanente negro, “¡hasta la vista, cretinos!”, ¡solté una sonora carcajada de loco ante aquello! Suelo reírme mucho solo. Supongo que tengo tanta chispa, que en vez de humano, debería haber nacido mechero.

Se preguntarán si en algún momento tuve miedo de fallar, y la verdad es que sí, pero llevaba mi camiseta de la suerte puesta por debajo. Era imposible que algo fuera mal, y en el fondo lo sabía.

Bajé las escaleras con velocidad, quería llegar el primero y sentarme detrás del todo para que nadie pudiera reconocerme, ya que solo faltaban veinte minutos para arrancar. Lo que no sabía era que la gente de allí, estaba tan sumamente deseosa de llegar a la ciudad y disfrutar de su libertad condicional después de una semana entre rejas, que se sienta en el autobús tan pronto como acaban de comer, aun sabiendo que el susodicho no arrancará hasta las tres. O tres y cuarto, ya que el conductor, un tal Sergey Olin, fuma como una jodida carretilla y se demora en salir. Aun sabiendo a ciencia cierta que no se quedarían sin asiento, ya que estaban previamente contados, los tíos estaban una hora antes ahí sentados. Y yo eso no lo sabía.
No me había dado tiempo a cambiarme y todavía llevaba el uniforme del colegio. Es un uniforme ridículo, como todos, pero bastante discreto a diferencia de algunos que he llevado en anteriores colegios, verdes, rojos o similares. Éste consta de una americana azul marino, un jersey de pico del mismo color, que también deja a la vista en la zona izquierda el nombre del colegio y su estúpido lema, una corbata similar, la cual yo llevaba siempre floja, cosa que traía por la calle de la amargura a Butler. Nunca me gustaron las corbatas, me parecen de peces gordos y eso que las uso desde que soy pequeño para reuniones o ese tipo de pamplinas, pero no me gustan. Camisa blanca, pantalones grises, que yo llevaba caídos en el trasero dejando ver mis caros bóxer de algún color chillón y finalmente unos zapatos, siempre impolutos, también azules. Un pingüino en toda regla, sí. Lo sé.­­­­­
Alec Ledger era el encargado de que se mantuviera el orden en los pasillos, vigilar el comedor repleto de gordos y anoréxicas, el patio, y mil cosas más. ¿Las cosas que nadie quiere hacer? Pues eso hace él. Estaba apoyado en el gran portalón sin verja, con un papel entre sus manos, seguramente ahí estaban el nombre de todos los muchachos que tenían permiso para salir aquel glorioso viernes de Diciembre, y sus respectivas fotos en miniatura para evitar engaños, además, había que entregarle el pase firmado por el director y todas esas cosas.. Nos conocía a todos más o menos bien, aunque solo fuera de vista.
Me puse un fino gorro de lana azul que constaba en el uniforme para los días de frío, pero que en verdad nunca me había puesto, pues a parte de hortera, era opcional, solo lo usaba para que no me reconociera demasiado, aunque dejando que se viera claramente que llevaba el pelo rapado. Provoco pero no enseño, como le dice mamá a Christine que haga cuando sea más mujercita. No hubiera podido hacer eso con mi melena. Ni en broma. Volví a coger fuertemente aire, –cojo aire muy a menudo-, y pasé por su lado con la mirada clavada en el frente, tendiéndole mi pase hacia la felicidad. Ledger preguntó:

-          Turner, ¿verdad? –así se apellidaba Bobby. Yo asentí con una sola vez con firmeza y él seguramente tachó mi nombre del papel. Bueno, su nombre.

En el autobús, habría unas sesenta personas y solamente un par de asientos libres, uno de ellos en el medio, justo al lado de la ventanilla, sin nadie al lado. Mi salvación. Me subí con la mirada gacha mientras un par de tíos de cuarto curso me tiraban bolas de papel y las chicas reían sus gracias a carcajada limpia. Qué difícil es la vida cuando eres un pringado, –pensé-. Aun así, me contuve y no dije nada, esperando que me dejaran en paz la hora y pico que duraba el trayecto, y más o menos, así fue.
El internado, estaba en lo alto de un bosque, arriba de una especie de colina sumamente alta en un llano y con un enorme terreno. Era imposible escapar a pie a no ser que llevaras un GPS en tus manos. El camino estaba lleno de curvas, baches, bajadas, subidas y un millón de direcciones hacia mil lugares distintos con nombres sumamente raros, como de cavernas. En vez de un internado, aquello parecía una cárcel. Ya no recordaba ese camino, hacía tan sólo un mes que lo había recorrido en el coche personal de una de las secretarias, la cual me había venido a buscar al aeropuerto, seguro que por una buena recompensa por parte del director. Y no hablo de dinero precisamente. Era muy guarra la tía esa, llevaba las tetas embutidas en una apretada camisa blanca y mascaba el chicle haciendo un ruido horroroso y soez, sin mediar palabra conmigo.

Nadie más se subió al autobús. Durante el trayecto, hicieron tres o cuatro bromas sobre , aunque como no me giraba siquiera, no le dieron demasiada importancia. Ledger, viajó con nosotros. Vaya, también era el encargado del bus. Ese hombre era encargado de los peores trabajos del mundo. Apuesto a que en su casa, cuando sus hijos le preguntan por su oficio, asegura que es encargado, pero no dice de qué. Conozco a los tipos como él, ¡joé! A este paso, conoceré a todo el mundo antes que a mí mismo.
A veces, me da miedo pensar en eso. Creo que moriré sin conocerme, y por lo tanto, si yo no me conozco sinceramente, nadie lo hace. Es como quererse, mamá dice que si tú no te quieres, nadie te va a querer, lo que me parece ridículo. Entonces, moriré sin que nadie me conozca. Es bastante triste la verdad, espero que mi vida dé algún tipo de viraje porque si no, moriré sin nada, nunca triunfaré. Esperen. Ésta última frase no es mía, no se crean que soy tan lúcido. Es de Nicky, Nick Traina, es hijo de la famosa escritora de novelas románticas Danielle Steel. Se suicidó en el 1997 y desde entonces estoy completamente obsesionado con él y con su vida. No se dan una idea. El libro se titula “his light bright” y trata sobre su vida, la de Nicky, desde que nació hasta que murió. ¡Me hubiera gustado tanto conocerlo! Admiro su coraje, su fuerza y su valentía, me parecía un muchacho sensible pero encantador. Y llevo sus canciones en mi iPod, me siento identificado con muchas. Lo echo de menos. Sí, no me tomen por loco aún, por favor. A veces, soy capaz de echar de menos a personas que no he conocido en mi vida, y eso me ocurre también con mi tío Eloy. Tampoco lo he conocido, se suicidó poco antes de que yo naciera, casi como Nick. ¡Era un hombre fantástico! Desde que tengo consciencia, me han hablado mucho de él, de sus hazañas, de sus sonrisas, de todo. Tenía un tatuaje en el brazo con forma de sol naciente y debajo salía una hoja de marihuana, es lo más conciso que puedo contarles, mamá no lo recuerda mucho, –al tatuaje, digo-, no le gustan ese tipo de cosas. En cambio a mí sí, soy un fan incondicional de ellos y de mayor me gustaría dedicarme a ese oficio, aunque esa es una historia que les contaré en otro momento.
Yo solo tengo un tatuaje, está encima de la pelvis, en el lateral derecho, y pone Hadri. Me arrepiento muchísimo de haberlo hecho, de verdad. Hadrien, es mi segundo nombre, y también el segundo de mi abuelo. Con trece años, aburrido de Kyle, me quería hacer llamar así, aunque la cosa no funcionó. Fastidiado, me lo tatué a escondidas en un garito encubierto. Y me arrepiento. Sé que les dije que no me arrepiento de nada, pero de eso sí. Quizás solo de eso. Ahora ya se me han quitado esas pamplinas de la cabeza, y vuelvo a repeler mi segundo nombre, pues me tengo que fastidiar y llevarlo escrito en la pelvis de por vida solo por no pensar las cosas. Tengan cuidado antes de hacerse tatuajes, es un consejo, y yo nunca suelo dar consejos, prefiero que la gente haga lo que quiera con sus vidas, pero éste me parece importante, de veras.

Me bajé del autobús como alma que lleva el diablo, lo que provocó múltiples risas. Por sus comentarios, se pensaban que me iba de putas o algo. Lo que no me resultó para nada mala idea, la verdad. Ledger, recordó un millón de veces la hora de vuelta, y es que si alguien llegaba tarde sufriría graves y terribles consecuencias, o eso decía. Nunca había oído ninguna historia de nadie que se escapó con tantísima facilidad de un internado privado semejantemente caro. Quizás, yo era el primero y eso me provocó una gran subida de adrenalina. Bueno, de adrenalina y de ego, que eso nunca viene mal.
Caminé con cautela unos cuántos metros, hasta asegurarme de que me habían perdido de vista y después eché a correr con diligencia calle abajo. Cualquiera que me viera pensaría que estaba loco. Y en cierto modo lo estaba.

Cuando me quise dar cuenta, estaba en el centro de una ciudad desconocida para mí, completamente solo y con un fajo de billetes en la mochila. Me recordé a Holden Caulfield, de hecho, yo llegué a conocer a ese muchacho en Pencey el día que… Vale. No. ¿Ven lo que les decía? Una vez que uno deja de mentir y vuelve a hacerlo, es imposible dejarlo. Necesitaba fuerza de voluntad, cosa que no poseo, así que me limité a seguir mintiendo y después a darme un golpe en la cabeza lleno de culpabilidad. No se crean que soy de ese tipo de muchachos que se sienten bien al mentir. Antes sí, pero ahora ya no. Maduré, como les decía.

La idea de irme de putas, no me pareció tan mala, y más después de ver semejantes mujeres treintañeras paseando con elegancia por aquellas calles. Nunca había pagado por sexo, pero siempre me habría atraído la idea, no sé por qué. Será la edad, supongo. Una sonrisa de pervertido se me dibujó en la cara, cogí profundamente aire y lo solté observando el camino recorrido con nostalgia. Ya no estaba en ese maldito internado y tenía varias horas para divertirme antes de resguardarme en algún lugar seguro e insospechado, en el que Ledger y los demás muchachos no me pudieran encontrar.
Después de buscar con ansia algún salón de striptease, me planteé preguntar, pero resultaba una idea estúpida en un muchacho de quince años a las tres de la tarde. No hacía demasiado frío por aquel entonces, un vago Sol de invierno se atisbaba entre las nubes, así que me permití el lujo de sacarme aquel antiestético gorro y tirarlo a la basura con aires de superioridad, como si ya no lo necesitara. Y me sentí bien.
Prendí un cigarro y continué caminando todo recto, como si creyera que el refrán “todos los caminos conducen a Roma”, pudiera aplicarse también a salones de striptease.   
Paradójicamente, al final de la calle distinguí un gran cartel que ponía en letras brillantes: “sexo gratis”. Me volví a reír solo. De verdad que a veces los que tienen ese tipo de ideas para vender más, me parecen unos genios. O unos idiotas, según como se mire. Pero, al acercarme, me di cuenta de que el local estaba cerrado. Solo abría de noche. ¿Desde cuándo hay estipulada una hora para echar un polvo? Parece ser que desde ahora.
No me apetecía llamar a ninguna prostituta, no creo que su higiene fuera aceptable y siempre me impusieron respeto las mujeres con vello púbico. Ni siquiera creía que se pudieran pedir al gusto. Así que me quedé sin mojar. Otra vez sería.

Entré en una tienda de chucherías que había en esa misma manzana. Como les había dicho, soy un goloso empedernido y siento un gran apego por los ladrillos de  azúcar. El problema que tienen las gominolas, es que todo depende del distribuidor. En serio. A veces, te compras una bolsa en una tienda, y las fresas están riquísimas, y después vas a otra y están duras y agrias. Con estas cosas nunca se sabe, y me da mucha rabia. Me gustaría que las hicieran todas iguales, así sabría decirles cuales me gustan y cuales no, sin embargo, hoy por hoy, solo puedo asegurar que me encantan los ladrillos de azúcar, da igual de qué lugar. Siempre están exquisitos.
Al abrir la puerta, una pequeña campanilla colgada del techo anunció mi llegada. Era un comercio muy pequeño, aunque acogedor, y un hombre bastante mayor estaba sentado al fondo, en una silla de madera seguramente tallada por él mismo. Su vestimenta era ciertamente campesina pese a vivir en el centro de una ciudad tan grande. Estaba calvo y llevaba unas gafas muy anchas y ciertamente sucias.
Al escuchar el sonido de la campana, alzó rápidamente la cabeza. Yo, le dediqué una pequeña sonrisa a modo de saludo y dejé caer la mochila al suelo, a un lado. No había nadie más que él. Me acerqué al estante y cogí unos guantes, una bolsita y comencé a meter chucherías de todo tipo en silencio bajo su atenta mirada. Sobre todo ladrillos, muchos ladrillos. Cuando ya estaba llena sonreí, seguramente no sería capaz de comerla toda en el mismo día y me gastaría una pasta en una comida insustancial y sin alimento, como dice mi padre que es, pero yo estaba la mar de contento. Puse la bolsa en el mostrador y fui hacia la mochila, cogiendo varias de las monedas de Arthur.

-          ¿Cómo te llamas, muchacho? –preguntó aquel anciano con una curiosidad amable y bonachona que no me inquietaba en absoluto.
-          Kyle. Kyle Jenkins, señor. –respondí y volví hacia él con el puño cargado de calderilla. Él soltó una pequeña carcajada como con morriña, y se levantó volviendo al poco tiempo con una foto antigua y pequeña, en blanco y negro, rota por los laterales. Me la tendió y la miré durante un largo rato. Con un par de segundos me hubiera sido suficiente ya que no me gusta ver fotografías en las que yo no salgo, me resulta aburrido. Creo que esa manía la heredé también de mi padre. No quería dañar su autoestima, así que seguí mirándola hasta que él retomó el habla.
-          Mira, muchacho, ese soy yo, más o menos a tu edad –se levantó y caminó hacia mí con dificultad ayudándose de un grueso bastón a juego de la silla. ¿Para qué me había preguntado mi nombre si, total, me iba a llamar lo que le saliera de abajo? Me frotó la cabeza. Me la frotó con brío como si fuera una bola de billar o una calva en la que restregar la lotería de Navidad para obtener buena suerte. Yo me aparté un poco dedicándole una pequeña risita bastante falsa para que parara de hacer eso. Si con el pelo largo no me molestaba que me tocaran la cabeza, había descubierto que sin pelo sí resultaba incómodo. Comenzaba a echar de menos el gorro de fina lana azul del colegio que ya estaba en la basura.

Yo no dije nada. Entre la foto y yo había el mismo parecido que entre un anacardo y un chicle de menta. Se lo juro.

-          ¿No te resulta que éramos idénticos? –no podía negarle nada. Sonreía con una inocencia abismal, así que me limité a asentir rápido un par de veces intentando parecer seguro.
-          La verdad que sí, señor, sobretodo en los ojos. –mierda. Tenía los ojos oscuros como el carbón y yo azules, pero es que no supe hallar otro parecido, la verdad. No sabía qué más decir. Es como cuando vas por la calle, y al fondo distingues a un conocido, él te ha reconocido, y tú a él también, pero en ese tramo los pasos que das mientras os miráis son jodidamente incómodos.

En ese momento, la campanilla volvió a sonar, era un ruido incómodo y molesto, creo que si yo trabajara ahí la hubiera arrancado de un escobazo hacía ya mucho tiempo. Salvado por la campana, –pensé- y volví a reír con cierta idiotez por el gran chiste que rondaba mi mente. Una mujer que pronto rondaría los treinta años se paseó con total elegancia por el bazar para después coger del estante izquierdo un paquete de chicles de cola sin azúcar, mis favoritos. Era muy guapa. Tenía unos turgentes pechos bajo un apretado corsé negro, y por encima una chaqueta vaquera gastada muy cortita. Poseía una cintura estrecha y unas piernas largas, pero con unos buenos jamones enquistados en unos ajustados vaqueros, y por último, unos tacones rojos a juego de sus labios le daban una finura asombrosa. Su cabello era pelirrojo con despampanantes rizos muy bien peinados. Se notaba que se cuidaba, llevaba un maquillaje perfecto. Ignorándome por completo después de lanzarme una mirada como de perra en celo, se apoyó en el mostrador dejándome en segundo plano y señaló un estante al fondo bastante escondido.

-          Un paquete grande de profilácticos, por favor –dijo-.

¡Qué voz tenía! Tan elegante, tan fina, tan… creí que me había enamorado. Se lo juro. Y lo que había comprado me había resultado divertido. Sonaba rusa, siempre me hizo gracia ese acento. Pagó y salió de allí sin más. Yo seguía atónito, de verdad. Me apresuré a pagar las chucherías, dejando la foto del señor en la mesa y cogí mi mochila despidiéndome apurado.
-          Debo irme ya señor, me están esperando en casa. Un placer –mentí de nuevo. Me hubiera gustado que alguien estuviera esperándome en casa, la verdad.
-          Ten cuidado, muchacho, estas calles son muy peligrosas para un chico como tú… –comentó como lleno de experiencia y sabiduría. Seguramente había notado mi claro acento inglés y no pensaba que viviera allí. Los señores así son muy listos, me recuerdan a mi abuelo. Te observan en silencio y saben lo que piensas. Creo, que ese es un poder que el juego de la vida te da cuando llegas a la fase cinco, la de la tercera edad. O algo así.

No le hice mucho caso, colgué mi mochila de un solo hombro, me metí un regaliz en la boca y salí casi corriendo en busca de aquella mujer, pero cuando llevaba unos metros me di cuenta de que se había quedado en la puerta y me observaba con diversión. Di un muerdo al regaliz, masticando con rapidez y retrocedí quedando ante ella, que con esos taconazos poco le faltaba para ser más alta que yo.
-          ¿Qué años tienes, tulipán? –preguntó clavando su mirada en la mía. Me quedé unos segundos callado, no entendía por qué me llamaba como la marca de una famosa margarina, o como a esas flores tan estiradas de colores que a mí me dan alergia. Me dan alergia un montón de cosas, la mayoría de las flores, muchos animales, los plátanos, las fresas, la sandía, el melón, el paracetamol, el polvo, el chorizo, las tizas… y además soy asmático. Una perla de tío, lo sé.
-          Dieciocho –me apuré en responder. Físicamente, si no sonrío demasiado, pongo un rostro seguro y agravo mi tono de voz, creo que puedo aparentarlos. Tampoco puedo abrir mucho la boca, porque cuando hablo ya se ve que mentalmente no llego a los diez años.
-          ¿Subes a mi casa? Quiero follar contigo. –me espetó la muy guarra completamente serena, se notaba que hablaba en serio. Yo no respondí, me parecía atractiva y no me importaba hacerlo con ella, pero no me gustan las chicas tan directas. Ni las estrechas tampoco. Di otro muerdo al regaliz mientras la miraba parpadeando de cuando en vez con inocencia. Ella sonrió, me agarró de la mano y empujó de la puerta que estaba al lado de la de la tienda. Si yo viviera tan cerca de una tienda de chucherías posiblemente tendría diabetes. Antes, solía beber un montón de agua al día, como dos litros o más y ni me enteraba, hasta que un día mi padre me dijo que con la de porquerías que comía seguramente tuviera dicha enfermedad, que el primer síntoma era ese, así que dejé de beber tanta agua aun muriéndome de sed a veces, por si acaso. Suelo tener remedios muy raros para las cosas, como si evitando los claros síntomas ya no pudiera tener diabetes. O cualquier otra cosa.

 La mujer subió por las escaleras conmigo de la mano hasta el primer piso. El repiquetear de sus tacones sonaba en la baldosa y sus glúteos se movían con firmeza. Yo estaba atónito. Eso era de locos. Nadie me creería. Sacó un juego de llaves de su bolsillo, por lo que pude ver tenía un BMW la tía. Sin soltar mi mano, entró en aquel apartamento decorado de manera minimalista y me indicó con su dedo índice en mis labios que mantuviera silencio. Iba a hacerlo de todas maneras, dudo que fuera para menos. Entramos en una de las dos habitaciones que pude reconocer. Soy muy curioso, y cuando entro en una casa ajena lo primero que hago es ponerme a mirarlo todo con ganas. Soltó mi mano, cerró la puerta y me indicó la cama.

-          Ponte cómodo, tuli, vas a pasar una de las mejores tardes de tu vida. –eso no era normal, deberían haberlo visto, era como un sueño hecho realidad pero de una manera bastante fría y falsa.

Dejé caer mi mochila al suelo y apoyé la bolsa de chucherías en el escritorio. Caminé hacia la cama y me senté en ella contemplando la habitación en silencio, incluso creo que estaba pálido. No puedo saberlo con certeza. En la pared, había colgada la fotografía de un chico bastante fuerte, temía que tuviera novio y él viniera a meterme una paliza o algo. Así que me quise asegurar primero.
-          ¿Quién es este? –pregunté agravando un poco la voz. Pero ella no respondió, o no quiso hacerlo-.

Había una cama enorme en el centro y una tele pequeña de plasma colgada de la pared. No había muchos muebles, ni siquiera armario, creo que aquella habitación solo la usaba de picadero.
Volvió al poco rato solo con el corsé, un fino tanga de encaje y unas medias de rejilla. Se había cambiado los tacones por unos negros y estaba muy guapa. Como dice Nach Scratch, un reconocido rapero español, “me tienes que entender, que cuando vas desnuda vas vestida de mujer”. Escuchar su voz en mi cabeza me tranquilizó.

De un pequeño empujón me recostó sobre la cama y pronto se colocó encima, comenzando a juguetear con mi corbata hasta sacármela de un tirón.
-          Me gustan mucho los chicos de uniforme, tulipán… –comentó de manera melosa a la par que besaba mi cuello y manoseaba mi entrepierna. Era una experta, a pesar de los nervios que llevaba encima porque una mujer a la que no conocía de nada me había pedido un polvo, consiguió excitarme bastante.

Yo no dije nada, ni siquiera la toqué, solo me dejaba hacer. En un momento rápido dio un tirón a mis pantalones, los cuales al quedarme algo flojos en la cintura bajaron al momento. Masajeó un par de minutos mi sexo, el cual seguía aprisionado entre la tela de la ropa interior. Siguió besando mi cuello, pasando la lengua con delicadeza entre el poco hueco libre que dejaban los botones desabrochados de mi camisa, metió las manos entre esta y acarició mis costados, arañándolos con cierta saña. Tenía unas manos frías como el hielo y unas uñas postizas muy largas, así que eso me hizo estremecer. Pasó la lengua de manera más feroz por la tela de mis bóxer y muy poco a poco los fue bajando hasta que por inercia mi miembro viril salió fuera. En ese momento creí que me iba a morir de vergüenza, seguramente que esa chica tendría un montón de experiencia sexual, y había visto un montón de rabos en su vida. A pesar de que siempre me consideré muy bien dotado, temía que le pareciera pequeña. Además, no había apagado la luz ni nada, y se veía todo con suma claridad. Aunque estoy a gusto dentro de mi cuerpo y no tengo complejos, me gusta más hacerlo a oscuras o como mucho, con un par de velas al fondo. Al final resultaré un romántico empedernido, verán.

Dejé los brazos estirados en la cama, con las piernas colgando en el suelo y las rodillas flexionadas. La vista la tenía clavada en el blanco techo, mientras aquella mujer lamía mi sexo con deseo. ¿Cuántos hombres habrían visto ese techo antes? Me preguntaba.
Nunca había sentido esa experiencia, quiero decir, me habían hecho mamadas anteriormente, pero a las chicas de mi edad eso todavía les da cierto asco, así que no es que se esmeren demasiado, pero ella sí. Estaba hecho un lío. Por una parte me sentía violado, como si no quisiera estar haciendo aquello con ella a pesar de que no me obligó en ningún momento. Estaba nervioso e incluso triste. Deseaba levantarme e irme. Por la otra, me sentía muy querido y afortunado. Una mujer que no me conocía de nada, me había elegido entre miles de tíos cachas que había en Detroit para echar un polvo. Fuera como fuera, no me podía concentrar bien, aunque Spiderman parecía ser que sí. Vale, reconozco que es un nombre totalmente infantil para llamarle a un miembro viril, ¡pero el de Kurt se llama Batman!
Mamaba con brío mi sexo, succionaba el glande e iba bajando poco a poco casi hasta que éste rozaba su campanilla. Menudo aguante tenía la tía. Ya estaba empalmado, ese es el gran defecto que tengo. Que poseo dos cabezas. Una la tengo yo, y la otra Spiderman, y como podrán ver, a veces no estamos de acuerdo.

Después de un montón de tiempo, dale que te pego con la lengua, se incorporó y me besó con pasión. Sabía asqueroso ese beso. Sabía a mí. Cogió una de mis manos y la pasó por sus pechos con fuerza, esperando que la acariciara o algo, y yo lo hice por no quedar mal, aunque no se había ni sacado el corsé y no tenía mucho que tocar. Mientras tanto, se masajeaba el clítoris con gozo, después de haber apartado el hilo del tanga hacia a un lado. Se estiró un poco hacia arriba y colocó su sexo casi encima del mío pero me aparté con rapidez.
-          Por favor, señorita, ¿podría ser con corsé…? Digo… ¿con condón? –soné estúpido, como si ella fuera una dama y yo su enamorado, y me equivoqué como un niño de tres años al hablar. Me sonrió con ternura acariciando mi cabeza rapada con mimo.
-          Tomo la pastilla, corazón, tranquilo –dijo aún con voz melosa. Odio ese tipo de adjetivos porque se dicen sin sentir. ¡Y de tranquilo, un cuerno! Había recibido muchas clases de educación sexual en los diferentes colegios en los que había estado, y era consciente de todas las enfermedades que se podían contagiar mediante el sexo. Así que mantuve firme mi postura. Nunca creí que sirvieran para nada, pero me equivocaba.
-          Por favor –repliqué. Ella soltó un fuerte suspiro que aumentó mis ganas de largarme y se apartó, cogió uno de los condones que había comprado recientemente en la tienda de abajo y me lo puso con maestría, volviendo a la posición inicial, dándome suaves caricias. Cerré los ojos con cierta fuerza y la tensé la mandíbula mientras experimentaba como ella se había apoyado en mi miembro erecto y daba embestidas hacia dentro después, con insistencia.

Comencé a sentir cierta palpitación en el pecho, apreté los glúteos e hice pequeños meneos de cadera hacia arriba. No les voy a engañar, solo lo había hecho tres veces en mi vida, todas en este último año. La primera, fue el día que cumplí quince años con mi novia por aquel entonces, Reene Broussard. Ya no estamos juntos, supongo que fue un amor temporero, pero sí seguimos siendo buenos amigos. La segunda, con Nínive Dempsie, el día que me quedé a dormir a su casa porque sus padres se iban al cine. Y la última, con Keith Claywell, una amiga del colegio que posteriormente fue mi novia. Me costó horrores hacerlo con ella, es muy complicada de entender y quizás eso hacía que estuviera loco por ella. Aún lo estoy. La echo de menos, pero se enamoró del típico tío mayor con moto y ya me tiene en el olvido y todas esas cosas. Quizás algún día me atreva a llamarla. Podría invitarla a cenar un kebab, le gustan mucho ese tipo de cosas, y a mí también.

La mujer, terminó sentada encima de mí con las rodillas clavadas en la cama meneándose con gracia, mientras sus alocados rizos se disparaban por su cara y gemía como una loba. Nunca había visto a una mujer gemir de tal manera, lo juro. Llevé las manos a sus muslos, pero la idea de sentir el tacto de las medias en vez de su piel me cortó bastante el rollo, así que me aparté. Minutos después estaba perlado en sudor, la habitación tenía puesta la calefacción, o eso me pareció a mi, y aún llevaba encima la parte de arriba del uniforme, la americana era incomodísima en aquel momento. En ese momento no pensé en nada, gracias a Dios. Cerré los ojos, me imaginé a Keith, sonreí y al poco tiempo me corrí. Ella, fingió un orgasmo fatal mientras simulaba una respiración excesivamente entrecortada hasta dejarse caer rendida a mi lado. No quise contradecirla así que me quedé completamente quieto, con el profiláctico aprisionando mi sexo empapado en semen. La miré unos segundos de reojo. Hasta de perfil era bella. Me incorporé con torpeza y cogí un cigarro. Ella me lo arrebató dándome un fuerte tortazo en la mano.

-          Aquí no se fuma, muchacho –se levantó y toda amabilidad pareció desaparecer-.

Se acicaló el pelo en el espejo, y mientras, yo me aseé en el baño. Volví con las manos en los bolsillos, ciertamente arrepentido y dudoso. No sabía qué decir. Tenía la cabeza gacha. Quise preguntarle, “¿qué tal ha sido el polvo, muñeca?” como hacen en las pelis, pero me contuve, sonaba muy cursi.

-          Cincuenta dólares –dijo con frialdad extendiendo la mano derecha hacia mí. Me quedé atónito.
-          ¿Perdone…? –no comprendía nada, de verdad.
-          Cincuenta dólares –repitió con la voz más firme-. Veinte por la mamada y treinta por el polvo, ¿qué te creías, chaval? –dijo. Era… ¡era una prostituta! Me llamarán estúpido, pero en ningún momento me planteé aquello, lo juro. Ella, tampoco  me lo dijo, ni siquiera lo insinuó de ninguna manera. Debí de haberle hecho caso al señor de la tienda de dulces y condones, pero ya era tarde. Ya no me sentía afortunado ni querido, todo lo contrario.
-          Venga, ¿estás sordo? –meneó mi cuerpo con fuerza y yo la miré.
-          No sabía que era una prostituta… le juro que no lo sabía, sino yo no hubiera… no… -dije tartamudeando mientras negaba con la cabeza y ella soltó una carcajada que rebosaba ironía por doquier. Incluso maldad.
-          Anda ya, no me vengas con cuentos, muchacho, sino quieres tener problemas, arrea la pasta –dijo convencida, amenazante.
-          ¿Por qué me llamaba tulipán? –inquirí. Tenía esa duda.
-          Os lo llamo a todos, me hace gracia. El dinero, son cincuenta dólares.
-          Ya le he oído, tranquila… –musité y me dirigí hacia la mochila, cogiendo el dinero. Creo que metí la mano en el sobre de Arthur, aunque no lo recuerdo bien. Ella me lo arrebató de la mano, lo contó, y señaló la puerta.
-          No hagas ruido al salir, mi compañera de piso está enferma. –dijo con rudeza mientras que con el dinero en sus manos, me miraba fijamente.
-          ¿También es puta? –pregunté de manera totalmente inocente. Me picaba la curiosidad y supuse que después de semejante clavada, tenía derecho a saberlo. Me cruzó la cara de un fuerte guantazo y di un paso hacia atrás, tamborileando sobre mis propios talones sin llegar a caer. Quise decirle algo, pero no me atreví.
-          ¡Lárgate de aquí, niñato pajillero, antes de que llame a mi novio y te pegue una paliza! –alzó la voz visiblemente dolida. Acababa de timar, engañar, seducir y follar a un muchacho de quince años, era una puta con todas las letras, ¿y dañaba sus sentimientos que le preguntara si su compañera también lo era? ¡Y un cuerno!

Cogí mi mochila, la eché al hombro, prendí un cigarro desde la puerta, con cierta chulería, solo por fastidiarla y salí a paso veloz por si acaso me perseguía. Ni siquiera me sabía su nombre. Habría jurado que por el pasillo vi un diploma del certificado de la ESO y se llamaba Nonna Korsakov. Pero no estoy seguro, no me hagan mucho caso. Caminé haciendo el mayor ruido que pude, cerré la puerta de un portazo que seguramente hubiera oído todo el vecindario y me fui de allí casi corriendo, medio temblando. El corazón me iba a mil, quería descansar y aclarar mis ideas. Quería llorar también, pero me contuve. Ni siquiera me había acordado de coger mis chuches, y esa mujer se reiría al comerlas pensando en lo tonto e ingenuo que soy. Al menos ella no sabía mi nombre. Espero.

Eran las cinco de la tarde y ya estaba cansado, la experiencia no había sido gratificante, de hecho me sentía sucio y rastrero, pero quise no pensar en ello. No me gustaba Detroit, cada día era más horrible. Seguí caminando con pachorra y me prendí otro cigarro más adelante. Fumo como una jodida carretilla. En serio, no se dan una idea, pero lo hago de manera inconsciente. A veces, me da pereza encenderme un cigarro pero es que sin darme cuenta lo cojo, y otro, y uno nuevo y el siguiente y el próximo y me doy cuenta cuando el cenicero está a rebosar o mi paquete vacío. A veces, fumo tan rápido… tan excesivamente rápido que me mareo, se lo juro.

A mi izquierda, había un par de hombres mirando al techo con pasión, muy concentrados, el curioseo me pudo y me puse también a mirar mientras seguía caminando con la vista clavada en aquel cegador Sol, sin lograr ver nada sorprendente. Encogí los hombros y cuando me quise dar cuenta, caí de culo al suelo, haciéndome bastante daño, sintiendo como los bártulos de mi mochila chocaban con lozanía contra el terreno también. Me había chocado. Juraría que antes no había nadie por allí. Cada vez tenía más claro que la torpeza de Kurt era pegadiza.

-          ¡Ay! Mi comida, mi comida… –dijo una mujer que rondaría los cincuenta años de etnia gitana casi al borde del llanto. Me asusté al pensar que se había roto algún hueso, pero solo parecía preocupada por su comida, así que como un caballero que soy, –o que intentaba ser-, me levanté con premura y la ayudé a levantarse. Se incorporó con cierta dificultad agarrándose a una farola. Pude ver que tenía las piernas magulladas y llenas de golpes, y sentí cierta lástima.
-          Mi comida… mi comida… mi marido me va a cascar de lo lindo… –seguía repitiendo lo mismo cada vez con más pena. Me giré, contemplando el desastre ocasionado: frutas, carne y pan… todo esparcido por el suelo, algunas latas de conserva magulladas y un paquete de galletas destrozado. Me pareció exagerado para que solo hubieran caído a treinta centímetros del suelo, pero yo no era nadie para cuestionar la fuerza de la caída. Así que intervine.
-          Lo… lo siento…. Espere, tranquila, ha sido mi culpa. –tartamudeé aún en estado de shock. Como ven, mi cerebro suele tardar en pillar las cosas, debería dejar la maría por un tiempo. Una vez más, me seguían ocurriendo cosas desastrosas, ¡y eso que llevaba mi camiseta de la suerte! Me puse de cuclillas en el suelo y abrí la mochila, sacando el sobre de mi dinero, cogí un billete de veinte dólares y se lo tendí de inmediato. Ella lo cogió sin dudar e incluso curvó una sonrisa que yo en aquel momento no percibí. No creía que aquella compra valiera mucho más, a ser sinceros. Me disculpé nuevamente y ella me dio las gracias mientras recogía su compra. No sabía por qué la recogía de nuevo, supongo que por lo de ser cívicos y todo ese rollo, así que me pareció bien y seguí mi camino.

Tiré el cigarro casi muerto al suelo, pensando aún en el viejo del bazar, en aquella prostituta, en la señora, en mi capital y todo ese rollo hasta que una sonrisa aniñada y grande apareció en mis labios. Ante mis narices, estaba el hotel más bonito que había visto en mi vida. Su belleza me deslumbraba, se lo juro. Tan blanco, impoluto, brillante, lleno de ventanas y luz. En la puerta, había un par de seguratas y algunos botones quietos como estatuas. No lo pude evitar. Me arreglé un poco la camisa, cerciorándome de que mi corbata había quedado también en la casa de aquella maldita mujer, y con mi mochila colgada de un solo hombro entré al hotel con aires de grandeza, pasando por una alfombra roja realmente larga. ¡Tenía cinco estrellas! Y estaba solo, sin nadie con quien compartir todos aquellos lujos, ni nadie que pudiera negarme nada. Solo yo y mi yo interior. Juntos, solos, felices y ricos. Por fin.

Sé que no debería de haber elegido el hotel más caro de la ciudad, pero yo soy así, y como ya les he dicho antes, cuando se me pasa una idea por la cabeza, necesito realizarla al momento. Además, ni siquiera lo elegí yo, apareció en mi camino, y yo creo mucho en el destino y esas cosas. Casi la mitad de mi patrimonio iba a desaparecer por una noche allí, pero esperaba que valiera la pena. Soy un poco inconsciente como ven. Al entrar, todos los malos modales con los que había sido tratado en el internado desaparecieron, y ahora solo había sonrisas –que aunque falsas, se agradecen-, y buenos gestos.
Al no llevar tarjeta de crédito, -ni siquiera tengo-, tuve que abonar el importe en el acto. Ni más ni menos que 335 dólares desaparecieron de mi bolsillo. Estuve a punto de arrepentirme e irme, pero no lo hice. Pagué íntegramente sin dejar propina, ya me habían sableado pero bien aquel día. Elegí la habitación más económica –dentro de lo que cabe, claro-, se hacía llamar luxury – 1 king bed y su nombre me inspiró confianza. Riqueza incluso.
Normalmente, cuando vamos de vacaciones en familia siempre venimos a hoteles de éste tipo, e incluso mejores. No me imaginaba que fueran tan caros, la verdad. Pero bueno, a lo hecho, pecho, como se suele decir. Este estaba en la calle 3rd. Cerca de Jones Street y todos esos lugares. En pleno centro.

Estaba feliz. Los pasillos rebosaban vida y todos me trataban con cordialidad. ¡Incluso me llamaban señor! La habitación era enorme, con vistas a la ciudad. Tenía una cama alta y fuerte, gran televisor de plasma, mini-bar y todas esas cosas que tienen los hoteles normales solo que el tripe de caro y el tripe de grande.

Solo tenía una cosa clara: Jamás volvería a irme de putas, a pagar por sexo o a fiarme de una treintañera que me ofrezca sexo por la calle en pleno Diciembre a las cuatro de la tarde.

2 comentarios:

  1. Oficialmente estoy enamorada de esto, me encanta y cada vez más que guarra la puta esta eh, a saber el dinero que llevaba en el sobre, si llevaba dinero xD me ha molado eso que hacias con tu amigo Kurt si si de la película el bola, me gusta esa peli, bueno tu fan número uno espera el próximo un besito ♥

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  2. Hola, lo haces muy bien, me gusta! Sigue así, verás que algún día consigues publicar, yo no me atreví hasta hace poco pero ya he publicado, así que entiendo como te tienes que estar sintiendo, las ganas de que todo el mundo lea lo que haces. Mucho ánimo y te sigo!

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